Eloy M. Cebrián
Bajo La Fría Luz De Octubre
«Yo puedo regresar hasta vosotros,
porque se crece siempre en busca del pasado,
vuestra ciudad de aquel otoño
también me pertenece,
y vuestros sentimientos,
que dejasteis escritos a causa de una guerra».
Luis García Montero Del libro Habitaciones separadas
1
Todos se empeñaban en decir que mi abuela María se había muerto. Sólo yo sabía que eso no era verdad. Porque la abuela seguía donde había estado siempre: sentada en su butaca, junto a la ventana, con la aguja de hacer ganchillo moviéndose veloz entre sus dedos y la madeja desliándose sobre su falda. Me decían que no, que eran imaginaciones mías, que a la pobre abuela María se la había llevado una pulmonía cuando yo todavía era muy pequeña. Y el caso es que yo me acordaba de un invierno terrible que cubrió los aleros de largos carámbanos que eran como dedos transparentes, y las calles de escarcha y de gorriones muertos de frío. Y también recordaba que algo muy triste había pasado aquel invierno. Un día, cuando me trajeron del colegio, encontré las habitaciones llenas de gente vestida de negro que suspiraba sin parar y bebía copitas de anís con cara compungida. Y de la habitación de mi abuela salía un runrún de voces de mujer que a veces interrumpía algún sollozo ahogado. La que lloraba era mi madre. Y mientras, mi tía dirigía el rezo del rosario, que por algo se llamaba Rosario ella también. Yo quise pasar y no me dejaron, pero el murmullo de los rezos y las conversaciones duró toda la noche. Al día siguiente me pusieron el vestido de los domingos y me llevaron a la parroquia de San Juan para oír misa, aunque no era domingo ni fiesta de guardar. Y después todos formamos una especie de desfile y recorrimos muchas calles hasta llegar al cementerio, detrás de un carruaje negro tirado por dos caballos. Para mí fue muy divertido, porque era como participar en una procesión de Semana Santa, en las que no dejaban salir a mujeres y mucho menos a las niñas. Pero nadie más parecía estar disfrutando. Yo iba agarrada de la mano de mi padre. A veces lo miraba de reojo y lo veía tan triste que me daba miedo; él, que siempre se estaba riendo. Y mi madre y mí tía caminaban detrás tomadas del brazo, las dos con velo negro y el pañuelo muy apretado debajo de la nariz.
Hacía tanto frío que mi respiración salía formando una nube blanca. Recuerdo que me entretuve por el camino jugando a que fumaba, igual que mi padre. Y a ratos miraba hacia el suelo para verme los zapatos, que eran los azul marino con hebillas doradas que tanto me gustaban. Pero, ay, me apretaban un poco. Y al llegar a mi casa, después de tanto andar, tenía los pies hinchados y doloridos.
Al cabo de un rato mi padre me llevó a su despacho y me hizo sentarme en uno de los sillones, como a las visitas. Y me habló con gesto muy serio:
– Maruja, óyeme bien. Tu abuela se ha ido y ya no va a volver. Pero desde el Cielo va a seguir cuidando de ti.
De pronto entendí que mi abuela María se había muerto, y salí corriendo del despacho ahogándome en lágrimas e hipidos. Mi padre me llamaba, pero yo decidí buscar un sitio donde poder llorar a mi abuela en paz. Y se me ocurrió esconderme en su habitación, donde yo había pasado tantas horas con ella, viéndola hacer ganchillo y oyendo sus historias de cuando era niña y vivía en una aldea. De modo que recorrí el helado pasillo hasta el final de la casa y abrí la puerta del dormitorio. Y allí estaba ella, sentada junto a la ventana con su labor de ganchillo sobre el regazo.
– Pero, abuela -recuerdo que dije acercándome, sin sentir apenas sorpresa-, si usted se ha muerto.
Ella me miró risueña, con el sol brillando a través de las hebras de su pelo, que parecía arder con blancas llamaradas.
– Ya ves. La gente habla sin ton ni son.
Y entonces me di cuenta de que en la habitación hacía calor, a pesar de que no había ninguna estufa ni brasero. Y de que el día luminoso y azul que brillaba a través de la ventana en nada se parecía a la desolada tarde de invierno que reinaba en la calle.
– ¿Les puedo decir a todos que sigue usted aquí? -pregunté.
Ella se encogió de hombros. -No te van a creer.
Y tenía razón. Porque cada vez que yo les decía a mis padres o a mis tíos que se habían equivocado, que la abuela María seguía viva y estaba haciendo ganchillo en su habitación, me miraban con una cara muy extraña. Mi madre lloraba, mi tía Rosario lloraba, y hasta mi hermano Gabriel, que había nacido ya y tendría un año por entonces, se ponía a berrear y tenían que rebozarle el chupete en azúcar para que se apaciguara. Por eso decidí no volver a hablarle a nadie de mi abuela, aunque seguía visitándola todos los días en su habitación y oyendo sus historias como si nada hubiera pasado. Y siempre encontraba su cuarto inundado de luz y tan cálido como si estuviéramos en plena primavera.
Para mí todo aquello era de lo más normal, aunque claro, yo era muy pequeña entonces, y a los niños pequeños casi nada les causa extrañeza, porque para ellos el mundo es completamente nuevo y lo mismo les da un milagro que un hecho cotidiano. Aquello pasó antes de la guerra. Y, ahora que lo pienso, lo que me parece milagroso es que existiera un antes de la guerra, como si todo lo ocurrido hasta entonces hubiera quedado abolido del tiempo y de ¡a memoria. Pero no fue así. Porque yo misma me acuerdo de muchas cosas que ocurrieron antes de aquellos años terribles, y eso que mi memoria ya no es buena, y a veces todo es oscuro y se confunde.
2
Me acuerdo muy bien del día que me operaron de anginas en el sanatorio del tío Arturo, en una habitación chapada de azulejo blanco donde había muchos diplomas y un gran anuario de cristal lleno de objetos brillantes y siniestros. Me acuerdo del sillón donde me sentaron, que era como el de los barberos, de la sensación de las pinzas metálicas dentro de mi garganta y del sabor de la sangre llenándome la boca. Yo era aún pequeña, pero corrí tan deprisa que mis padres no pudieron alcanzarme hasta la misma puerta de mi casa, donde empecé a gritar: «¡Me han matado, me han matado!», y entonces se formó un círculo de gente a nuestro alrededor, y me parece que después vino un guardia, porque recuerdo a mi padre muy nervioso, dando explicaciones, y a mi madre diciendo que qué sofoco más grande y que ojalá se la tragara la tierra. ¿Qué edad tendría yo entonces? Puede que unos siete años. Sí, tenía siete años, porque lo que he contado pasó en invierno, y ese mismo año, un día de principios de la primavera, entró la República.
Aquello de que llegara la República me debió de causar casi la misma impresión que mi operación de anginas, porque lo recuerdo tan bien como si hubiera ocurrido ayer mismo. Era un martes por la mañana y yo estaba en el colegio. La hermana Etelvina nos daba clase de lectura con el Manuscrito, un libro impreso con caligrafías tan enrevesadas que parecían haberlas inventado a propósito para martirizarnos. Yo estaba de pie y leía aquello de «¡Papá, papá! -exclamó alborozado Serafín», cuando de pronto se abrió la puerta del aula y entró la hermana Carmen, que era la monja que nos daba clase de labores y música. Y venía sin resuello, como si hubiera subido corriendo las escaleras para avisarnos de que había niego.
– ¡Ave María purísima, madre! Vengo a llevarme ahora mismo a las niñas a la capilla. Lo manda la madre superiora.
– Pero ¿qué pasa, madre?
– ¡El rey! -dijo la hermana Carmen con grandes aspavientos-. ¡Lo han echado! Dicen que en la capital están prendiendo fuego a las iglesias y que se llevan a los sacerdotes y a las religiosas para… para…
Pero a la hermana Carmen la voz ya no le obedecía, y allí se quedó abriendo y cerrando mucho la boca, igual que los peces cuando saltan fuera de la pecera.