– Hay más de una manera de amarte-, murmuró. La sintió más profundamente, maravillándose de cómo respondía ella a su tacto. Su cuerpo se movía contra él, llevando su dedo más profundamente. Ella le estaba azotando más y más profundo en su deseo, y sintió su presión contra el pantalón. Él apretó los labios contra el punto donde pulsaba su sien y le susurró, -¿Quieres?
Ella lo miró con incredulidad.
– Quiero escucharte decirlo-, dijo, con voz ronca.
Con respiración jadeante, ella asintió con la cabeza.
Robert decidió que eso era suficientemente, y sus dedos comenzaron a luchar contra los botones de su pantalón. Estaba demasiado caliente, demasiado listo, como para perder el tiempo bajándose la ropa. En cambio, desabrochó la bragueta, separó las piernas de ella, y se colocó donde sus dedos aún la llevaban al cielo. Una pierna de Victoria se deslizó fuera de la banca, dándole más espacio para sondear su condición de mujer. Él siguió adelante, cubriéndola,
sólo su punta dentro de ella. Sus músculos se volvieron calientes y convulsos en torno a él, y todo su cuerpo se estremeció en reacción. -Quiero más, Torie-jadeó él. -Más.
La sintió asentir un leve movimiento de cabeza, luego empujó más, acercándose, adentrándose en ella, cada vez más cerca del centro de su ser, hasta que finalmente estuvo alojado plenamente en su interior. Robert la abrazó apretándola con fuerza contra él, en silencio saboreando su unión. Sus labios viajaron a través de la mejilla de ella hasta su oído y allí le susurró-, estoy en casa ahora. -Entonces sintió las lágrimas en su rostro, probó la sal, ya que una rodó por sus labios. Él estaba deshecho. El deseo animal lo alcanzó, y su mente se separó de su cuerpo. Comenzó a bombear en ella sin descanso, de alguna manera conteniendo su liberación hasta que la sintió rígida y gritó debajo de él.
Con un fuerte gemido él bombeó por última vez, liberándose dentro de ella. Se derrumbó casi al instante, todos los músculos exquisitamente cansados. Mil pensamientos chocaron en su mente en ese instante, ¿Acaso era demasiado pesado para ella? ¿Se arrepentía? ¿y si ya hubieran hecho un bebé? Pero su boca estaba tan ocupado jadeando que no podía haber pronunciado ni una palabra ni siquiera si su vida dependiera de ello.
Por último, cuando fue capaz de escuchar algo más que los latidos de su propio corazón, se irguió sobre sus codos, no podía creer lo que había hecho. Él había tomado a Victoria dentro de un reducido carruaje en movimiento. Estaban a medio vestir, con la ropa arrugada. Diablos, él ni siquiera había logrado quitarse las botas. Supuso que debería decir que lo sentía, pero no hubiera sido verdad. ¿Cómo podía estar triste cuando Victoria… no, Torie, yacía debajo de él, su respiración todavía desigual con los últimos vestigios de su clímax, sus mejillas
calientes y enrojecidas de placer.
Sin embargo, sintió que debía decir algo, así que le ofreció una sonrisa torcida y dijo: -Eso fue muy interesante.
La boca de ella se abrió, la mandíbula se movía lentamente como si estuviera tratando de decir algo. Pero ningún sonido salió.
– Victoria-, se preguntó. -¿Hay algo mal?
– Dos veces-, dijo ella, parpadeando aturdida. -Dos veces antes de la ceremonia.- Cerró los ojos y asintió. -Dos veces está muy bien.
Robert echó la cabeza atrás sin poder contener la carcajada.
Que hubiera sucedido “dos veces” no fue del todo exacto. Para el momento en que Robert finalmente logró colocarle la banda de oro en el cuarto dedo de la mano izquierda, habían hecho el amor no dos, sino cuatro veces.
Habían tenido que parar en una posada de camino a Londres, y ni siquiera se molestó en consultarla antes de informar al posadero que eran marido y mujer, solicitando una recámara con una cama grande y cómoda. Y entonces él había señalado que sería un pecado dejar que esa agradable gran cama se desperdiciara.
Se casaron casi de inmediato a su llegada a Londres. Para diversión de Victoria, Robert la dejó esperando en el transporte mientras corría a su casa para recuperar la licencia especial. Volvió en menos de cinco minutos, y luego se dirigieron a la residencia del Reverendo Señor Stuart Pallister, el hijo menor del marqués de Chipping, un amigo de la vieja escuela de Robert. El señor Pallister los casó en un santiamén, para completar la ceremonia de entrega en menos de la mitad del tiempo que al padre de Victoria le hubiera.
Victoria era terriblemente consciente de sí misma cuando finalmente llegó a la casa de Robert. No era que se tratara de una tarea imposible, con su padre aún en vida, Robert había optado como residencia una pequeña propiedad de la familia. Sin embargo, su casa en la ciudad era señorial, impecablemente elegante, y Victoria tenía la sensación de que vivir en esos barrios residenciales sería muy diferente al cuchitril de la última planta.
Ella también tenía miedo de que todos los sirvientes la tomaran como una farsante. ¡Ella era sólo la hija de un vicario, una institutriz! Era improbable que aceptaran recibir órdenes de ella. Era imperativo comenzar con el pie derecho con el personal de Robert; una
mala primera impresión podría tomar años en corregirse. ¡Ella sólo deseaba saber cual era el pie correcto con el cual entrar!
Robert pareció entender su dilema de inmediato. Mientras que el carro viajaba de la casa del Señor Pallister a la suya, él le dio una palmadita en la mano y dijo: -Ahora vas a ser la condesa en cuanto te presente en tu nuevo hogar. Será mucho mejor así.
Victoria estuvo de acuerdo, pero eso no impidió que las manos temblaran mientras subía por las escaleras hacia la puerta principal. Ella trató de mantenerse tranquila, sin mucho éxito, y su anillo de boda se sintió muy pesado en su dedo.
Robert hizo una pausa antes de abrir la puerta. -Estás temblando,- dijo, tomándola de la mano enguantada en la suya.
– Estoy nerviosa-, admitió.
– ¿Por qué?
– Me siento como si estuviera en un baile de máscaras.
– Y tu disfraz sería…- instó suavemente.
Victoria dejó escapar una risa nerviosa. -Una condesa.
Sonrió. -No es un disfraz, Victoria, eres una condesa. Mi condesa.
– No me siento como una.
– Ya te acostumbrarás.
– Eso es fácil decirlo para ti. Naciste para este tipo de cosas. Yo no tengo la menor idea de cómo hacerlo.
– ¿No pasaste siete años como institutriz? Seguramente debes haber observado una o dos Ladies… No, me retracto -, dijo, frunciendo el ceño. -Procura no emular Lady H. Simplemente se tu misma. No existe una regla por la que una condesa deba ser altiva y severa.
– Muy bien-dijo dubitativa.
Robert cogió el pomo de la puerta, pero la puerta se abrió antes de que él la tocara. Un mayordomo se arqueó en una profunda reverencia, murmurando:-Mi lord.
– Creo que él espía por la ventana -Robert le susurró al oído de Victoria. -Nunca he logrado, ni una vez, tomar el pomo de la puerta.
Victoria dejó escapar una risita a pesar de sí misma. Robert estaba tratando muy arduamente de tranquilizarla. Decidió entonces que ella no le defraudaría. Ella Podría estar aterrada, pero iba a ser condesa perfecta aunque muriera en el intento.
– Yerbury-, dijo Robert, entregando su sombrero al hombre-, Tengo el agrado de presentarte a mi nueva esposa, la condesa de Macclesfield.
Si Yerbury estaba sorprendido nada se mostró en su rostro pétreo, Victoria estaba segura que debía ser de granito. -Mis más profundas felicitaciones milord-, dijo y se volvió hacia Victoria y añadió: -Mi lady, será un placer servirle.
Victoria casi se rió tontamente de nuevo. El pensamiento de que alguien le “sirviera” era tan completamente insólito. Pero, decidida a actuar correctamente, se las arregló para sofocar su risa en una sonrisa y dijo: -Gracias, Yerbury. Estoy encantada de formar parte de su casa.