La niña se abrazó a sus piernas y Claudia tuvo que sonreír. Empezaba a dársele bien el trabajo. Los niños se reían con sus bromas y ya no parecían aterrorizados cada vez que se dirigía a ellos.
Pero seguía habiendo ciertos problemas… La angustia de visitar a Santa Claus despertaba lo peor en algunos: lágrimas, gritos, incluso algún accidente que requería la presencia del personal de limpieza. Y si eran demasiado mayores como para «gotear», la bombardeaban a preguntas sobre el hombre de la barba blanca.
Claudia se había convertido en una experta en dar evasivas, pero las preguntas solo hacían que se diera cuenta de que después de cuatro días seguía igual que aquellos mocosos. El reportaje sobre Santa Claus empezaba a ser frustrante.
Tom Dalton tampoco había aparecido por la planta aquel día y se pillaba a sí misma buscándolo, preguntándose si estaría detrás de las Barbies o de los muñecos de peluche.
– No te asustes, pero Dalton está al lado de las bicicletas-le dijo Winkie al oído.
Claudia intentó fingir, pero su corazón se negaba a cooperar.
– Quién?
– Tom Dalton, boba. El hombre al que llevas todo el día buscando. ¿Qué querrá?
– No lo sé.
Tom se dirigía hacia ella con expresión decidida. Y Claudia tuvo que tragar saliva.
– Creo que tiene algo que ver conmigo. Y no parece muy contento.
Winkie intentó escapar, pero ella la sujetó del brazo.
– No te vayas, cobarde.
Pero no había hecho nada malo aquel día. Fue un poco antipática con un grupo de adolescentes y le había dicho a una mamá despistada que su niño tenía el pañal cargadito. Ah, y cuando un niño muy pesado estuvo casi quince minutos sobre las rodillas de Santa Claus prácticamente lo sacó de allí a empujones.
Cuando por fin Tom estuvo a su lado, Claudia levantó la barbilla, desafiante.
– ¿Otra vez viene a poner nerviosos a los pajes? Los pobres ya se habían recuperado de su última visita.
Se cruzó de brazos, pero aquella vez Tom no dio un paso atrás. Todo lo contrario, se cruzó de brazos exactamente igual que ella.
Winkie miraba de uno a otro, asustada.
– Vaya, vaya… Winkie. ¿Qué tal el Polo Norte esta mañana?
– Bien, señor Dalton-contestó ella, con voz ahogada.
– Estupendo. Sigue trabajando-dijo Tom. Winkie lo miraba como un reno aturdido por las luces de un coche-. Vamos, a lo tuyo.
La pobre prácticamente salió corriendo.
– Ya se atreverá… ¿por qué no busca uno de su propio tamaño?-le reprochó Claudia.
– Señorita Moore, me gustaría hablar un momento con usted.
– Qué pasa ahora? ¿Los leotardos me quedan estrechos?
Tom levantó una ceja.
– Quería invitarte a una taza de café. ¿No tienes quince minutos de descanso?
Claudia se quedó sorprendida por la repentina invitación.
– Yo… me tomo el descanso cuando hay pocos niños.
– Solo hay unos cuantos en la fila.
– Entonces, supongo que puedo tomármelo ahora-suspiró ella, dirigiéndose hacia el ascensor.
– Adónde vas?
– A tu despacho. ¿No prefieres gritarme allí?
– No voy a gritarte. Solo quiero tomar un café… en la cafetería.
Claudia sonrió. De modo que no estaba enfadado.
Entonces, ¿por qué quería tomar un café? Quizá el beso lo había intrigado tanto como a ella. No había podido dejar de pensar en aquel beso ni un solo momento. Y estaba dispuesta a probar de nuevo. Aun que eso no ocurriría en la cafetería, delante de los clientes, pensó, desilusionada.
– Quizá deberíamos ir a tu despacho-sugirió entonces-. Nunca se sabe. Puede que, de repente, te apetezca echarme una reprimenda. Y yo quiero que te sientas libre…, no vaya a ser que te salga una hernia.
Arrugando el ceño, Tom la tomó del brazo para llevarla a la cafetería.
– No voy a regañarte.
Cuando la camarera puso frente a ellos dos tazas de café, Tom sacó unos sobres del bolsillo.
– Esto es para ti-dijo, dándole uno de ellos.
– Ah, ya veo. Me estás despidiendo delante de todo el mundo-protestó Claudia, cruzándose de brazos-. Así no puedo protestar. Pero no puedes obligarme a firmar nada. Y si no firmo, no estoy despedida.
– Es tu cheque. Los empleados temporales cobran cada viernes.
Claudia tomó el sobre y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta de lunares.
– Gracias.
Entonces se fijó en los otros sobres. Aquellos no eran cheques. Eran sobres de colores, escritos con letra de niño. Eran cartas para Santa Claus.
– No vas a mirarlo?
– Mirar qué?
– El cheque.
– He pensado dejar ese triste momento para cuando pueda llorar a solas.
– Cuéntamelo otra vez. ¿Por qué has buscado un empleo con un salario tan bajo?-preguntó Tom.
– Es culpa mía que el salario sea tan bajo? Nadie dice que no puedas pagar mejor a los pajes de Santa Claus. Permíteles usar el avión de la empresa y todos contentos. ¿Cuánto ganas tú al mes?
– No lo sé-contestó él-. Pero si lo supiera, no te lo diría.
– ¿Es otra norma de los almacenes o son cosas niño rico?
– ¿Cómo?
– Tienes miedo de decirme cuánto ganas por si ya no me gustas?
– Ah, ¿es que te gusto?-sonrió Tom.
– De eso nada.
El acarició su mano como sin darse cuenta y Claudia se puso colorada.
– La razón por la que no puedo decírtelo es por que no lo sé. Mi salario va directamente a una cuenta corriente. Y yo no suelo mirar mi cuenta corriente.
Ella sacudió la cabeza. Lo que ganaba como periodista apenas cubría sus gastos mensuales. Tenía un coche viejo y tomaba vacaciones una vez cada dos años. Y aquel hombre no se molestaba en comprobar su cuenta corriente… Entonces sacó el cheque del bolsillo.
– Vamos a ver… Oh, sesenta y dos con noventa y ocho dólares por dos días de trabajo. Tengo que llamar a mi consejero de inversiones. Creo que puedo comprar una acción o media.
Tom miró el cheque.
– Eso es todo? ¿sesenta y dos dólares? Es terrible.
– Te Sorprende?
– Sí, la verdad es que sí. Supongo que podría dar un pequeño aumento a los pajes.
Claudia lo miró con curiosidad
– Vas a damos un aumento porque crees que lo merecemos o por alguna razón nefaria?
– Nefaria?
– Algo depravado, infame, rastrero.
– Sé lo que significa nefario, Y no, no tengo ningún motivo rastrero.
Ella lo estudió en silencio.
– Ya. Pensé que habías decidido subirnos el sueldo porque querías volver a besarme, O quizá porque pensabas que perdería la cabeza y te besaría yo.
Tom soltó una risita.
– Muy bien. Bésame-la retó.
Claudia se puso colorada Pero debería aceptar el reto. El no esperaría que lo besara en público y una vez más habría Conseguido despistarlo.
– Tengo la sospecha de que me despedirías silo hago-dijo, abanicándose con el cheque-. Y no pienso poner en peligro mi trabajo. Especialmente después de haber Conseguido un aumento de sueldo.
Él tomó los sobres riendo.
– En fin, tu descanso está a punto de terminar y yo tango que hacer un recado.
Claudia se concentró en las cartas, ¿Qué hacía Tom Dalton con aquellas cartas? No iba a enterarse si seguía sentada tomando café.
– Qué es eso?-preguntó.
Tom miró los sobres como si los viera por primera vez.
– Nada. Un asunto del que tengo que encargarme.
Aquella era su oportunidad! Si iba a visitar al anónimo benefactor…
– Uy, mira qué hora es. Acabo de malgastar setenta y cinco céntimos. Gracias por el café, Tom… digo señor Dalton.
Claudia salió de la cafetería y cuando miró atrás lo vio echando un vistazo a las cartas.
– Paciencia-murmuró para sí misma-. Solo me ha hecho falta un poco de paciencia y he conseguido una pista.
Se escondió detrás de unas maletas y, un minuto después, vio a Tom salir de la cafetería. Por supuesto lo dejó adelantarse unos metros antes de seguirlo.