A mí, como a la mayoría, la marcha de la guerra ya no me importaba ni poco ni mucho. Ahora había noticias todos los días, pero éramos como la gente que vive junto a la vía del tren: al principio el tren los sobresalta cada vez que pasa, pero luego se acostumbran y ni siquiera lo oyen. Eso nos ocurría a todos al cabo de un año y medio de la sublevación, o por lo menos a los que teníamos la inmensa suerte de vivir lejos del frente: la guerra se había convertido para nosotros en un rumor lejano, un ruido de fondo que nunca cesa, pero al que apenas se le presta atención.
Mi padre era el único que seguía las noticias a través de la radio y los periódicos. Todas las noches, como una ceremonia, encendía el enorme aparato Saba que había en el comedor y dedicaba un buen rato a girar los botones para localizar emisoras. El gran dial luminoso estaba lleno de nombres de ciudades: Madrid, Barcelona, Bilbao, París, Londres, Luxemburgo, Amsterdam… Pero lo más frecuente es que sólo se oyera la emisora local, o como mucho Radio Sevilla, donde un general faccioso llamado Queipo de Llano se entretenía contando vilezas sobre los rojos. Aquello deprimía mucho a mi padre. Por eso no sentí ninguna pena el día que mi hermano Paco decidió que el aparato de radio estaba muy sucio por dentro y se pasó un buen rato desmontándolo para más tarde descubrir que le sobraban la mitad de las piezas.
Además, aquel invierno del año 38 había otras muchas cosas de las que preocuparse. Por entonces escaseaba ya casi todo. Resultaba imposible encontrar pan blanco, y teníamos que contentarnos con pan de maíz o de cebada, que sabía a serrín y era tan basto que no había forma de tragarlo. La única carne que comíamos era la de los pollos o conejos que a veces nos mandaban de La Aldea. De allí nos traían también los huevos, aunque lo difícil era encontrar aceite para freírlos, porque el aceite, igual que el azúcar o el café, había desaparecido casi por completo de las tiendas. La única forma de conseguir estas cosas era comprarlas de «estraperlo», como ahora se llamaba al mercado negro que florecía a costa de la escasez. La Anica y yo teníamos que recorrernos media ciudad para encontrar legumbres o algo de verdura. Si éramos capaces de conseguir un poco de leche para la nena, volvíamos tan contentas como si nos hubiera tocado la lotería.
Y luego estaba el frío, porque no recuerdo haber pasado jamás tanto frío como aquel invierno. Mi casa estaba tan helada que ya no había ninguna diferencia entre el cuarto de la abuela y el resto de las habitaciones. El carbón y la madera se habían puesto por las nubes y había que reservarlos para cocinar. Al anochecer nos apiñábamos todos en torno a la mesa-camilla donde ardía el único brasero que podíamos permitirnos tener encendido. Y temíamos el momento de irnos a dormir. Desnudarse en esas condiciones era un suplicio. Y tampoco meterse en la cama consolaba mucho, pues las sábanas estaban tan frías y tan rígidas como una cosa muerta. Por la mañana, tras levantarnos entre tiritonas, nos lavábamos someramente con el agua helada de las palanganas. Después, al salir a la calle, debíamos poner mucho cuidado en no escurrirnos sobre los charcos que se habían congelado durante la noche. Teníamos las manos y las orejas cubiertas de sabañones, y ni siquiera con las más gruesas prendas de abrigo lográbamos combatir aquel frío que se aferraba a nuestros cuerpos y nos paralizaba. Es cierto que fue el invierno más frío que se recordaba desde aquel que se llevó a mi abuela María, pero yo siempre pensé que ese soplo helado no podía venir solamente del exterior, sino también de algún lugar dentro de nosotros mismos donde el miedo y la desesperación habían anidado durante meses. Bastaba con mirar a la gente por la calle, sus expresiones sombrías y furtivas, la forma en que la alegría había desertado de las caras, para darse cuenta de que, aunque el ejército de la República todavía resistiera, en nuestro fuero interno todos nos habíamos rendido tiempo atrás.
Aunque quizá no tenga derecho a lamentarme de la forma que lo hago, porque había otros muchos que estaban peor que nosotros. Se decía que en el frente de Aragón los soldados se estaban muriendo de frío. Pero no hacía falta ir tan lejos para ver calamidades. Nuestra misma ciudad se había llenado de refugiados. La mayoría había venido de Madrid huyendo del terror de los bombardeos. Otros procedían de Extremadura y Andalucía, donde los facciosos habían cometido las peores barbaridades. Familias enteras habían escapado dejándolo todo atrás; tan sólo se habían llevado con ellos el hambre y la miseria.
Las autoridades no sabían qué hacer con toda aquella pobre gente, así que todos teníamos que ayudar en la medida que podíamos. El Socorro Rojo había improvisado unos comedores para los más pequeños. Un día mi padre me dijo que hacían falta voluntarios con urgencia, porque los que atendían los comedores estaban desbordados. Le pedí permiso para ir a ayudar, y él me dijo que no esperaba menos de mí.
Era terrible ver el estado en que venían aquellas criaturas, y más para alguien como yo, que nunca había carecido de nada. Todos estaban desnutridos, y muchos nos llegaban medio comidos por la sarna y los piojos. No teníamos gran cosa para alimentarlos. Les dábamos gachas de maíz y arroz cocido. A veces, lentejas, a las que era casi imposible quitarles todos los bichos, de tantos que había. Las patatas y los boniatos eran recibidos como un manjar del cielo. Y también Rusia mandaba alimentos. Durante un tiempo tuvimos una carne en lata que los niños devoraban hasta dejar los platos relucientes, y eso que nadie supo jamás qué clase de carne era aquella que les mandaba el «camarada Stalin», porque las etiquetas de las latas estaban escritas en ruso (yo, por si acaso, ni siquiera la probé). Llegaban también grandes paquetes de galletas, y una pasta de berenjena que se untaba sobre pan negro y sabía a demonios, aunque nunca oí a un solo chiquillo quejarse.
Muchos de aquellos niños estaban enfermos de tantas privaciones que habían pasado. Pero sus enfermedades no eran sólo del cuerpo. Recuerdo a uno moreno y muy menudo que jamás hablaba. Obedecía todo lo que se le ordenaba, y cuando se le ponía un plato de comida delante lo apuraba sin rechistar, con movimientos mecánicos, igual que una máquina. Pero no había forma de sacarle una palabra. Si le hacíamos alguna pregunta, nos miraba con unos ojos enormes y ausentes, como si las emociones se hubieran apagado en ellos. Permanecía hora tras hora quieto en cualquier rincón, con el pulgar en la boca y la expresión vacía. Insistirle no servía de nada, y una vez que alguien quiso obligarlo a hablar, el chiquillo se tapó la cara con las manos y empezó a gritar como si lo estuvieran matando. Tanto gritó que tuvieron que encerrarlo hasta que se calmara.
«Dejadlo tranquilo -nos dijo un miliciano comunista que trabajaba en la evacuación de niños huérfanos-, que bastante tiene el pobre». Después nos contó que aquel niño venía de Málaga y que los facciosos habían fusilado a toda su familia cuando tomaron la ciudad. «Los mataron delante de él, después de reventarlos a culatazos y violar a su madre y a sus hermanas. Al crío lo encontraron vagando solo por los caminos, medio muerto de hambre. Nadie entiende cómo pudo salvarse».