– Pues podrías echarme una mano-dijo el niño entonces, sacando un sobre verde del bolsillo-. Necesito que lea mi carta. Es muy, muy, muy importante-añadió, sacando un paquete de chicles del bolsillo-. ¿Tú crees que él…?
El gesto era encantador, pero Claudia no podía mentir.
– Eric Marrin, ¿eh?-murmuró, mirando el remite del sobre-. Lo siento, pero Santa Claus no acepta sobornos.
– Pero yo…
– Vamos, te toca-dijo ella entonces, abriendo la verja.
Cuando se volvió hacia el resto de los niños, vio a Thomas Dalton observándola. Lo había visto tres veces aquel día. Según los otros pajes, nunca había prestado mucha atención al asunto de Santa Claus y estaban convencidos de que iba a despedir a alguien.
La tensión era insoportable y Claudia pensó que era por su culpa. De modo que le pidió a Blinkie que cuidase la verja un momento, se subió los leotardos y se dirigió hacia Tom Dalton moviendo los cascabeles.
El pareció sorprendido al verla y, por un momento, pensó que iba a salir corriendo, pero se quedó esperando con una ceja levantada.
– Estás poniendo nerviosos a los otros pajes-le dijo, con las manos en las caderas-. ¿Podrías darte un paseo por la sección de ropa interior? Creo que acaban de traer una colección de ligueros de encaje que son una monada.
– Perdone?
– Que estás poniendo nervioso a todo el mundo. Si estás esperando que yo corneta un error para des pedirme, ¿por qué no lo dices? Despídeme, córtame el cuello, dame el finiquito.
– Señorita Moore, soy el director de estos almacenes. Y si quiero quedarme aquí todo el día, es cosa mía. Si decido colgarme en el árbol de Navidad y cantar Frosty, el muñeco de nieve, es cosa mía. Y nada de lo que usted diga me hará cambiar de opinión.
– Entonces, ¿vas a despedirme o no?
Murmurando una maldición, Tom la tomó del brazo para llevarla al ascensor y prácticamente la empujó dentro.
– Suba.
– Adónde vamos?-preguntó Claudia.
– Usted, a mi despacho. Me esperará allí un momento.
– ¿A tu despacho?
– Evidentemente ha olvidado leer el manual de los almacenes Dalton. La parte en que habla del respeto a sus superiores Lo leeremos juntos y después decidiré cuál es la acción disciplinaria que corresponde.
– Por favor…-dijo Claudia, saliendo del ascensor-. Solo soy un paje de Santa Claus, tranquilízate. Según los otros pajes no te ha sido fácil contratar personal para hacer el papel. Si me despides, ellos tendrán que trabajar horas extra y eso cuesta dinero. Dinero que no tendrás para tus pequeños actos benéficos.
Tom la miró, atónito.
– De qué está hablando?
Claudia sonrió al ver que había dado en la diana.
– No te hagas el tonto. He oído las historias… No deberías avergonzarte de hacer obras benéficas. Deberías gritarlo a los cuatro vientos.
– Yo he oído las mismas historias, señorita Moore. Y me encantaría decirle que soy yo quien está detrás de todo eso, pero no es así.
Ella lo miró, desilusionada. Lo había dicho en serio. Pero si no era él… ¿quién era? Había pasado un día entero en Dalton y seguía sin saber nada. Quizá tendría que invitar a los otros pajes a una copa para soltarles la lengua. O seguir a Santa Claus hasta su casa por la noche y descubrir quién era el hombre bajo el traje rojo.
– ¿No sientes curiosidad? Si no eres tú el que regala el dinero, estás recibiendo una publicidad estupenda por nada.
Thomas Dalton la tomó del hombro para meterla de nuevo en el ascensor.
– Espere en mi despacho. Subiré dentro de cinco minutos.
Las puertas se cerraron entonces y Claudia se apoyó en la pared de espejo. No podía despedirla. Solo llevaba un día trabajando allí y no había hecho nada malo. No, no iba a despedirla, solo iba a regañarla.
Las puertas del ascensor se abrieron unos segundos después y Claudia se encontró con la mirada severa de la señorita Lewis.
– Ocurre algo, señorita Moore?
– Tom… digo el señor Dalton me ha pedido que lo espere en su despacho.
Estelle Lewis se levantó para acompañarla al des pacho y, por segunda vez, se encontró frente al enorme escritorio de caoba. Cuando la secretaria desapareció, Claudia dejó escapar un suspiro, recordando su último encuentro con Tom.
Que se sentía atraído por ella era evidente. Claudia sabía lo suficiente sobre los hombres como para reconocer esa mirada de curiosidad mezclada con admiración. Pero su experiencia se terminaba ahí. Después de la atracción inicial, una relación de seis meses era el límite. Entonces los hombres empezaban a esperar más. Exigían más atención, más tiempo, algo que ella no podía darles. Su carrera era lo primero y no tenía intención de convertirse en esposa de nadie.
Sin embargo, intuía que Tom no era el tipo de hombre que ella conocía. Era diferente… excitante, impredecible. La clase de hombre que espera más de una mujer que simple compañía y la habilidad de manejar una plancha.
Entonces miró de nuevo el escritorio aquel tipo era un maníaco del orden. Los lápices estaban perfectamente organizados, los papeles en carpetas de colores…
Claudia se incorporó uno poco. Carpetas. Si Tom sabía algo sobre el Santa Claus de Dalton, podría estar en alguna de esas carpetas…
– Tranquila-murmuró para sí misma, tomando una de ellas-. Tienes tres o cuatro minutos. Concéntrate y deja, todo como estaba.
Un minuto después había comprobado que en ninguna de las carpetas se hablaba de Santa Claus. Entonces se fijó en un cajón cerrado con llave. Nerviosa, lo abrió y encontró más carpetas. Una de ellas decía: Santa Claus.
– Así que no sabía nada de Santa Claus, ¿eh, señor Dalton?
Estaba sacando la carpeta cuando oyó la voz de la señorita Lewis al otro lado de la puerta. A toda, prisa, dejó la carpeta, cerró el cajón y cuando iba a. darse la vuelta…, no podía hacerlo.
Se había pillado la chaqueta con el cajón!
– No me pase llamadas, señorita Lewis-estaba diciendo Tom.
Claudia tiró frenéticamente de la chaqueta. Si la pillaba así su carrera como paje de Santa Claus era historia.
– Vamos-murmuró, dando un fuerte tirón. El sonido de tela rasgándose rompió el silencio justo cuando la puerta se abría.
Y, en ese momento, Tom Dalton entró en el despacho.
No había nadie en el despacho. Había esperado encontrar a Claudia con su trajecito de paje, pero el despacho estaba vacío.
– No me había dicho que la señorita Moore estaba esperando, señorita Lewis?-le preguntó a su secretaría.
– Claro que sí. No puede haberse marchado.
Tom se pasó una mano por el pelo. Tendría que volver a buscarla. Aquella mujer no tenía ningún sentido de la responsabilidad, pensó. Si hubiera sido otra persona la habría despedido inmediatamente. Irritado, se acercó al escritorio y cuando iba a sentar se… descubrió a Claudia Moore de rodillas en el suelo.
– Señorita Moore?
Ella lo miró con una sonrisa en los labios.
– Hola. Estaba… Lo siento, no quería… Es que he perdido un cascabel.
– Cómo?
– Se me ha caído un cascabel del botín. Estaba sentada esperando y, de repente, ha caído rodando debajo de su escritorio. Las reglas dicen claramente qué número de cascabeles debe llevar cada botín y si la señorita Perkíns me piílla sin uno…
Dejando escapar un suspiro de impaciencia, Tom la ayudó a levantarse.
– Seguro que la señorita Perkins puede buscarle otro cascabel.
Apretujados entre el escritorio y el si1lón estaban muy cerca uno del otro. Tan cerca como notar el calor de su cuerpo, para respirar el perfume de su pelo. Por un momento ninguno de los dos se movió y Tom tuvo que hacer un esfuerzo para no besarla allí mismo.
– Adelante. Siga buscando su cascabel.
– Sí, sí, claro…
Claudia volvió a agacharse y unos segundos después se incorporó con el cascabel en la mano, los hilos del botín todavía colgando.