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Después de aquel primer bombardeo hubo algunos más. La radio y el periódico se empeñaban en que habían sido ataques sin importancia, nada que ver con el tremendo castigo que estaba recibiendo Madrid y, por supuesto, inútiles para quebrar la altísima moral de la ciudadanía. Pero la pura verdad es que la gente estaba aterrorizada. Se instalaron alarmas antiaéreas por las calles para que todo el mundo pudiera buscar refugio con tiempo. Las farolas se apagaban a las ocho, y en las casas teníamos que cubrir las ventanas con paños gruesos o cartones para que la luz no se filtrara al exterior y pudiera ser vista desde el aire. Por las noches era como si la ciudad entera fuera tragada por las tinieblas. También empezaron a construirse refugios en el centro y en los barrios. Pero casi ninguno estaba terminado la noche del 19 de febrero del año 37, «la noche del Bombardeo» con mayúscula, como todo el mundo la llamaría después.

Empezó a las ocho y cinco, justo cuando las luces de la calle acababan de apagarse. Estábamos todos en casa. Mi madre preparaba la cena en la cocina y mi padre andaba enredado con papeles en su despacho. Yo jugaba al parchís con mis hermanos, porque desde que no me dejaban salir a la calle sola o ir a casa de mis amigas, cada vez pasaba más tiempo con ellos. Entonces oímos el aullido de las alarmas y fue como si la ciudad se llenara de monstruos que rugían. «¡Salid todos! -gritó mi padre desde la puerta-. Poneos encima algo de abrigo, que nos vamos a casa del tío Antonio». Mi tío Antonio, uno de los hermanos de mi madre, vivía muy cerca, en la siguiente esquina, y tenía una casa grande con sótano. Mi padre y él habían acordado que nos refugiaríamos allí en caso de que hubiera una alarma aérea.

La calle era un auténtico manicomio. La gente intentaba encontrar el camino de su casa en la oscuridad o buscaba un sitio donde esconderse hasta que la alarma hubiera pasado. Se oían gritos y llantos por todas partes. Una señora mayor se había caído y se lamentaba tendida en la acera, mientras los que corrían tropezaban con ella o la pisoteaban. Era apenas un bulto negro en mitad de la noche. Mi padre la ayudó a incorporarse y le dijo que viniera con nosotros. Ya se oía el motor de los aviones, y esta vez parecía más poderoso que nunca. «¡Entrad, deprisa!», nos dijo el tío Antonio desde la puerta de su casa.

El sótano era húmedo, estaba lleno de polvo y de trastos, y muy mal iluminado por una solitaria bombilla colgada del techo. Hacia frío allá abajo, y el tío Antonio nos dio mantas para poder aguantar hasta que pasara todo. Mis dos hermanos se acurrucaron de nuevo contra mí, como si de repente se hubieran vuelto niños muy pequeños. Mi padre protegía a mi madre con el brazo, ella tenía tomada a la nena, que lloraba muy flojito, porque ahora se daba cuenta de que aquello no era ningún juego. Había muchas más personas en aquel sótano, unas 20 o 25, entre familiares, vecinos y gente a quien el bombardeo había sorprendido en la calle. El rugido de los aviones era ya muy fuerte, como el de un tren que se aproxima a la estación. De pronto empezaron las explosiones. Algunas sonaban lejanas, otras tan cerca que la bombilla se balanceaba en el techo. El aire se llenó de polvo y algunos empezaron a toser. Entonces se oyó un estruendo enorme y las paredes temblaron como si la casa entera fuera a derrumbarse sobre nosotros. La luz de la bombilla osciló y después se apagó por completo. La oscuridad se pobló de gritos y de llantos. Pero después todo el mundo guardó silencio, y fue como si nos quedáramos a solas con nuestro miedo. A ratos, el ruido y el fragor se apagaban y pensábamos que ya había terminado todo, pero después volvían, siempre volvían, una y otra vez. Volaron más de 20 veces sobre la ciudad. Nos bombardearon con una saña que no habíamos conocido hasta entonces. Pasadas las cuatro de la mañana, pudimos salir por fin del sótano. Caminamos de vuelta a nuestra casa como sonámbulos, y dimos gracias a Dios cuando la encontramos todavía en pie. Al día siguiente nos enteramos de que había más de 80 muertos y 250 heridos. Las cuadrillas no daban abasto para retirar los escombros y rescatar a los que habían quedado atrapados. Muchos brigadistas se presentaron para ayudar en las tareas de rescate. De alguna de las casas alcanzadas por las bombas no había quedado ni una sola pared en pie. Otras sólo se habían derrumbado en parte, y mostraban ahora sus interioridades a la vista de todos. Parecían casas de muñecas: cada habitación pintada de un color distinto y los muebles ocupando todavía su sitio, como si estuvieran esperando el regreso de sus dueños. Se veían mesas-camilla y tazas de retrete, cuadros y retratos de parientes, y hasta camas deshechas con sus orinales debajo. Daba mucha pena y mucha vergüenza ver aquella intimidad expuesta a la vista de la gente, que se arremolinaba en grandes grupos frente a las casas alcanzadas por las bombas. Pero yo prefería pasar de largo sin mirar.

Ese mismo día mi padre decidió que nos fuéramos al campo hasta que hubiera pasado el peligro. Dicho y hecho, nos subió a todos en una tartana y nos llevó a La Higuera, la aldea de mi madre. Recuerdo que tardamos muchísimo tiempo en llegar, porque las carreteras estaban bloqueadas por gente que huía lo mismo que nosotros. Hacía un frío que cortaba el aliento, pero en el campo no volaban las bombas, como si la guerra y sus horrores fueran sólo cosa de las ciudades.

Tan sólo un par de meses después nos enteramos de que los mismos aviones que habían bombardeado nuestra ciudad habían atacado el pueblo industrial de Guernica, cerca de Bilbao. En los periódicos decían que la destrucción había sido absoluta, incomprensible. El horror fue tan enorme que hasta los gobiernos de otros países protestaron. Franco dijo que los propios milicianos vascos habían dinamitado la ciudad. Después, al ver que nadie lo creía, se disculpó diciendo que los jefes de la Legión Cóndor habían obrado por su cuenta, sin su consentimiento. Yo no pude evitar pensar que aún debíamos considerarnos afortunados de que los alemanes hubieran reservado sus mejores bombas para la desdichada Guernica.

Recuerdo que a mi padre le entristeció mucho enterarse de aquella atrocidad. Estuvo muchas horas encerrado en su despacho. Después, oí como le decía a mi madre: «Franco puede ganar esta guerra cuando quiera. ¿Por qué no acaba todo esto ya? ¿Es que quiere matarnos primero para poder mandar sin estorbos?».

Creo que mi padre tenía mucha razón. El día que Guernica fue destruida, todos supimos que estábamos condenados.

16

Nos quedamos en el campo hasta la Semana Santa que, igual que había pasado con las Navidades, ni fue Semana Santa ni nada. Resultaba muy raro que no hubiera oficios ni procesiones, porque uno se acostumbra a medir el tiempo por las fiestas, y cuando las fiestas desaparecen, es como si el tiempo no pasase y cada día repitiera el anterior. Precisamente durante el año 37 el curso de la guerra cambió de un modo que hizo esa impresión todavía más fuerte. Hasta ese momento parecía que las cosas ocurrieran muy deprisa y que todo fuera a terminar en un abrir y cerrar de ojos. Pero después del asalto a Madrid, la guerra pareció estancarse. Seguían llegando noticias de ofensivas, batallas y bombardeos, pero los frentes apenas cambiaron durante meses. Fue entonces cuando todos comprendimos que la guerra iba a ser larga, una larga y oscura pesadilla.

Como mi padre había dicho después de lo de Guernica, parecía que Franco no tuviera prisa por que aquello se acabara. Prefería ir despacio, tomarse su tiempo para fusilar y meter en la cárcel a la mayor cantidad posible de rojos cada vez que los nacionales tomaban una ciudad. Además, ahora tenía las manos libres para hacer las cosas a su gusto: el general Mola, que era el que más mandaba después de él, se había matado en un accidente de aviación. Nadie creía ya que Franco fuera a llamar al rey Alfonso de vuelta después de la guerra. Saltaba a la vista que él se pensaba ya por encima del rey. Más aún que eso: Franco estaba convencido de que Dios lo había enviado para salvar España.