– Theodore Dalton diseñó este traje en 1949. Fue después de la guerra, cuando todos los soldados volvían a casa-explicó Eunice, mostrándole unos botines de fieltro con la punta hacia arriba y adornados con cascabeles-. Aquí están sus botines, querida. Y la etiqueta con su nombre… se llamará Twinkie. También están Winkie, Dinkie y Blinkie.
– Twinkie? Cómo los bollos de crema?
– Es por los niños. Visitar a Santa Claus debe ser algo mágico para ellos-dijo Eunice.
– Pero yo no tendré que encargarme de los niños, ¿verdad? No se me dan muy bien. En serio, preferiría limpiar la casita de Santa Claus, quizá patrullar por la planta, hacer recados…
– Se encargará de dejar pasar a los niños de uno en uno. Mientras tanto, debe entretenerlos, contar chistes, historias de Navidad… ya sabe, para animarlos. No queremos a ningún niño llorando sobre las rodillas de Santa Claus.
– Hablando de Santa Claus… ¿qué sabe de él?-preguntó Claudia.
– Lo mismo que todo el mundo. Vive en el Polo Norte con la señora Claus y sus pajes. Tiene un trineo y ocho renos que tiran de él. Es un anciano encantador…
– No, no, no. Me refiero al hombre que se pasar por Santa Claus ¿Quién es?
– El Santa Claus de los almacenes Dalton es el auténtico Santa Claus-contestó Eunice Perkins-Y no deje que nadie la convenza de lo contrario.Venga, abróchese los botines y vamos a trabajar. Le presentaré a sus colegas.
Claudia no sabía si rascarse el cuello, porque le picaba la chaqueta o llorar por el estado en que se encontraba su carrera periodística. Reducida a pasearse por los almacenes con aquel disfraz, reducida da a ser llamada «Twínkie» por niños insoportables. Furiosa, se levantó la chaqueta de un tirón para rascarse la barriga.
– Señorita Moore?
Claudia se dio la vuelta al oír aquella voz familiar. Pero no se molestó en tapar su barriga, a pesar de que Thomas Dalton estaba mirándola. Por qué iba a sentir vergüenza? Ella hacía abdominales todos los días. Y qué mejor manera de ponerlo nervioso que permitirle ver su estómago plano?
– Me llamo Twinkie-murmuró, echando la chaqueta atrás para rascarse la espalda.
– Para ser un encantador paje de Santa Claus, parece muy irritada-dijo él.
Quizá no parecía contenta por fuera, pero estaba encantado de verlo. Después de la entrevista, tuvo la impresión de que le había gustado. Más que eso, que se sentía atraído por ella. Y podía usar eso para conseguir el artículo.
– Ahora entiendo que tengan que poner un anuncio buscando pajes. Estos disfraces son un crimen. Además de ser alérgica a la lana, los botines me quedan pequeños.
Y no pensaba añadir que no había encontrado nada para su artículo en veinticuatro horas.
– Yo creo que está muy guapa.
Claudia se rascó el hombro derecho.
– Si has venido para reírte de mí, podrías hacer algo de provecho-dijo, volviéndose-Ráscame la espalda, por favor.
– Señorita Moore, no creo que…
– Hazlo, por favor. Antes de que me vuelva loca.
Vacilante, Tom alargó la mano y le rascó la espalda. Claudia dejó escapar un suspiro.
– Este traje tiene cincuenta años. ¿No podrías comprar algo más cómodo para tus empleados? A la derecha… no, más a la izquierda… ahí.
Tom se aclaró la garganta.
– Los trajes son una tradición-dijo muy serio-. Y nadie se ha quejado nunca.
– Seguramente por miedo a ser despedidos. Si los pajes de Santa Claus tuviéramos un sindicato, esto no pasaría-contestó ella, echando la cabeza hacia atrás. Le encantaba sentir las manos de Thomas Dalton en la espalda. Era como un masaje… y hacía tanto tiempo que nadie le daba un masaje, tanto tiempo desde que…
Claudia abrió los ojos de golpe. Aquello no podía ser. Tenía que mantener la objetividad a toda costa.
Entonces se dio la vuelta para enfrentarse con unos penetrantes ojos verdes.
– Y usted, señorita Moore? ¿No tiene miedo de que la despida?
– ¿Por qué? ¿Por ser alérgica a la lana?
– Por insubordinación-contestó Thomas con una sonrisa irónica-. Por no mostrar el debido respeto. Por hacer que le rasque la espalda.
Claudia levantó los ojos al cielo.
– ¿Qué quieres, que me ponga de rodillas?
Thomas Dalton soltó una carcajada. Un sonido rico, profundo, acariciador.
– Piensa alguna vez antes de hablar, señorita Moore? ¿O se sorprende tanto como yo por lo que sale de su boca?
Ella se ajustó el sombrerito, sonriendo.
– Si te molesta puedes despedirme, Tom.
Thomas Dalton se cruzó de brazos y Claudia se preguntó qué habría debajo de aquel traje. Unas buenas hombreras pueden disimular, pero aquel hombre parecía muy bien hecho.
– Por qué ha querido ser paje de Santa Claus, señorita Moore? He leído su currículum. Una licenciatura universitaria y cierta experiencia como escritora la cualifican para muchos otros puestos de trabajo.
– Necesitaba el dinero-mintió ella-. Tengo que comprar regalos de Navidad y supuse que encontrar trabajo aquí sería fácil. No hace falta una licenciatura para ponerse este trajecito.
– Por qué no deja que busque otro puesto para usted? Siempre hacen falta dependientes. Y el sueldo es mucho mejor.
– ¿Por qué? ¿Te da vergüenza que te vean ras cando la espalda de un pobre paje de Santa Claus, Tom?
– Preferiría que me llamase señor Dalton.
Claudia se encogió de hombros.
– Hemos hablado de tu ropa interior. Es un poco difícil ponerte en un pedestal cuando te imagino llevando calzoncillos con dibujitos-contestó ella, dirigiéndose a la puerta.
– Señorita Moore!
Claudia se volvió, asustada. ¿Algún día aprendería a controlar su lengua?
– Sí, señor Dalton?
– Encargaré uniformes nuevos inmediatamente.
Ella se volvió hacia la puerta con una sonrisa de satisfacción en los labios. Aparentemente, tenía a Thomas Dalton exactamente donde quería… atado alrededor de su meñique de pajecillo. Lo único que le quedaba era hacerle revelar los secretos familiares. Una vez hecho eso, Claudia Moore podría dejar atrás sus días como paje de Santa Claus y continuar su carrera como periodista.
Capítulo 2
CLAUDIA cambió el peso de un pie a otro. Aquellos botines le estaban destrozando los pies. Había mirado el reloj al menos cincuenta veces durante la última hora, pero el tiempo iba muy despacio. ¿Cómo no iba a ir despacio si se veía reducida a abrir y cerrar la verja de la casita de Santa Claus como un guarda de tráfico?
Había dejado pasar a un pelirrojo gordito y se volvió hacia el siguiente, un niño de pelo rubio y enormes ojos castaños.
– Niño, tú eres el siguiente.
El crío parpadeó, nervioso. Claudia hizo una mueca. Le habían tosido, estornudado y llorado en el hombro varias veces aquel día. No sabía qué le pasaba a aquel niño, pero parecía necesitar respiración asistida… o unas sales.
– Qué vas a pedirle a Santa Claus?
El rubito la miró, receloso.
– Eso es un secreto entre él y yo.
Claudia soltó una risita. Normalmente, los niños estaban deseando contarle a alguien lo que iban a pedir, especialmente a alguien tan a Santa Claus.
– Ah, el viejo acuerdo de confidencialidad entre Santa Claus y los niños.
– EH?
– Nada, nada-suspiró ella. Después de un día entero aguantando a los mocosos, debía saber que para hacerlos reír solo podía contar bromas sobre Rudolph, el reno de la nariz roja.
– Tú lo conoces bien?
Claudia se encogió de hombros.
– Como todos sus pajes.
En realidad, apenas lo había visto. Los pajes que estaban a su lado lo protegían como si fueran agentes secretos. Como recién llegada, Claudia había sido relegada a la verja.