La joven Pérez Nuix había iniciado su petición pero al instante la había dejado flotando inconcreta, sin concluirla ni centrarse en ella, luego seguía aplazándola o dosificándola o preparándome para ella, no sería 'un momentito' el hablar conmigo, según su anuncio desde la calle. O era sólo eso otro, que desconocía el orden del planteamiento y las frases se le agolpaban, y se desviaba y se bifurcaba por tanto, y a mí me surgían entonces preguntas preliminares aisladas relativas a lo que ella iba diciendo, me llamaron la atención varias cosas soltadas sin la voluntad de soltarlas o sin conciencia de mis ignorancias. La conversación sería aún menos breve, si me paraba en ellas.
—¿Jane... Treves, Branshaw? —Fue mi interrogación primera. Me paré en esos nombres, no supe pasar de largo.
—Sí, t, r, e, v, e, s—contestó la joven, quizá creyendo por mi pequeña pausa que yo no los había pillado bien, de hecho deletreó en inglés de manera automática, en español no se acostumbra tanto: 'ti, ar, i, vi, i, es', así a nuestro oído (y en efecto yo lo había entendido como Trevis o Travis escrito). Biográficamente ella era bastante más que medio inglesa. Hablaba mi lengua con tanta facilidad como yo o sólo un poco más lento, y contaba con buen vocabulario incluso libresco, pero de vez en cuando se le colaba algo raro (aquel 'así', aquel 'dijéramos') o incurría en un anglicismo o la arrastraba la entonación de la isla; su co zera más suave de lo habitual, como la de los catalanes en su castellano, también su go j; su sonido tno llegaba a salirle alveolar del todo ni su kplosivo como a los ingleses, por suerte, eso habría hecho su dicción en español muy afectada, casi irritante en quien tan bien lo dominaba. Sin embargo era el otro apellido, Branshaw, el que me hacía gracia, aunque no iba a ponerme a indagar sobre él ni a explicarle por qué, no era el momento, con el hablar hay que andar siempre en guardia, se torna infinito al menor descuido, como una flecha imparable pero que jamás alcanzara un blanco, y siguiera volando hasta el fin de los tiempos sin aminorar su marcha. Así que no insistí, no me paré más ahí, todo eso hay que evitarlo, abrir y abrir más asuntos o paréntesis que nunca se cierran, cada uno con sus mil incisos enlazados dentro—. Gente a la que recurre Bertie, informantes ocasionales, de fuera, más o menos especializados en territorios, en ambientes. Ya, aún no has coincidido con ellos —añadió como si cayera en la cuenta y dando así la cuestión por zanjada, no quería detenerse en eso, yo tampoco. Se le escapaba llamar Bertie a Tupra; se enmendaba pero recaía, así lo tenía registrado en su mente sin duda, así le venía a su pensamiento, pese a que en el trabajo se dirigía a él como Bertram, en mi presencia al menos, con confianza pero más formalmente, habría equivalido en mi lengua a un tuteo respetuoso. A mí todavía no me había dado él permiso ni para llegar a eso, vendría más tarde, a instancias suyas, no mías.
—¿Qué quieres decir, a quien le haya solicitado el informe? —Esa fue mi segunda y preliminar pregunta—. ¿Qué quieres decir, al cliente? Creía que no había más que uno, siempre el mismo; aunque con diferentes rostros, no sé, la Armada, el Ejército, tal o cual Ministerio o tal Embajada, o Scotland Yard, o la judicatura, o el Parlamento, no sé, el Banco de Inglaterra o incluso Buckingham. Quiero decir el Gobierno. —Iba a haber dicho 'los Servicios Secretos, el MI6, el MI5', pero todo eso en mis labios se me anticipó ridículo, así que lo sorteé y lo sustituí sobre la marcha—. O la Corona, en fin, El Estado.
Me pareció que la joven Pérez Nuix tampoco deseaba entretenerse en eso, había soltado su parrafada primera sin contar con el efecto lateral de mis curiosidades. Quizá formulaba su petición por etapas calculadamente —tal vez me acostumbraba de antemano a ella: que me hiciera a la idea en varias fases, lo fundamental de esa petición ya estaba claro; o era la índole—, pero no querría que se le extraviara entre inesperadas cuestiones de procedimiento y prolegómenos y explicaciones largas.
—Bueno, es así por lo general, tengo entendido, pero hay excepciones. Sólo de vez en cuando sabemos para quién informamos exactamente, a quién sirve lo que interpretamos. Lo que dictaminamos. Quiero decir nosotros, Tupra imagino que lo sabrá o lo deducirá casi siempre. O puede que ni siquiera tanto, algunos encargos le llegan por intermediarios de intermediarios, seguro, y él no hace preguntas si no está en condiciones de hacerlas sin crear suspicacias ni ocasionarse perjuicio. Y eso lo distingue bien, cuándo; lleva la vida entera midiéndolo. Pero se lo olerá, supongo, de quiénes vienen cada vez los encargos. Él ve a través de las paredes. Rastrea los orígenes. Es muy listo.
—¿Significa eso que a veces trabajamos para... particulares? Por así decirlo.
La joven Pérez Nuix hizo con los labios un gesto que era mitad de fastidio leve y mitad de paciencia que se imponía a sí misma, como si encajara sin resistencia el contratiempo de tener que detenerse en aquello a la postre, velis noliso sin duda nolis, muy en contra de su preferencia. Yo tenía la ventaja de dirigir la charla, de abreviarla o demorarla o desviarla o interrumpirla mientras su solicitud no estuviera completa, o aún más lejos, mientras no hubiera sido aceptada ni rechazada. Sí, durante el eterno o eternizado 'Veremos'; sí, hasta el 'Sí' o el 'No' ya pronunciados, a ella le estaría casi vedado contrariarme en nada. Ese es uno de los poderes efímeros del que concede o niega, la compensación más inmediata por verse envuelto, la cual sin embargo suele pasar factura a su vez más tarde. Y por eso a menudo, para que el dominio dure, la respuesta o decisión son retrasadas, e incluso a veces no llegan. Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas en sentido contrario, vi iniciársele la carrera en las medias a la altura de un muslo, ella tardaría bastante más rato en descubrírsela, pensé (no miraban sus ojos donde los míos), y para entonces su magnitud quizá la hiciera sonrojarse. Pero yo no iba a advertirla ahora, habría sido una impertinencia o eso me pareció en primera instancia. Tenía grato color en principio, el muy poco de muslo que le quedó ya al descubierto.
—¿Importa eso mucho? —preguntó; no a la defensiva, sino como si nunca antes se lo hubiera planteado y se lo preguntara por tanto también a sí misma—. Trabajamos para Tupra siempre, ¿no? En todo caso. El nos contrata, él nos paga. Es a él a quien rendimos cuentas y a quien prestamos servicio directamente, confiando en que hará de él el uso que más convenga, o bueno, eso lo doy por descontado, supongo. O quizá es que considero que no me incumbe, no sé. Al empleado de una fábrica de vehículos no le incumbe lo que acabe resultando de los tornillos que pone o del motor que construye junto con sus compañeros, por decir algo: si será una ambulancia o un tanque, ni a qué manos vaya a parar luego el tanque, si es un tanque.
—No me parece que sean cosas equiparables —dije y no dije más. Prefería que ella siguiera argumentando, era yo quien conducía como solía conducir Peter Wheeler cuando él y yo conversábamos, o Tupra cuando me azuzaba, o me interrogaba, o me forzaba a ver más y entonces me sonsacaba.
—Bueno, cómo me quieres que diga. —Sí, a veces había algo extraño o medio inglés en sus giros, casi nunca mera incorrección, sin embargo—. Ir más allá sería como si un novelista se preocupara no por el editor a quien entrega su novela para que la divulgue lo más que pueda, sino por los compradores posibles de lo que éste publica bajo su sello. No habría forma de seleccionarlos, ni de controlarlos, ni de conocerlos, y sobre todo no serían de su incumbencia, del novelista. Él mete en su libro historias, tramas, ideas. Malas ideas, tentaciones si quieres. Pero lo que de ellas surja, lo que desencadenen, eso ya no es asunto ni responsabilidad suya, ¿no? —Se detuvo un instante—. ¿O según tú sí lo sería?
Parecía sincera —o es auténtica—, quiero decir que parecía estar pensando lo que decía al tiempo que lo formulaba, con algo de inseguridad, de vacilación, con algo del acontecer en ello, también de esfuerzo (el esfuerzo de pensar de veras, no más que ese, pero ese es cada vez más infrecuente en el mundo, como si el mundo entero recurriera ya casi siempre a unos cuantos recitados al alcance de cualquiera, hasta de los más iletrados, una especie de infición del aire).