Aunque de todas las películas que vi, la que más me gustó fue una que pusieron en el Cervantes. Se titulaba Torzón de los monos y ocurría en la jungla africana. Aquella película era tan emocionante que mientras duraba se te olvidaban del todo las preocupaciones y los problemas. Por desgracia, no pude verla entera, porque mi madre y la tía Rosario empezaron a protestar y a decir que los artistas salían en cueros y que aquello era una vergüenza, y se empeñaron en que nos fuéramos cuando aún no habíamos visto ni la mitad.
12
Casi me muero del susto el día que apareció en casa mi tío Eliecer, ese hermano de mi padre que era sacerdote. Aunque el tío vivía en Cartagena, venía a vernos muy a menudo. Pero llevábamos ya semanas sin tener noticias suyas, y con todas las atrocidades que se habían cometido los primeros días de la guerra podíamos imaginarnos lo peor. Mi padre había movido todas sus influencias para localizarlo, y nada, como si se lo hubiera tragado la tierra. Hasta que un buen día, cuando menos lo esperábamos, llamaron a la puerta y resultó que era él. O, mejor dicho, no lo era.
Yo aún no había escarmentado después de lo que me pasó el día que vinieron a detener al tío Arturo, y fui sola a abrir la puerta. Y allí me encontré a un hombre alto y muy delgado que me miraba con cara triste. Iba vestido con un traje de pana y una gorra, y llevaba en la mano una vieja maleta atada con cuerdas. El hombre se quedó allí plantado sin decir nada, y yo me asusté mucho porque pensé que sería un mendigo o un ladrón. Intenté cerrar la puerta a toda prisa, pero él me lo impidió sujetándola con la mano. «¡Mi padre está en casa! -mentí-, ¡Váyase, que tenemos una escopeta!». Él me miró fijamente y me preparé para lo peor, cuando de pronto vi que se echaba a reír. «Pero Maruja -dijo-, ¿es que no me conoces? Si soy tu tío».
Yo nunca había visto a mi tío Eliecer sin su sotana y su sombrero, y menos aún con barba de tres días. También mi padre se le quedó mirando boquiabierto cuando llegó, aunque enseguida lo reconoció y corrió a darle un abrazo.
El tío nos contó que en Cartagena se habían hecho también muchas barbaridades, y que él había tenido que esconderse en casa de unos feligreses por miedo a que se lo llevaran preso o lo fusilaran. «Pero no quería pasar más tiempo comprometiendo a esa familia, así que cuando me pareció que las cosas se habían calmado un poco, pedí prestada esta ropa que llevo y tomé el tren para venir aquí con vosotros».
La cuestión era qué podíamos hacer con el tío, porque en nuestra ciudad, con sotana o sin sotana, lo iba a reconocer mucha gente. Al final, mi padre decidió que lo mejor sería que no se dejara ver, y se le ocurrió que podíamos subirle una cama y unos muebles a la cámara para que estuviera allí escondido en espera de que todo se calmara.
En mi casa había un corral muy grande con una higuera en el centro, y al otro lado estaba la escalera por la que se subía a la cámara, que quedaba aislada del resto de la casa. El lugar estaba lleno de trastos viejos y polvo, de modo que mi madre, la muchacha y yo tuvimos que emplear la tarde entera para adecentarlo un poco. Después mi padre y mi tío subieron una cama, una mesa y un par de sillas. Y allí se quedó mi tío el cura, que vestido de paisano tenía la misma pinta que tiene todo el mundo.
Los primeros días no salía nunca de su escondite, íbamos nosotros a verlo, a llevarle la comida y a hacerle un poco de compañía. Después, cuando vio que pasaba el tiempo y nadie venía a llevárselo, el tío tomó más confianza y empezó a salir al corral para estirar las piernas y tomar un poco el aire. Por último perdió el miedo del todo, y subía a casa para comer con el resto de la familia. Y los domingos decía misa en el comedor, de espaldas a nosotros. El aparador grande le servía de altar, con un gran crucifijo que mi padre tenía escondido en un baúl y el mantel bordado del ajuar de mi madre. Mi hermano Gabriel aprendió a ayudar en la misa. Mi hermano Paco también quería hacer de monaguillo, pero mi padre no le dejó, porque dijo que era un crío malísimo y que más valía «no tentar al diablo».
Debió de correr pronto la voz de que teníamos al tío escondido, pues empezó a recibir visitas. Venían a verlo parientes y amigos de la juventud. Incluso empezaron a frecuentar la casa otros curas. O al menos yo creo que eran curas, aunque venían vestidos de paisano. Pero tenían un aire asustado que los delataba enseguida, y eso por no mencionar su forma de hablar o de moverse. Llegaban a reunirse hasta 10 curas de paisano en nuestra cámara, y allí se quedaban toda la tarde haciendo tertulia y bebiendo copitas de mistela. «Ay, Señor -decía mi madre cada vez más preocupada-, con tanto visiteo parece que hayamos puesto un casino para curas. Cualquier día aparecen los milicianos y nos dan un susto». Pero mi padre se reía de su miedo y le decía que no se preocupara.
13
A mí me vino bien que el tío Eliecer estuviera en casa, porque ese curso ya no pude ir al colegio. Las monjas dominicas, como el resto de las congregaciones religiosas que había en la capital, salieron huyendo tan pronto como la ciudad volvió a manos de la República, y mi colegio había sido confiscado por las autoridades. Al cabo de poco tiempo iban a darle un fin muy distinto del que había tenido hasta entonces, pero aquel mes de septiembre permanecía todavía cerrado y silencioso, quizá echando de menos a los cientos de chiquillas que lo llenábamos de gritos y juegos durante el curso.
Al principio no sabían qué hacer conmigo, aunque pronto tomaron una decisión, porque yo al fin y al cabo era mayor y sabía todo lo que necesitaba saber una señorita: leer, escribir, un poco de bordado, las cuatro reglas y algo de cultura general. Con el tiempo, podría aprender también corte y confección, pero de momento lo mejor era que me quedara para ayudar a mi madre y a la Anica, que era la muchacha que servia en mi casa. Además, el tío Eliecer se aburría en su escondite de la cámara y se ofreció para darme lección durante algún tiempo. Así que todas las mañanas subía con él un par de horas para que me repasara la ortografía, la regla de tres y los ríos de España.
Mis hermanos también se habían quedado sin escuela: el dueño y director de su colegio era un señor muy de derechas que había sido concejal con la CEDA y que ahora estaba en la cárcel esperando juicio. Ellos eran chicos, y además mucho más pequeños que yo, así que estaba fuera de discusión que perdieran el curso. Al final, se decidió que fueran a la academia de don Julián, un pariente lejano de mi madre casado con una prima segunda suya, la tía Remedios.
La tía Remedios era una mujer buenísima, casi una santa, y digo esto porque una mujer cualquiera no habría podido vivir tantos años con aquel hombre. Cuando yo era pequeña y don Julián aparecía por mi casa, yo nunca quería salir a verlo, no fuera a darme un pescozón o un tirón de orejas sin ningún motivo, como era su costumbre. Mis hermanos le habían tomado un pánico cerval, y nada más oír en el vestíbulo su voz de ogro de los cuentos corrían a esconderse en el extremo más lejano de la casa. Pero ahora nada podían hacer para escapar de él, porque iban a tenerlo nada menos que de maestro. Habían caído directamente en sus garras.
Paco lloraba como una criatura el primer día que fueron a clase. «¡Nooooooo! -gritaba, cuando lo bajaban a la fuerza por la escalera-. ¡Yo no quiero iiiiiiiiiir, que don Julián es un asesinoooooooo!». Gabriel, en cambio, parecía más resignado con la desgracia que les había caído encima, como si la guerra no fuera ya bastante calamidad. Yo los miré marcharse agarrados de la mano de la Anica, y reconozco que me dieron mucha lástima.
A partir de aquel día mis dos hermanos tenían siempre un aire algo mustio, y a mí se me encogía el corazón cuando les oía hablar de las perrerías que don Julián les hacia a ellos y al resto de los desdichados alumnos de su academia. Me contaron que tenía reglas de varios tamaños para pegarlos, que las más pequeñas, finas y de madera dura, servían para atizarlos en la punta de los dedos o en la palma de la mano, y que las más grandes, del tamaño de tablones, las usaba para pegarlos en el culo cuando estaban de cara a la pared. Muchas veces, cuando las reglas no le parecían bastante, se quitaba la correa y azotaba a los niños con ella hasta que se le cansaba el brazo. También me contaron mis hermanos que don Julián se enfadaba por cualquier cosa, y que entonces se le ponía la cara roja y les gritaba como si estuviera loco mientras los llenaba de perdigones de saliva. Por si fuera poco, aquel energúmeno parecía tener un sexto sentido para adivinar qué era lo que más avergonzaba a cada uno de los niños, y siempre lo usaba para dejarlos en ridículo. Más te valía no ser tartamudo, ni gordo, ni bizco, porque antes o después don Julián iba a mofarse de tu defecto y a avergonzarte delante de los demás.