Recuerdo que una mañana fuimos con mi padre a tomar un refresco en la cafetería del Gran Hotel. Al salir, vimos a unos señores de uniforme sentados en una mesa, y nos dimos cuenta de que mi padre los saludaba quitándose el sombrero. Uno de ellos, un hombre de pelo blanco muy corpulento, le devolvió el saludo llevándose la mano al borde de su boina. «Ése era Marty -nos explicó mi padre al salir-, el jefe de las Brigadas. Los otros eran Gallo, Kleber, Luckas y el comandante Vidal. No os olvidéis de sus caras, porque esos hombres van a hacer historia». Han pasado muchos años desde entonces, pero parece que todavía puedo verlos allí sentados bebiendo café y hablando en idiomas que yo no comprendía. Algunos de ellos murieron en España y otros siguieron luchando en otras guerras que tampoco eran la suya, aunque quizá para los hombres como ellos todas las guerras eran la suya. Tal como mi padre me pidió, yo nunca he olvidado sus caras.
Apenas había pasado un mes desde la llegada de los primeros brigadistas cuando empezaron a llevárselos al frente de Madrid. Por entonces todos estábamos seguros de que la capital iba a caer, empezando por Azaña, Largo Caballero y los ministros, que habían decidido hacer las maletas y marcharse a Valencia con el Gobierno a otra parte. A mi padre aquello le pareció muy mal, y así se lo dijo al tío Arturo un día que vino a casa:
– Pero Eloy -dijo él, justificando como siempre las decisiones del Gobierno-, es normal que se trasladen a un lugar más seguro. Así la gente se dará cuenta de que la República sigue en pie aunque Madrid caiga, porque donde esté el presidente y su Gobierno, allí estará la capital de la República.
Pero mi padre no estaba demasiado convencido, y le dijo al tío que seguía sin parecerle bien que nuestros gobernantes, en lugar de dar ejemplo, salieran corriendo cuando mucha gente iba a quedarse a defender la capital a costa de lo que hiciera falta.
Y era cierto. Se contaba que en Madrid no había ya un solo político ni alto cargo. Atrás había quedado el general Miaja, con muy pocos soldados que ni siquiera estaban bien armados. Pero los acompañaban muchísimos milicianos del Ejército Popular, y también gente normal y corriente que no se lo había pensado dos veces antes de empuñar un fusil y marcharse a las trincheras de la Casa de Campo y de la Ciudad Universitaria. Yo no creo que aquellas personas estuvieran luchando por la República. Más bien pienso que luchaban por sus propias vidas, porque sabían que si los facciosos entraban en Madrid, no iban a dejar títere con cabeza.
El día que los brigadistas iban a salir hacia el frente, vino Dolores La Pasionaria desde la capital para darles ánimos. El acto fue por la tarde, en el parque, y mi padre nos llevó para que oyéramos hablar a aquella mujer tan famosa. La brigada (nos dijeron que era la número 11, aunque nunca supimos qué había sido de las otras 10) estaba formada al completo ante la tribuna. Ahora ya no tenían ese aspecto soñoliento y desastrado del primer día. Iban uniformados, estaban alerta y parecían soldados de verdad. La Pasionaria, en cambio, no daba la impresión de ser una dirigente comunista. Dolores era una mujer de mediana edad vestida de luto, y a mí me recordó a mi tía Rosario. Mi padre me había dicho que había sufrido mucho de joven, y la verdad es que su rostro tenía una expresión muy triste. Pero cuando empezó a hablar, nos dimos cuenta de que aquélla no era una mujer común, porque parecía que tuviera fuego en la voz. La Pasionaria habló de los facciosos que querían convertir a España en una cárcel, y dijo que había que pararlos a toda costa, aunque hubiera que sacrificar la propia vida, porque era preferible morir de pie que vivir de rodillas. Luego agradeció a los voluntarios de las Brigadas que hubieran venido a ayudarnos, y les prometió que su lucha no sería en vano, porque España era sólo la primera batalla, y si el fascismo era derrotado aquí, también lo sería en sus países de origen. Por último, exclamó: «¡No pasarán!», y todos coreamos su grito con mucho entusiasmo.
Después subió a la tribuna un hombre que había venido de Madrid con La Pasionaria, otro comunista que se llamaba Rafael Alberti. Mi padre me dijo que era un poeta muy famoso, aunque yo nunca había oído hablar de él, porque los únicos poemas que leíamos en el colegio eran sobre el Niño Jesús y la Virgen María. El señor Alberti pronunció unas palabras de agradecimiento y les deseó a los brigadistas suerte en el combate. Luego les leyó unos versos que había escrito para ellos. Los internacionales no entendieron una palabra y se miraban unos a otros como aguantando la risa, pero a mí me pareció un poema precioso, tanto que aún me acuerdo de cómo empezaba. Decía así:
Venís desde muy lejos… Mas esa lejanía
¿qué es para vuestra sangre que canta sin fronteras?
Después hablaba mucho de la muerte, pero no por eso me pareció un poema triste. Y mientras Alberti lo recitaba, a todos empezó a latirnos el corazón muy, muy deprisa, como si siguiera el ritmo de aquellos versos que resonaban como un tambor en un campo de batalla.
Aplaudimos hasta que nos escocieron las manos y levantamos el puño para cantar La Internacional, también mis hermanos y yo, que ya nos la habíamos aprendido a fuerza de oírla tantísimas veces, aunque seguíamos sin saber lo que significaba todo aquello de los «parias de la Tierra» y la «famélica legión». Los brigadistas cantaron cada uno en su propio idioma y se organizó un pequeño barullo con la letra, pero no importaba. Poco después desfilaron hacia la estación para tomar el tren que iba a llevarlos al frente, mientras la gente los ovacionaba desde las aceras y los balcones. Kleber iba con ellos y todos parecían muy contentos de marchar a la batalla. Pobrecillos. ¿Qué podían saber ellos del horror que los esperaba en Madrid?
La batalla por la conquista de la capital se estuvo librando durante dos meses, y en ese tiempo los nacionales y sus amigos italianos y alemanes atacaron Madrid con todas las bombas, tanques y aviones que tenían. Pero, tal y como nos había prometido La Pasionaria, no lograron pasar.
La alegría en la zona republicana fue inmensa, porque hasta ese momento habíamos pensado que sólo era cuestión de tiempo que se perdiera la guerra, y ahora veíamos que existía una posibilidad de parar a los facciosos. Quizá para despertarnos de nuestro sueño, poco después ellos tomaron la ciudad de Málaga, y los aviadores italianos se divirtieron ametrallando desde el aire a los que huían.
Creo que fue por los días de la batalla de Madrid cuando fusilaron a José Antonio Primo de Rivera. Mi padre nunca había dicho nada bueno sobre el jefe de la Falange, que estaba preso en Alicante desde antes de que empezara la guerra. Las pocas veces que hablaba de él lo llamaba siempre «el señoritingo» o «el hijo del dictador», y ya mencioné cuánto despreciaba al partido que aquel hombre había fundado y todo lo que significaba. Sin embargo, cuando mataron a José Antonio mi padre no se alegró en absoluto. Dijo que había sido algo infame y ruin, y que muchos iban a tener que pagar por aquella muerte absurda. «Ahora Franco ya no tiene quien le haga sombra -le dijo al tío Arturo-. Debe de estar dando saltos de alegría».
Mis hermanos y yo, en cambio, no entendíamos qué importancia tenía que hubieran fusilado a José Antonio. A fin de cuentas, en el frente morían hombres todos los días. Sin contar con que para nosotros todas esas muertes no eran del todo reales, pues siempre ocurrían en otro sitio. Recuerdo que asistíamos a los vaivenes de la guerra divertidos y emocionados, como si todo aquello fuera un juego. Oíamos hablar a los mayores, y luego abríamos el atlas de mi padre y deslizábamos el dedo sobre los nombres de los lugares donde habían tenido lugar las últimas batallas: el cauce del río Jarama, el pueblo de Brúñete, la ciudad de Guadalajara… Era escalofriante comprobar lo cerca que estaban ocurriendo esas cosas. A unos pocos cientos de kilómetros de nosotros, tronaban los fusiles y las ametralladoras, y los aviones dejaban caer su carga de muerte sobre ciudades que eran como la nuestra. Pero nosotros nos considerábamos a salvo, porque ya habían pasado muchos meses desde la «Semana Fascista» y se nos había olvidado el miedo de entonces. Vivíamos convencidos de que esas calamidades no podían ocurrir en nuestra ciudad. Pronto pudimos comprobar que nadie estaba a salvo por aquellos días.