LA chaqueta seguía oliendo a ajo al día siguiente. No había tenido tiempo de llevarla al tinte y todos sus intentos de limpiarla habían dado como resultado una mezcla de olor a lana rancia, naftalina y ajo, que echaba para atrás. Eunice Perkins la miró con gesto reprobador cuando hacía la acostumbrada inspección.
El apestoso uniforme solo era una parte de lo que estaba convirtiéndose en un desastre. Primero, no tenía ninguna pista. Segundo, estaba segura de que Tom sospechaba. Y lo peor de todo, cuando intentaba concentrarse en el trabajo solo podía pensar en él.
Debería estar elaborando una estrategia, pero se había pasado la noche recordando el beso, el roce de los dedos masculinos sobre su piel desnuda…Pero ¿era simple deseo o Tom Dalton tenía algún motivo nefario? ¿Y si sabía que intentaba averiguar la identidad de su Santa Claus?
Pero algo no cuadraba. Si le había hecho seguirlo a propósito, ¿por qué no había aceptado su dimisión? ¿Por qué había hecho todo lo posible para que se quedara en lugar de echarla a patadas?
Claudia abrió la verja para dar paso a otro niño y, al levantar la mirada, vio un rostro familiar. El niño rubio de ojos castaños, el del sobre verde…, el que quería sobornar a Santa Claus.
– Erie… Eric Martin, o Marrin o algo así… ¡Niño! ¿Qué haces aquí otra vez?
Vio que el niño iba acompañado de una mujer cuyo rostro le resultaba familiar. Pero aquella mujer no iba con Eric el otro día. No, la había visto en… en la plaza del pueblo. Claudia parpadeó. ¡Con Tom Dalton! Aquella era la rubia sofisticada del abrigo elegante.
– Hola, Twinkie-la saludó Erie-… Mira lo que he traído. Mi ángel de Navidad.
– Qué?-preguntó ella, con las manos en las caderas.
– Mi ángel. Se llama Holly y me la ha enviado Santa Claus. He venido para darle las gracias.
Claudia miró a la rubia, pensativa.
– Te la ha enviado Santa Claus? No lo dirás en serio.
El ángel llamado Holly miró por encima de su hombro, incómoda.
– Vamos, Erie. Ya volveremos un poco más tarde. Hay que comprar muchas cosas-dijo, tomando la mano del niño.
– ¡Espere un momento!-gritó Claudia,. corriendo tras ellos-. Tengo que hacerle un par de preguntas.
Los siguió a toda velocidad, o al menos a la velocidad que le permitían los botines cascabeleros, pero el almacén estaba lleno de gente y los perdió en la sección de ropa de cama.
– Maldita sea!-exclamó, golpeando el suelo con el pie-. ¡Maldita sea y maldita Sea!
– ¡ Señorita Moore!
Claudia se volvió, dispuesta a enfrentarse con la ira de Tom Dalton de nuevo. Evidentemente, jurar en público iba contra las reglas de los pajes. Aquello empezaba a ser un verdadero problema. Nunca sabía si iba a echarle una bronca…, o a besarla apasionada mente.
– Estás siguiéndome? ¿Sigues con tu fetichismo por los pajes de Santa Claus?
– Creo que lo tengo controlado-contestó Tom, sonriente-. Por cierto, has dejado tu puesto hace siete minutos y la señorita Perkins está buscándote.
– Quítame el dinero del próximo cheque. Treinta y cinco céntimos por lo menos. Y si no quieres nada más, tengo que volver al trabajo.
Tom la tomó de la mano para llevarla detrás de las toallas y Claudia no se molestó en resistir, decidiendo aceptar su ira con toda la dignidad posible. Pero cuando lo miró a la cara vio que no estaba enfadado en absoluto.
– En realidad, quería decirte otra cosa. ¿Quieres cenar conmigo esta noche?
– Estoy… trabajando-dijo ella.
– Cerramos a las nueve. Podríamos cenar después.
– Por qué?
– Por qué? Porque tengo hambre. Y porque estoy cansado de verte con ese horrible uniforme. Por que quiero charlar contigo sin que todos los empleados especulen. Cuando salgamos de aquí no seremos jefe y empleada. Solo seremos…
– ¿Un jefe y su empleada encantadoramente vestida?
– Iba a decir un hombre y una mujer.
Claudia se estiró la casaca.
– En realidad, ya casi me gusta el uniforme. Me he perdido en el personaje.
Tom alargó la mano para jugar con uno de los enormes botones.
– Aunque me gusta verte con los leotardos, prefiero algo más… femenino. Hay un restaurante al otro lado de la plaza. Se llama Silvio’s. Sube a mi despacho cuando hayas terminado de trabajar…
– Nos encontraremos en el restaurante-lo interrumpió Claudia-. ¿Qué tal a las nueve y cuarto?
Sonriendo, Tom besó su mano.
– Estupendo. Será un buen cambio no pasar la noche en la oficina.
Se alejó después, silbando, y Claudia tuvo que llevarse la mano al corazón. Si Tom Dalton estaba a las nueve y cuarto en Silvio’s, no estaría en su despacho. Y si no estaba en su despacho…
– Es mi oportunidad-murmuró-. Echaré otro vistazo al archivo de Santa Claus y mañana entrevistaré a Eric Marrin antes de venir a trabajar. Y mañana por la noche tendré mi reportaje!
Mientras volvía a su puesto, iba elaborando el plan. Tenía que encontrar la forma de entrar en el despacho sin que la viera el encargado de seguridad. Y tendría menos de media hora antes de que Tom empezase a pensar que le había dado plantón.
Pero le daba pena tener que usar métodos poco escrupulosos y, sobre todo, tener que plantar a Tom. La idea de cenar con él bien vestida y perfumada era algo con lo que había soñado. Y lo que podría pasar después de la cena le daba escalofríos.
– Tienes que escribir un artículo-se recordó a sí misma-. Y después de escribirlo, volverás a Nueva York y te olvidarás de Tom Dalton.
Pero sabía que después de publicado el artículo, no sería capaz de olvidarlo tan fácilmente. Siempre se preguntaría si Tom y ella habrían podido enamorarse… si ella no hubiera sido un paje y él no hubiera sido su jefe, claro.
Los almacenes daban miedo con las luces apagadas. Claudia, con un jersey morado de cachemir, minifalda de cuero negro y botas, subió a la planta de juguetes intentando no hacer ruido. Creía ir vestida para la ocasión, pero después de mirarse en el espejo pensó que parecía más una de los Angeles de Charlie que una periodista. Sin embargo, si la pillaban ten dría que aparentar que estaba a punto de ir al restaurante y había quedado encerrada sin darse cuenta.
Detrás de la sección de perfumes había una puerta y Claudia intuía que llevaba a las oficinas.
– Solo hay una forma de enterarse-murmuró
Fue recibida por la más completa oscuridad y metió la mano en el bolsillo para sacar un mechero que le había prestado Winkie. Aquella vez iba preparada. Subió unas escaleras de madera y cuando abrió otra puerta… se encontró dentro de la casita de Santa Claus.
– Así es como entra y sale sin que lo veamos!
Cerró la puerta y siguió subiendo. Pero al llegar a la cuarta planta las escaleras terminaban. Sorprendida, miró alrededor para buscar una forma de seguir y en ese momento el encendedor se apagó, dejándola en la más completa oscuridad.
– Oh, no-murmuró, apoyándose en la pared. Tenía miedo de dar un mal paso y… en ese momento la pared cedió bajo su peso.
Atónita, Claudia vio que detrás de ese panel secreto había otra escalera. Subió sin hacer ruido y llegó hasta una puerta… La empujó con cuidado y se encontró en un despacho con paredes forradas de madera y alfombras persas. Y, colgado de una percha, el traje rojo de Santa Claus.
Aquel no era el despacho de Tom Dalton. Era el despacho de alguien muy importante… el hombre que se hacía pasar por el famoso Santa Claus-de Schuyler Falls.
Pero ¿quién era? No había placa con su nombre, ni una carta sobre el escritorio.
– Tendré que averiguarlo-murmuró Claudia, cerrando la puerta.
.-¿Quiere otro whisky, señor Dalton?-preguntó el camarero
Tom tiró la servilleta sobre la mesa. Llevaba una hora esperando a Claudia en Silvio’s y era absurdo negarse lo evidente.
– Me han plantado.
– Es una pena, señor Dalton-suspiró Carlo-. Y era su primera cita en mucho tiempo.