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El primer bombardeo lo sufrimos al poco de acabar las Navidades, que ni fueron Navidades ni nada. Mi madre me había mandado al mercado acompañando a la Anica, la muchacha. Teníamos que estar allí desde muy temprano, pues enseguida se acababa lo poco que había y las colas eran ya tan largas que salían del mercado y cruzaban la plaza Mayor. Desde hacía unos días venían guardias para poner orden. Y es que, después de varias horas esperando turno para comprar, las mujeres se ponían nerviosas y empezaban a pelearse entre ellas. Que si «no, señora, a mí no me ha pedido usted la vez», que si «vaya una fresca, ¿pues no se quiere colar?», que si «fresca lo será usted, que una tiene muchísima vergüenza». En fin, lo de siempre, pero mucho peor por miedo a tener que volver a casa con la cesta vacía. El caso es que allí estábamos la Anica y yo, ya ni se sabe cuánto tiempo. Nos faltaba muy poco para llegar al puesto del pescado, cuando de pronto aparece un policía y nos dice a todas que salgamos pitando, porque hay una alarma aérea. Y la Anica, ni corta ni perezosa, le suelta que no señor, que servidora llevaba allí media mañana esperando en la cola, y que no se iba aunque se presentara el mismísimo Franco montado en el caballo blanco de Santiago y con toda la guardia mora detrás. El guardia la miró como si no creyera lo que estaba oyendo, y por fin le dijo a voz en grito: «¡Que van a bombardearnos, buena mujer, que se vaya usted a buscar refugio!». Entonces ella se asustó mucho y dio un chillido, y después me tomó de la mano y salimos las dos corriendo del mercado en medio de una estampida de mujeres con delantales y cestas bajo el brazo. «¡Ay, Virgencita mía del Carmen! ¿Y dónde vamos a meternos?», iba diciendo la Anica, porque ya se oían los motores de los aviones que se acercaban. Corrimos de un lado a otro buscando el refugio de un portal abierto, corrimos como un par de locas, pero parecía que todo el mundo hubiera cerrado a cal y canto sus puertas para no dejarnos entrar. Además, yo no sabía si escondernos en un portal sería suficiente. Nunca había sufrido un bombardeo aéreo, pero me imaginaba que aquello debía de ser algo peor que un chaparrón veraniego. Mientras, el rumor de los aviones se había convertido ya en un ruido como de truenos. «¡A casa!», -dije entonces-. «¡Vámonos a casa!».

El mercado no estaba lejos de mi casa, cinco minutos a buen paso, pero la Anica y yo llegamos en menos de tres, y eso que yo tenía que ir tirando de ella, porque a la pobre parecía que el miedo le hubiera paralizado las piernas. Mientras tanto, habían empezado a oírse las primeras explosiones a lo lejos. Primero sonaba una especie de silbido que se hacía cada vez más estridente, y luego el estampido de la bomba al explotar. Cuando ocurría esto, la Anica chillaba muy fuerte, y yo empezaba a temer que fuera a desmayarse y tuviera que quedarme con ella allí, en medio de la calle desierta, mientras los aviones soltaban sus bombas sobre nosotras. Pero al fin llegamos a mi casa, y por suerte el portal estaba abierto. Nada más entrar, mi madre apareció por la puerta del piso de abajo, que estaba alquilado a un comisario de policía. El comisario no estaba, como tampoco estaba mi padre, pero su mujer había subido cuando se oyeron los primeros aviones para decirle a mi familia que se podían refugiar en su casa, porque era más seguro estar en un piso bajo que en un principal. De modo que nos escondimos todos con la mujer del comisario y con su hija: mi madre y mis dos hermanos, que por suerte no habían tenido clase al ser sábado; mi hermana Angelita y su niñera María Luisa, la Anica y yo. Nos encerramos todos en un cuarto de baño que había al final de la casa, no sé muy bien por qué, quizá por si alguno de los chiquillos tenía que usarlo, o puede que pensaran que, al ser una habitación interior, sería más segura que las que daban a la calle. El caso es que allí estábamos los nueve, apretados como sardinas en lata, sentados sobre el suelo con la espalda apoyada en la pared. Nadie hablaba, pero se oía a las mujeres susurrar oraciones por lo bajo, hasta que mi madre se sacó un rosario del bolsillo del delantal y empezó a rezarlo para que todos nos uniéramos. Eso nos ayudó mucho, pues recitar una avemaría tras otra hacía que la cabeza se quedara en blanco y no pensáramos más en las bombas. Yo estaba sentada entre mis dos hermanos. Gabriel parecía tranquilo, como siempre, pero Paco temblaba como si tuviera una tiritona de fiebre. La nena, en brazos de María Luisa, se reía mucho, porque debía de parecerle muy divertido estar con tanta gente en aquel retrete, y a lo mejor pensaba que jugábamos al escondite. Hacía palmitas y quería bajarse para venir a jugar conmigo, pero yo no tenía ánimos para sostenerla y me quedé allí acurrucada tapándome los oídos con las palmas de las manos, porque no quería oír el ruido de los aviones, que se acercaba más cada segundo. En ese momento hubo un estampido tremendo y la casa se llenó con un estrépito de cristales rotos. La nena empezó a llorar, las mujeres también lloraban, y mi madre siguió rezando el rosario, elevando mucho la voz para cubrir el fragor de los motores. Mis hermanos se habían apretado tanto contra mí que casi no me dejaban respirar. Noté que Paco tenía los pantalones húmedos, y me imaginé que el pobrecillo estaría avergonzado. Así estuvimos otra media hora, sin atrevernos a salir de allí, hasta que por fin el ruido de los motores se apagó del todo y nos pareció que no iban a hacer más pasadas. «Gracias a Dios, gracias a Dios», decía mi madre. Todas las ventanas que daban a la calle habían reventado. Al subir a casa, encontramos el suelo del comedor sembrado de trozos de vidrio.

Mi padre llegó poco después hecho un manojo de nervios. El bombardeo lo había sorprendido mientras venía hacia casa y no tuvo más remedio que refugiarse en el sótano de la tienda de un cliente. Nos dio muchos besos y nos dijo que lo había pasado muy mal temiendo que algo nos hubiera ocurrido. Después nos contó que al final de la calle había caído una bomba, que una casa estaba hecha escombros y qué los edificios más cercanos habían quedado muy dañados. Ésa era la explosión que había hecho saltar los cristales de toda la calle.

Al día siguiente supimos por el periódico que en realidad el bombardeo había sido muy pequeño, que tan sólo tres aviones habían participado en él y que los muertos no llegaban a una docena. Apenas había 30 heridos. En fin, una tontería de bombardeo que casi no había asustado a nadie, un fracaso para los fascistas y una nueva demostración de heroísmo de la población civil. Eso decía el periódico. Pero yo pensaba en esas muertes absurdas, en el miedo de mis hermanos, en mi propio miedo mientras corría por la calle. Todas esas cosas eran tan reales como el dolor que debían de estar sufriendo los amigos y familiares de los muertos, por no hablar de los caídos en el frente, que ya eran innumerables, o de los fusilados, o de los presos. ¿Merecía de verdad la pena seguir resistiendo? ¿No era preferible que la República se rindiera y terminara el sufrimiento de una vez? Creo que muchos nos hacíamos las mismas preguntas, aunque nunca en voz alta, porque se corría el riesgo de ser acusado de derrotismo y acabar entre rejas. Sé que mi padre pensaba del mismo modo, y así se lo insinuaba a veces al tío Arturo, que no quería ni oír hablar del asunto. Según él, nuestro ejército estaba preparando una gran ofensiva, y Francia estaba a punto de abrir su frontera para que pudieran llegar armas para la República. Pero la gran ofensiva no llegaba nunca, y la República seguía casi indefensa frente a los fascistas, que cada día eran más fuertes con las armas y refuerzos que les mandaban desde Alemania e Italia.