Выбрать главу

Mientras tanto, las niñas ya nos habíamos olvidado del Manuscrito y estábamos todas de pie, dando saltos y chillidos, más excitadas por la novedad que asustadas por lo que pudiera pasar. Yo apenas sabía nada del rey, sólo que se llamaba Alfonso y que era un señor con bigotito a quien le encantaba vestirse de uniforme para salir en la portada del Abc. Mi padre siempre hablaba muy mal de él, así que yo no entendía qué importancia podía tener que hubieran echado al señor del bigotito, porque según mi padre no servía para nada. Lo de las iglesias ardiendo ya me inquietaba un poco más, igual que a la hermana Etelvina, que se había puesto muy pálida de repente y miraba a la hermana Carmen con cara de espanto.

– ¡Alabado sea Dios! ¿Pero qué me está diciendo, madre? ¿Quién ha echado al rey? ¿Quién está quemando las iglesias?

– Pues los anarquistas, o los rojos, o cualquiera de esos maleantes que quieren la República. ¿Qué sé yo? Las, niñas, venid todas conmigo, que la madre superiora lo manda.

De modo que nos fuimos todas detrás de la hermana Carmen, más contentas que unas castañuelas porque se habían interrumpido las clases, aunque algo asustadas ahora no fueran a venir esos hombres horribles que querían la República para prenderle fuego a la iglesia con todas nosotras dentro.

Al llegar no encontramos ni un banco libre, pues ya debían de estar allí todas las niñas del colegio. Estaban las mayores, que eran ya casi unas señoritas y tenían sus clases en el piso de arriba. Estaban incluso las gratuitas, a las que casi nunca veíamos porque las madres no las dejaban salir de su ala del colegio. Ni siquiera llevaban el mismo uniforme negro con cuello de encaje, tan elegante, que llevábamos las alumnas de pago, sino una especie de babero a rayas muy feo. Nos miraron al entrar y nos sacaron la lengua, y me acuerdo que aquello nos dio bastante miedo, porque sobre las gratuitas se contaban toda clase de historias. Mientras tanto, la madre superiora rezaba avemarías sin parar, pidiendo por el rey y por los curas y monjas de la capital, esos a los que se estaban llevando para hacerles algo tan terrible que ni siquiera se podía decir. Y ahora sí que estábamos todas asustadas, y algunas de las más pequeñas lloraban y decían que se querían ir a su casa.

Cuando llegó la hora de salir nos asomamos a la calle con mucha cautela, temiendo encontrarnos una horda de hombres malos de los que querían la República. Pero yo no vi nada extraño. Si acaso, que aquel día había ido mi padre a recogerme, aunque casi siempre venía mí madre o la muchacha. Y qué contento estaba. Si hasta parecía más joven. Recuerdo que me alzó hasta su cara como si yo fuera todavía una criatura, y me dio un beso tan grande que el oído me estuvo pitando un buen rato. Después, mientras regresábamos a casa, noté que caminaba con mucho brío, pisando muy fuerte y marcando el paso con el bastón, y cada dos por tres se detenía a saludar a algún conocido quitándose el sombrero. Durante el camino sí que vi en la calle algunas cosas fuera de lo común, como que la ciudad parecía más animada que de costumbre, que los bares estaban llenos, que la gente formaba grupos y que todos hablaban muy fuerte y parecían nerviosos. Nos cruzamos con una banda de música que iba tocando una marcha muy alegre, y mí padre me explicó que lo que tocaban se llamaba La Marsellesa, y que era a la vez el himno de Francia y de la libertad. Pasaban muchos coches, más de los que yo había visto nunca, y la mayoría hacían sonar el claxon. Los que iban dentro sacaban medio cuerpo por las ventanillas para poder agitar los brazos y lanzar vivas a la República. Otros hacían ondear una bandera distinta de la de siempre, tricolor, con una franja morada abajo. Y algunos cantaban a grito pelado una canción que decía que a los curas y a las monjas les iban a dar una paliza y no sé cuántas barbaridades más, y a mí me dio mucha rabia oírla, porque les tenía mucho afecto a las monjas dominicas de mi colegio y no quería que les pasara nada malo.

Cuando llegamos a casa, mi madre no estaba contenta, sino muy preocupada por todo aquel jaleo, y a mí me pareció que había estado llorando. Nadie hablaba durante la comida, pero mi padre destapó una botella de un vino que guardaba para una ocasión especial y se puso en pie para brindar. Y todo aquello era porque había entrado la República.

3

No puedo decir que la República cambiara mucho nuestras vidas. Aunque sí es cierto que desde aquel día mi padre empezó a recibir más visitas que antes. Venían por casa unos señores muy bien vestidos a los que yo no había visto nunca, y se encerraban en el despacho para hablar y fumar puros. En esas reuniones participaba también el tío David, que era el hermano mayor y socio de mi padre. Y el tío Arturo, el médico que me operó de anginas, que no era hermano de mi padre, sino primo, aunque quienes no los conocían los tomaban siempre por hermanos de tanto que se parecían. Ahora el tío Arturo se había convertido en un hombre importante. Recorría los pueblos en un coche muy grande, con chófer y escolta, para explicarle a la gente lo que era la República, y lo que era votar y a quién tenían que votar, y se rumoreaba que lo iban a nombrar gobernador civil. El caso es que el despacho de mi padre se había convertido en un lugar de reunión, que él parecía más ocupado y nervioso con aquello de la República y que cada vez tenía menos tiempo para mí.

Yo pasaba mucho rato en el cuarto de mi abuela viéndola hacer ganchillo, y alguna vez le pregunté qué le parecía todo aquel lío. Pero ella casi nunca me contestaba. Todo lo más dejaba la aguja quieta unos instantes y me miraba con una cara muy triste. Y después suspiraba y seguía tejiendo. Aunque una vez sí que contestó. Dijo algo así como que le preocupaba que su hijo se mezclara en política, porque iban a pasar cosas muy malas, y que si mi padre seguía metiéndose en camisa de 11 varas todos íbamos a sufrir las consecuencias. Y recuerdo que su voz sonaba lejana, como si me estuviera hablando desde el otro extremo de un corredor muy largo y oscuro.

Al final resultó que de todo aquello de las iglesias quemadas y de las palizas a los curas y a las monjas nada de nada. Precisamente mi padre tenía un hermano sacerdote, el tío Eliecer, que era párroco en Cartagena. Me acuerdo que el tío vino a vernos el verano del año que entró la República y yo tenía miedo por si se nos presentaba sin dientes o con un ojo morado. Pero me tranquilicé al verlo aparecer tan campante. Tampoco a las madres dominicas de mi colegio debió de pasarles nada, porque las clases siguieron igual que siempre y no se volvió a hablar de rojos ni de anarquistas. «Entonces, ¿lo de las iglesias quemadas era mentira?», me atreví a preguntarle un día a mi padre. Él me miró muy serio y me dijo que las niñas no debíamos preocuparnos por esas cosas, con lo que yo me olí que algo de verdad sí que habría en el asunto. Pero esas barbaridades ocurrieron en otros sitios, porque nosotros seguimos yendo a misa en la parroquia de San Juan todos los domingos sin notar nada raro. Y al año siguiente, en mayo, yo tomé la primera comunión, y recuerdo que la iglesia estaba preciosa y que olía a incienso y a flores.

Lo que sí ardió por aquellos días fue el negocio de mi padre y de sus hermanos. Tenían un almacén de paquetería, un local muy hermoso en pleno centro lleno de cajas que contenían botones, cintas, puntillas y bobinas de hilo. A mí me gustaba mucho ir allí para enredar entre las muestras, y me admiraba de que pudiera haber tantos tipos diferentes de botones, tal cantidad de formas y colores y tamaños. A veces me entretenía imaginando a qué tipo de persona correspondería cada uno de ellos: «Éste acabará en el vestido de una señorita joven y guapa», «Éste, en el chaleco de un señor gordo con muy mal genio que fuma en pipa», «Éste, en la guerrera de un militar». Otras veces me dedicaba a formar arco iris o banderas con los carretes de hilo, o me colgaba las puntillas como si fueran velos y me imaginaba que era una novia o que estaba tomando otra vez la primera comunión. El almacén tenía también un patio grande en el que entraban los carros con la mercancía, y a mí me gustaba asomarme para ver las mulas y para oír las conversaciones de los carreteros mientras descargaban, aunque mi padre se enfadaba cuando me encontraba allí, porque aquellos hombres soltaban unos tacos y unas barbaridades gordísimas, y mi padre decía que esas cosas no las debía oír una niña como yo. El encargado del almacén era mi tío David, el mayor de los hermanos. Mi padre, que era el que lo seguía, se ocupaba de la contabilidad. Y el tío Amador, el pequeño, era el que llevaba los muestrarios a las tiendas y viajaba a los pueblos, acompañado por el tío Antonio, que no era hermano de mi padre, sino de mi madre. (Sí, ya sé que todo esto es un lío, pero soy totalmente incapaz de recordar aquellos días sin verme rodeada de tíos, primos y familiares. Aquellos eran otros tiempos.)