– Y usted?-le preguntó Claudia.
En cuanto hizo la pregunta le hubiera gustado retirarla. Siendo impertinente no lograría el puesto. Pero su instinto periodístico solía aparecer sin avisar. El reportero dirige la entrevista, nunca deja que le roben el control. Hay que olvidar la educación o nunca se llega a la verdad.
– ¿Perdone?
– ¿Cree usted que la gente ha dejado de llevar ropa interior?-intentó arreglarlo Claudia.
– Quiero saber lo que usted piensa-contestó Dalton, mirándola fijamente-. Es usted quien busca trabajo, no yo.
Tenía unos ojos muy intrigantes, muy perceptivos, de un verde poco normal. Claudia sintió un escalofrío en la espalda. En realidad, todo en él estaba por encima de lo normaclass="underline" los hombros un poco demasiado anchos, el pelo un poco demasiado oscuro, perfil prácticamente perfecto…
Tuvo que tragar saliva para intentar concentrarse.
– En mi experiencia con la ropa interior, tengo que decir que… me gusta. Elijo mi ropa interior cuidadosamente. Cuando es demasiado ancha resulta incómoda y cuando es demasiado estrecha te deja marcas. Y luego está el impacto de la moda… Si sufro un accidente, espero llevar ropa interior bonita. ¿Compra usted mismo su ropa interior o deja que su mujer la compre por usted?
Thomas Dalton parpadeó, sorprendido por la audacia.
– Yo… no estoy casado. Y cuando necesito ropa interior, sencillamente llamo al departamento y el encargado me la sube en una cajita de regalo.
– Calzoncillos largos o cortos?-preguntó Claudia, divertida y secretamente contenta de que no hubiera una señora Dalton.
Los hombres solteros eran más fáciles de intimidar… y manipular.
– Calzoncillos de boxeador-contestó él, miran do sus labios-. De seda.
Claudia tragó saliva, intentando mantener la compostura. Thomas Dalton tenía una forma de mirar a una mujer que… ¿Le gustaban sus labios? ¿Estaría pensando en besarla? ¿O tenía una espinaca entre los dientes?
– De dibujitos o lisos?-preguntó, concentrándose en la conversación.
– Con dibujitos, pero nada de colores pastel. ¿Por qué demonios estamos hablando de mi ropa interior?
– Quería mi opinión personal, ¿no? Pues a mí me gustan los hombres con calzoncillos de dibujitos. Los blancos no me dicen nada.
Dalton se aclaró la garganta.
– Me temo que estamos perdiendo el tiempo con un tema irrelevante. Deberíamos empezar de nuevo la entrevista-dijo, levantándose y ofreciéndole su mano-. Señorita Webster, encantado de conocerla. Soy Thomas Dalton, director general de estos almacenes. Y estoy deseando escuchar sus ideas para dirigir el departamento de lencería.
– Yo… no soy la señorita Webster-explicó ella, distraída por el roce de su mano-. Soy Claudia Moore. He venido a solicitar el puesto de paje de Santa Claus.
El hizo una mueca de incredulidad.
– ¿Cómo?
– Debería haberme entrevistado con el señor Robbins. Pensé que era usted.
– Pero yo estaba hablando de ropa interior… ¿Cree que hablo de estas cosas con todo el que entra en mi oficina?
Claudia se encogió de hombros. Hacerse la ingenua podría funcionar.
– Yo también me quedé un poco sorprendida, pero es que necesito el trabajo. Podría haberme hablado de su vida sexual y yo le habría aconsejado… siempre que así consiguiera el puesto.
Thomas Dalton esbozó una sonrisa que se borró inmediatamente de sus labios. Claudia se quedó he lada. Había descubierto que estaba jugando con él y tenía que hacer algo para que no la echase a patadas.
– Me gustaría mucho ser uno de los pajes de Santa Claus.
– Por qué?
– Porque he oído las historias que cuentan sobre el Santa Claus de los almacenes Dalton. Por lo visto, hace realidad los sueños de los niños.
– Yo no sé nada de eso-replicó él.
– ¿Cómo? Santa Claus es su empleado y usted es el jefe, ¿no?
– Ahora mismo eso sería tema de debate.
– Pues yo quiero hacer realidad los sueños de los niños. Quiero conocer a ese hombre y… y disfrutar de la pureza de su corazón.
En ese momento alguien abrió la puerta del des pacho.
– Señor Dalton… ¡ Ah, ahí está!-exclamó la secretaria dirigiéndose a Claudia-. Creía que se había marchado.
– Señorita Lewis, dígale a Robbins que recomiendo a la señorita Moore para el puesto de paje de Santa Claus. Es lista, atrevida…, y posee todas las cualidades que debe tener un buen paje.
– Venga conmigo-dijo la secretaria-. El señor Robbins está esperando.
Claudia se levantó, cortada.
– Ha sido un placer conocerla, señorita Moore-sonrió Thomas Dalton, estrechando su mano-. Y espero que encuentre en los almacenes Dalton la «pureza» que tanto desea.
Aquella vez no pudo dejar de notar la fuerza de sus dedos y el calor que recorría su brazo. Por un momento, pensó que no quería dejarla ir.
– Puede llamarme Claudia-dijo por fin-. Ha sido un placer conocerlo, Tom. O es Thomas?
El sonrió de nuevo, encantador, tan diferente de la fachada distante que quería mantener al principio.
– Mis socios me llaman Thomas. Mis amigos me llaman Tom. Pero si quiere ser uno de nuestros pajes, tendrá que llamarme señor Dalton.
La señorita Lewis carraspeó y Claudia la siguió hasta la puerta. Cuando se volvió, vio a Thomas Dalton mirándola con una sonrisa enigmática. Desde luego, si sabía algo sobre la vocación benéfica de su Santa Claus no pensaba decírselo. Pero ella no pensaba rendirse. Tendría que volver a intentarlo y, tarde o temprano, cantaría.
Nada impediría que consiguiera aquella historia. Ni siquiera el guapísimo e increíblemente sexy Thomas Dalton.
– No entiendo por qué no encontramos buenos pajes. El último que contrataste era…
– Yo no lo contraté-dijo Tom, distraído-. Lo hizo Robbins. Pareció pensar que, como era bajito y tenía la nariz roja, daba el papel. Pero no se dio cuenta de que olía a whisky. Si estás decidido a seguir con esto, deberías entrevistar a los pajes tú mismo, abuelo.
Theodore Dalton sacudió la cabeza.
– No puedo perder el tiempo con esas cosas. Además, tú puedes hacerlo perfectamente Lo único que haces es trabajar. No sales, no vas a bailar…
Tom apartó la mirada. Sí, desde luego tenía tiempo. Llevaba siete años en Schuyler Falls, aprendiéndolo todo sobre el negocio y esperando el día en que su abuelo y su padre lo enviaran a la oficina de Manhattan. Conocía el negocio de memoria y no podía entender por qué seguía dirigiendo el negocio más pequeño de la familia.
– Si fuera por mí pondría punto y final a este asunto-murmuró-. Si quieres regalar tu dinero, hazlo de otra forma. Tienes una fundación, ¿no? Esto cada año es más complicado, abuelo.
Estaban paseando por el departamento de electrodomésticos, los dos con las manos a la espalda. Los almacenes Dalton eran una reliquia del pasado, de un tiempo en el que los grandes negocios eran dirigidos por una sola familia. Su bisabuelo no había reparado en gastos: suelos de terrazo, paredes forradas de caoba, portero uniformado… La mayoría de los empleados llevaban toda la vida trabajando allí.
Dalton era también el primer peldaño en el imperio familiar, un trabajo que llevaba a un puesto mejor. El padre de Tom, Tucker Dalton, que dirigió los almacenes cuando era joven, vivía en Nueva York y se dedicaba a controlar las inversiones inmobiliarias. Su abuelo, ya retirado, pasaba los inviernos en Arizona y volvía a Schuyler FalIs solo para llevar a cabo su pasión secreta: hacer de Santa Claus. Tom era el único de la familia que seguía aislado en aquel pueblo diminuto.
– Dime una cosa, Tommy. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste con una mujer?
El lo miró, atónito.
– Qué has dicho, abuelo?
– Cuándo fue la última vez que tuviste relaciones sexuales? No te preocupes, a mí puedes decírmelo. Soy muy discreto.
– Qué tiene eso que ver?