Él la agarró por los hombros. -Si yo no hubiera intervenido la noche anterior, él te habría violado. Es posible que incluso te matara.
Ella se estremeció y desvió la mirada. -No puedo imaginarme que algo como… como eso llegará a ocurrir de nuevo. Puedo protegerme contra pellizco mal intencionados y palabras obscenas.
– ¡Eso es inaceptable!- Explotó. -¿Cómo te dejas degradar de esa manera?
– Nadie puede menospreciarme, sino yo misma-, dijo en voz muy baja. -No te olvides de eso.
Él dejó caer las manos de los hombros y se levantó. -Ya lo sé, Torie. Pero tu no deberías tener que permanecer en esta situación intolerable.
– ¿En serio?- Ella soltó una carcajada hueca. -¿Y cómo se supone que debo salir de esta situación, ya que tan delicadamente lo has expuesto? Tengo que comer, mi lord.
– Torie, no seas sarcástica.
– ¡No estoy siendo sarcástica! Nunca he sido más seria en mi vida. Si yo no trabajo como institutriz, voy a morir de hambre. No tengo otra opción.
– Sí, la tienes-, le susurró con urgencia, cayendo de rodillas ante ella. -Podrías venir conmigo.
Ella lo miró fijamente en estado de shock. – ¿Contigo?
Él asintió con la cabeza. -A Londres. Podemos salir hoy mismo.
Victoria tragó nerviosamente, tratando de suprimir el impulso de echarse en sus brazos. Algo estalló en su interior, y de pronto recordé exactamente cómo se había sentido hace muchos años cuando él había dicho que quería casarse con ella. Pero la angustia le había hecho desconfiar, y midió sus palabras cuidadosamente antes de preguntar: -¿Qué es exactamente lo que usted me propone, señor?
– Te voy a comprar una casa. Y contratar a un personal.
Victoria sintió evaporarse la última gota de esperanza en un futuro. Robert no le estaba proponiendo matrimonio. Y él nunca lo haría. No si la hacía su amante primero. Los hombres de su clase no se casaban con sus amantes.
– Tendrás todo lo que quieras-, agregó.
Salvo el amor, pensó Victoria miserablemente. Y la respetabilidad. -¿Qué tengo que hacer yo a cambio?-, Preguntó ella, porque ella no tenía la menor intención de aceptar su oferta insultante. Ella sólo quería oírle decirlo.
Sin embargo, parecía anonadado, sorprendido de que ella había manifestado a la pregunta.
– Bueno tu… Ah…
– ¿Yo qué, Robert?-, Preguntó secamente.
– Sólo quiero estar contigo-, dijo, juntando las manos y evadiendo su mirada, como dándose cuenta de lo lamentables que sonaban sus palabras.
– Pero no te casarás conmigo-, dijo, con voz apagada. ¡Qué tontería de su parte haber pensado, ni por un momento, que podría ser feliz de nuevo.
Él se puso de pie. -Seguramente no pensaste que…
– Obviamente no. ¿Cómo iba a pensar que usted, el conde de Macclesfield, se dignaría a casarse con la hija de un vicario? – Su voz se hizo aguda. -Por Dios, probablemente he estado conspirando por siete años para obtener su fortuna…
Robert hizo una mueca ante su ataque inesperado. Sus palabras hurgaron en algo desagradable dentro de su corazón, algo que se sentía un poco como culpa. La imagen de Victoria como una aventurera codiciosa nunca había sonado del todo cierto, pero ¿qué otra cosa podía pensar por él? Él la había visto por sí mismo, acostada en la cama, durmiendo en la noche se suponía que debían fugarse. Sintió que la armadura protectora alrededor de su corazón se erigía en su lugar y le dijo: -El sarcasmo no te queda bien, Victoria.
– Está bien. -Ella agitó su brazo hacia él. -Entonces, nuestra discusión se llegó a su fin.
Su mano salió disparada como una bala y envuelto alrededor de su muñeca. -No del todo.
– Suéltame-, ella dijo en voz baja.
Robert respiró hondo, tratando de aprovechar el tiempo para superar el fuerte impulso de sacudirla. Él no podía creer que la pequeña imbécil prefiriera quedarse aquí, en un trabajo que detestaba, en vez de irse con él a Londres. -Yo voy a decir esto una vez más-, dijo, su mirada dura. -Yo no me voy a irme de aquí para que cualquier hombre inescrupuloso te moleste
Ella se echó a reír, lo que realmente lo enfurecía. -¿Está usted diciendo,- preguntó, -que el único hombre inescrupuloso con el que debo estar eres tú?
– Sí. ¡No! Por el amor de Dios, mujer, no puedes quedarte aquí.
Ella alzó la barbilla con orgullo. -Yo no veo ninguna otra opción.
Robert apretó los dientes. -Acabo de decirte que…
– Ya lo dije,- declaró enfáticamente, -que yo no veo ninguna otra opción. No voy a ser la amante de nadie.- Ella liberó su brazo y se alejó de él, saliendo del laberinto. Y él de percató que también había salido de su vida.
Capítulo 10
Robert regresó a Londres y trató de sumergirse en su rutina usual. Sin embardo él se sentía miserable, tan miserable que ni siquiera se molestó en tratar de convencerse de que él no se preocupaba por el rechazo de Victoria.
No podía comer, no podía dormir. Se sentía como un personaje en un, muy malo, el poema melodramático. Veía a Victoria en todas partes, en las nubes, en las multitudes, incluso en la maldita sopa.
Si él no se hubiera sentido tan terriblemente patético, Robert reflexionó más tarde, probablemente no se habría molestado en responder la citaciones de su padre.
Cada pocos meses, el marqués de Castleford enviaba a Robert una carta solicitando su presencia en Manor. Al principio las notas eran órdenes concisas, pero últimamente se habían vuelto más conciliadoras, el tono casi suplicante. El marqués quería que Robert mostrara un mayor interés en sus tierras, quería que su hijo mostrara orgullo en el Marquesado que un día sería suyo. Pero principalmente quería que se casase y produjera un heredero que perpetúe el nombre de Kemble.
Todo estaba escrito con toda claridad, y con gracia, en sus cartas, pero Robert se limitaba a mirarlas y luego tirarlas a la chimenea. No había vuelto a Castleford Manor en más de siete años, no desde aquel tremendo día en que cada uno de sus sueño se habían hecho añicos, y su padre, en vez de confortarlo con palmaditas en la espalda, le había gritado parapetado detrás de su escritorio de caoba.
La memoria todavía se hacía apretar la mandíbula con furia. Cuando se tenía hijos había que ofrecerles apoyo y comprensión. Desde luego, no se reiría de sus derrotas.
Niños. Ahora ese era un concepto divertido. No era muy probable que dejara su huella en el mundo en forma de herederos.
No se atrevía a casarse con Victoria, y se fue dando cuenta de que no podía imaginarse a sí mismo casado con nadie más.
¡Qué porquería!
Y así, cuando la última nota de su padre llegó, diciendo que él estaba en su lecho de muerte, Robert decidió seguirle la corriente al viejo. Esta fue la tercera nota que había recibido en el último año, ninguna de ellos había resultado ser ni remotamente veraz. Sin embargo, Robert hizo sus maletas y se fue a Kent de todos modos. Cualquier cosa para conseguir alejar su mente de ella.
Cuando llegó a la casa de su infancia, no se sorprendió al descubrir que su padre no estaba enfermo, aunque él se veía bastante mayor de lo que recordaba.
– Es bueno tenerte en casa, hijo-dijo el marqués, bastante sorprendido de que Robert hubiera respondido a su citación y dejado Londres.
– Te ves bien-, dijo Robert, enfatizando la última palabra.
El marqués tosió.
– ¿Un pecho frío, tal vez?-Preguntó Robert, alzando una ceja de un modo insolente.
Su padre le lanzó una mirada molesta. -Estaba limpiando mi garganta, como tu bien sabes.
– Ah, sí, sano como un caballo, Los Kembles somos saludables como mulas, y apenas tercos como ellas también.
El marqués dejó el vaso casi vacío de whisky sobre la mesa. -¿Qué te ha ocurrido, Robert?