'Creo que no le habría sido fácil, que le habría costado hacerlo, que habría procurado ahorrárnoslo, esto es, que me habría dado una oportunidad o dos antes de descargar el golpe, la oportunidad de desistir. Tal vez una herida, un corte, un aviso o dos. Pero sí, también creo que habría podido matarme si hubiera visto que yo me empeñaba y que iba en serio, o que cabía que consiguiera frustrarle la ejecución ya decidida. Por pesado, por insistente, habría podido matarme a mí también. Lo único es que, por lo que se ha visto, no tenía aún decidida esa ejecución'.
'¿Quieres decir que lo habrías descompuesto, que le habrías hecho perder el control, que se le habría ido la mano tan gravemente en un arrebato de impaciencia, soberbia, ira?', acaso habría querido Tupra averiguar, ofendido acaso por tal posibilidad.
'No, no es eso', habría reconocido yo. 'Habría sido por lo que he dicho antes, porque tolera muy mal que no se haga lo que según él es debido, pudiéndose hacer. Lo que él ya ha resuelto con causa, con sus propias o asumidas causas, que a veces le surgen tras larga reflexión o maquinación y otras veces muy rápidamente, un fulgor, como si sus ojos abarcadores en seguida miraran a la altura adecuada, y supieran de un solo vistazo lo que ha de venir. De uno solo, enfocando con nitidez, sin vuelta atrás. No sé cómo explicarlo: podría haberme matado por disciplina, eso de lo que ha prescindido el mundo; por determinación, por afán práctico, por un plan; por la costumbre de salvar obstáculos y haberme convertido yo en uno imprevisto, gratuito, superfluo, no trazado: desde su punto de vista sin razón de ser.' Pero luego habría sido incapaz de no expresar una duda postrera, porque era una duda real, y habría añadido: 'O quizá no, quizá no habría podido, pese a todo eso, por una sola razón: quizá yo le caiga demasiado bien, y todavía no se ha cansado de que sea así'.
Cuando nos levantamos y fuimos por los abrigos, los del matrimonio y el mío, Tupra quiso pasar de nuevo un momento por el lavabo de los inválidos. No me lo dijo, pero lo vi. Me hizo una indicación de que siguiera yo con Flavia hasta el guardarropa, me entregaron las fichas para que los fuera pidiendo, y vi cómo él y Manoia se desviaban hacia allí, atravesaban la primera puerta, supuse que la segunda también, pero de cierto ya no supe más. No tenía espíritu para alarmarme otra vez, sólo para irme enconando: lo que había sucedido ya era bastante, y que De la Garza no hubiera muerto —me di cuenta— apenas lo hacía mejor. Yo lo había visto así, con expresión de muerto, de quien se da por muerto y se sabe muerto. Tres o cuatro, cinco veces, podía haberle estallado el corazón. 'Lo mismo va Reresby y lo mata ahora', pensé sin creerlo, 'aún lleva la espada a la espalda. O acaso va a cerciorarse sólo de su obediencia. O tal vez quiera mostrarle su obra a Manoia, darse o darle la satisfacción. O puede que sea este último el que haya exigido contemplar la labor y darle o no la aprobación, el " Basta cosí" o el " Non mi basta". O a lo mejor ese siciliano, napolitano o calabrés no va a comprobar, sino a rematar él en persona, él mismo'. Tardaron muy poco, casi fue entrar y salir, aún teníamos los abrigos cruzados sobre el mostrador, la señora y yo, cuando ellos nos alcanzaron. Debía de haberse tratado de la cuarta o la tercera posibilidad, de rendir cuentas o de presumir; de la segunda no creía, Tupra sabría tan bien como yo que De la Garza no se habría movido una pulgada, de su sitio en el suelo. Nadie pagó nada en aquel local idiótico, o al menos yo no lo hice ni tampoco lo vi hacer. Reresby tendría crédito, o lo invitarían siempre, o sería socio con participación. O quién sabía si no se habría encargado De la Garza a nuestras espaldas, antes de su último e interrumpido baile, para conquistar a la señora también con un gesto. Pero eso no le pegaba, ni lo habría valido ella para aquel capullo.
Montamos los cuatro en el Aston Martin de las noches de coba o jactancia, ésta era de las primeras; un poquito estrechos, pero no íbamos a despedir a la pareja en un taxi, nosotros éramos los anfitriones, y además era un trayecto muy corto. Los acercamos hasta su hotel, el opulento Ritz nada menos, cerca de la librería Hatchard's de Piccadilly, que yo visitaba tanto siguiendo los pasos de los insignes pretéritos, Byron y Wellington, Wilde y Thackeray, y Shaw y Chesterton; y no lejos de Heywood Hill, a la que iba más cuando vivía en Oxford, ni de las tiendas de Davidovich y Fox en St James's Street, donde Tupra compraría probablemente sus Rameses II y yo me hacía a veces con mis no tan preciosos cigarrillos Karelias, del Peloponeso.
Al decirle adiós a Flavia tuve el presentimiento —o fue presciencia— de que, si aún estaba decepcionada o desconcertada por el incidente y la sustracción del galán, al cabo de un rato, ya a oscuras, callados el marido y ella en sus respectivas camas o en su cama doble, se acordaría sobre todo de lo que la había halagado durante la velada y se dormiría más tranquila y satisfecha de lo que se habría despertado aquella mañana; y de que por tanto aún podría amanecer a la siguiente pensando: 'Anoche todavía sí, pero, ¿y hoy?'. Así que al menos en aquel solo aspecto yo había cumplido con mi encomienda y le había brindado, indirecta y aparatosamente —la mejor manera: cuánto le habría gustado saberse causa de una violencia—, una prórroga más. Una más antes del día en que el primer pensamiento fuese: 'Anoche ya no, ¿y entonces hoy...?'. Le dio un beso a Tupra y otro a mí y se fue para dentro, sin reparar en el uniformado que le abrió y sostuvo la puerta y sin esperar a que su marido acabara de despedirse a su vez. Él no la regañaría por eso, y ella debía de estar deseando mirarse su sfregioen un espejo de aumento y con mejor luz, y empezar a convocar pronto en silencio los instantes más gratos de la noche larga, cuando todavía estaba de tan buen humor como para solicitarme con fingido reproche: 'Su, va, signor Deza, non sia cosí antipático. Mi dica qualcosa di carino, qualcosa di tenero. Una parolina e sarò contenta. Anzi, mi farà felice'.
En cuanto a Manoia, le estrechó la mano a Reresby con lo que en hombre tan anodino, vaticano y manso sería efusividad —pero falso manso—, y supuse que al final habrían acordado lo que quisiera que fuese a su conveniencia mutua, o se habrían arrancado el uno al otro lo que el otro al uno se pidieran o se propusieran o se impusieran bajo inexpresa extorsión.
—Ha sido un gran gran gran placer, Mr Reresby —le dijo en su pastoso inglés: no encontraría otra forma de traducir 'grandissimo'—. Una noche algo accidentada, pero no por eso menos placer. Sea bueno y téngame al tanto. —Y a continuación estuvo frío conmigo: de hecho me dejó colgando la mano que le había tendido y se limitó a inclinar la cabeza con sequedad, como un diplomático a la antigua usanza (e inclinarla ya sería mucho decir). Ni siquiera me miró, o bien yo no logré ver sus ojos mates y zigzagueantes bajo sus extensas gafas que lo reflejaban todo. Se las subió una última vez sin que se le hubieran bajado, con el pulgar, y me dijo—: Buona notte.
Luego se echó una carrerita ridicula para alcanzar a su mujer, sin duda le costaba separarse de ella. Ahí me pareció más un funcionario aplicado que un violador, menos de la Mafia o la Camorra o la ‘indrangheta y más del Opus o los Legionarios, o quizá del Sismi, fuera lo que fuese aquello. Pero a Flavia ya no se la veía por el vestíbulo, desde la calle, desde Piccadilly. Estaría ya en el ascensor, camino de su habitación, para encerrarse un rato a solas en el cuarto de baño y aplazar así los reproches sin testigos de su marido. A él le tendría advertido que no le hablase a través de esa puerta, y en ese tipo de cosas seguro que la obedecía él.
Ni siquiera había añadido: 'E grazie'. Tampoco debía de tener por qué, él no estaba al corriente de mi creciente cólera ni de mi conturbación. Incluso podía ser que creyera que yo me había encargado de propinar la paliza cuyo resultado debió de satisfacerlo, cuando se asomó al lavabo para supervisar. Puede que me tomara solamente por un secuaz, un esbirro, un mamporrero, un matón. Y la verdad es que en aquellos momentos sí me sentía un secuaz y un esbirro, y hasta un mamporrero también: le había puesto su víctima a Tupra donde él la quería. Pero no un thugni un hitmanni un goon, no un matón, porque yo aún no le había tocado un pelo a nadie, ni se lo pensaba tocar. Así como esperaba que nadie me lo tocara a mí, con espada o sin ella, ni con peine o sin él.