Ella era muy guapetona, con su melena negra preciosa y sus ojos grandes y rasgados. Los hombres le hacían requiebros por la calle, y eso a mi me daba mucha vergüenza, aunque ella parecía acostumbrada y no hacía ni caso. También los brigadistas le echaban piropos, sobre todo los franceses y los italianos, que eran todavía peores que los de aquí, aunque por suerte no se les entendía casi nada. «Oye -le decía yo a María Luisa-, me parece que ese brigadista del bigote te ha dicho "bellísima"». Y ella se reía a carcajadas y me decía que apretara el paso, porque se nos hacía tarde para la comida.
Entonces fue cuando apareció Tom. Porque Tom nosequé (nunca pude recordar su apellido) era el nombre de un brigadista que se nos acercó una mañana de domingo, después de haber estado rondando alrededor de nuestro banco durante un buen rato, y nos pidió permiso por señas para sentarse con nosotras. María Luisa y yo nos miramos sin saber qué hacer. Pero de pronto ella se fijó en él y debió de verle cara de bueno, porque enseguida se movió para hacerle sitio a su lado: «Sí, claro, camarada, siéntese. Faltaría más». Yo me escandalicé un poco de que María Luisa fuera tan descarada, y por unos instantes estuve tentada de obedecer a mi madre y salir corriendo. Entonces miré al muchacho de reojo y me pareció muy joven y muy simpático, con su pelo rubio rizado y su piel pálida y llena de pecas, como los duendes de los libros de cuentos. Y sí, la verdad es que tenía una cara de buena persona que no podía con ella. Después, cuando empezó a hablar con nosotras, resultó ser además tan educado que me dije que la cosa no tenía importancia, aunque rogué que no pasara ningún conocido de mis padres que pudiera luego irles con el cuento.
Tom apenas hablaba español, pero por señas y con cuatro palabras sueltas que había aprendido se las arregló para explicarnos que era de una ciudad del norte de Inglaterra que se escribía «Liverpool» y se pronunciaba «livepuuul», alargando mucho la u. Nos contó que era minero de oficio y miembro del Partido Comunista inglés, y que se había enrolado en las Brigadas porque le parecía una vergüenza que el Gobierno de su país no hiciera nada para ayudar a la República española. Nos confesó también que estaba un poco harto de extraer carbón, y que tenía ganas de viajar y ver el mundo, aunque le habían dicho que España era un país muy cálido y luego había resultado que no, que lo habían engañado. «¡Cold, cold, brrrrrrl», decía Tom, haciendo como que tiritaba, y a nosotras nos hacía mucha gracia y nos moríamos de risa con él. Y a Angelita también le caía muy simpático, porque desde el primer día que lo vio siempre acudía para que la tomara y la sentara en sus rodillas.
El batallón de Tom estaba recibiendo instrucción en un pueblo cercano, pero él venía siempre que podía, y nosotras procurábamos estar sentadas en el mismo banco todos los domingos para que nos encontrara sin problemas. De todas formas, a mí no me pasó por alto la forma en que María Luisa y él se miraban, y decidí poner pretextos para no ir con ella, porque aunque me divertía mucho con Tom, pensé que era mejor dejarlos hablar sin estorbos.
Desde entonces María Luisa parecía estar siempre con la cabeza en otro sitio y te miraba como si no te viera. A veces salía de casa entre semana con cualquier excusa y luego tardaba mucho tiempo en volver. Mi madre tenía la mosca detrás de la oreja y se enfadaba mucho con ella, pero yo hice lo que pude para encubrirla. «Maruja -me confesó María Luisa un día-, Tom me ha dicho que cuando termine la guerra va a venir por mí y me va a llevar a Inglaterra para casarnos». Yo me alegré mucho por ella, y también lloré con ella cuando a Tom se lo llevaron al frente de Aragón.
Acompañé a María Luisa el día que fue a despedirlo en la estación, me di la vuelta mientras ellos dos se abrazaban y se besaban, y me puse muy colorada cuando Tom me dio a mí también un beso en la mejilla. Era muy alto, muy guapo y olía muy bien.
17
A finales del verano del 37 habían caído casi todas las ciudades que le quedaban a la República en el norte. Ya sólo resistían las poblaciones de las cuencas mineras de Asturias, donde Franco y sus regulares inspiraban pánico por aquello que pasó en el año 34; pero incluso éstas no tardarían en seguir el mismo camino que Bilbao y Santander. Por aquellos días fue muy comentada la tremenda batalla que se libró en Belchite, cerca de Zaragoza. Hasta entonces nadie había oído hablar de Belchite; por eso no pude entender que tantos soldados murieran por culpa de aquel pueblucho. Los periódicos dijeron que había sido un brillante movimiento estratégico de la República. Pero yo, que nada sabia de estrategia, sólo podía pensar en los muertos.
Acababa de cumplirse el primer año de la guerra, un aniversario que nadie celebró. Aquel verano yo pasé una temporada en el sanatorio del tío Arturo, que fue donde me operaron de anginas de pequeña. No es que estuviera enferma ni nada, sino que mis primas me invitaron a quedarme unos días con ellas. Los hijos del tío eran ya mayores, pero él había recogido en su casa a una hermana viuda que tenía dos hijas de mi edad. Se llamaban María y Piedad, y las tres congeniábamos muy bien. Por aquellos días la familia entera se había trasladado al sanatorio del tío, un gran caserón que estaba al final de la calle del Rosario, en el lugar donde acababa la ciudad y empezaban las huertas. Las monjas de la Caridad que lo atendían habían tenido que irse al principio de la guerra. El tío las había tenido escondidas en su propia casa hasta que pasó lo peor, y luego buscó la manera de que pudieran salir de la ciudad y llegar a la zona nacional. Ahora el sanatorio lo atendían entre las enfermeras y la familia del tío. Mis primas también echaban una mano, aunque la verdad es que no tenían mucho que hacer. A mí me encantaba que me invitaran a ir con ellas, porque así me libraba de trabajar en mi casa. «Pero madre, compréndalo, allí están agobiados de trabajo y las primas me han pedido que vaya para ayudarlas a cuidar a los enfermos», y con eso mi madre dejaba de refunfuñar. Yo no era del todo sincera, porque a los enfermos los cuidaba el personal del sanatorio y nosotras ni siquiera los veíamos. Pasábamos mucho rato en el patio o en el pabellón donde habían vivido las monjas, que estaba lleno de camas y que ahora teníamos para nosotras solas. A veces paseábamos por los caminos que bordeaban las huertas y nos adormecíamos un rato debajo de un árbol, mientras oíamos zumbar a los abejorros y las libélulas.
Pasábamos horas leyendo, sobre todo libros de Pearl S. Buck y de las Bronte, que escribían unas novelas larguísimas y emocionantes. Nos gustaba imaginarnos que éramos las tres hermanas Bronte, encerradas en su caserón del norte de Inglaterra en medio de un páramo azotado por el viento, y charlábamos sin parar sobre la pobre Jane Eyre, que era institutriz en una mansión donde había una loca encerrada, y los amores de Heathcliffy Catherine en Cumbres borrascosas. Pero de lo que más hablábamos era del tío Arturo y su querida. Porque el tío Arturo tenía una querida y todo el mundo lo sabía.
No es que el tío Arturo fuera un crápula ni un sinvergüenza. Si me paro a pensarlo, por aquella época a todo el mundo le parecía normal que los hombres de cierta categoría tuvieran una amante, a la que mantenían con casa y servicio doméstico incluidos. Recuerdo que era de lo más común oír por la calle: «Mira, mira. Por ahí va la querida de don Fulano». Esas cosas eran del dominio público, y supongo que las esposas engañadas eran las primeras en saberlo, pero ellas se hacían las tontas y todos vivían tan felices. Aunque el caso de la mujer del tío Arturo era distinto. La tía Pura estaba enferma desde hacía mucho tiempo; tenía una enfermedad terrible llamada «lupus canceroso» que hacía que el cuerpo entero se le llenara de llagas y úlceras. Yo no la vería más que media docena de veces, pues la pobre estaba siempre escondida en una habitación en penumbra, pero recuerdo que la primera vez me eché a llorar y estuve a punto de salir corriendo. La enfermedad de la mujer del tío era incurable y la estaba devorando poco a poco. Ya habían tenido que amputarle una pierna y se había quedado casi ciega. Creo que la pobre estaba tan amargada que casi no hablaba, pero el tío siempre fue muy bueno con ella: la trataba con mucho cariño, le llevaba regalos y todos los días le curaba él mismo las úlceras. Y eso a pesar de lo ocupado que estaba siempre, porque el tío no paraba en todo el día: cuando no estaba en alguna reunión de su partido, estaba pasando consulta, operando o visitando enfermos a domicilio. No es que quiera disculpar a mi tío Arturo, pero siempre pensé que en su caso lo de tener una amante estaba mucho más justificado que en otros.