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Miré al pobre chiquillo mientras la pena empezaba a abrasarme por dentro, intentando imaginar lo que habrían visto aquellos ojos enormes y ahora desprovistos de vida. Tanto horror, Dios mío, tanto horror. ¿Cómo podía haber en el mundo tanto horror?

Por entonces nos llevamos un susto grandísimo. A esas alturas de la guerra ya casi habíamos perdido el miedo a que al tío Eliecer fuera a pasarle nada.

Por eso, el día que llegó una carta con membrete oficial a su nombre casi nos da un ataque. Mi padre no sabía qué hacer ni a quién acudir para arreglar aquello, y mi madre se pasó todo el santo día repitiendo «ay, Señor, ay, Señor», y no la pudimos sacar de ahí. En la carta, le pedían al tío que se presentara en el Ayuntamiento de inmediato, sin más explicaciones. «Tranquilo -le dijo mi padre-, si fueran a detenerte ya habrían venido por ti. Esta misma tarde hablo con Arturo».

Al día siguiente, muy temprano, mi padre y el tío Arturo acompañaron al tío Eliecer al Ayuntamiento. Él caminaba entre los dos con la cara muy pálida, y antes de irse nos dio un beso a todos y nos pidió que rezáramos por él. Y eso estuvimos haciendo durante toda la mañana, porque tardaron muchísimo tiempo en volver. Casi me muero de la impresión cuando, al abrir la puerta, me encontré a un soldado muy alto plantado allí delante. Pero el susto fue mayor aún cuando me di cuenta de que aquel soldado no era otro que el tío Eliecer. El tío Arturo y mi padre venían detrás muy risueños,

«Lo han reclutado -nos explicó mí padre-; Pero el coronel nos ha asegurado que, en atención a su edad y su condición de sacerdote, no van a destinarlo al frente». Y así ocurrió. Ahora el tío se ponía su uniforme todas las mañanas y se marchaba a hacer la instrucción, y luego acudía a las oficinas de Intendencia, que estaban en el colegio de los Escolapios, donde trabajaba mecanografiando listas e informes. El uniforme de soldado de la República le sentaba casi mejor que la sotana, y a él se le veía casi orgulloso de llevarlo. Desde ese día el tío estuvo activo y mucho más animado. Seguía diciendo misa en nuestra casa todos los días, pero ya casi nunca se acordaba de confesarnos.

En julio del 38, cuando parecía que el final de la guerra era cosa de pocas semanas, el ejército de la República cruzó el río Ebro y atacó a los nacionales con todas las fuerzas que le quedaban. Nadie contaba ya con aquella última ofensiva a la desesperada, y creo que tampoco nadie se alegró, porque sabíamos que lo único que se iba a conseguir con aquello era prolongar la agonía. Todos los brigadistas que quedaban en la ciudad fueron trasladados al frente en pocos días. Resultó muy extraño volver de pronto a la calma de antes, acostumbrados como estábamos a cruzarnos a diario con aquellos bulliciosos extranjeros de uniforme. La ciudad entera se echó a la calle para decirles adiós. Igual que cuando llegaron, hubo un acto multitudinario y muchos discursos rimbombantes. Después los aclamamos mientras desfilaban por las calles principales. Pero luego se montaron en trenes y camiones y se marcharon, mientras nosotros nos quedábamos atrás notando un vacío y una tristeza muy grandes que ya no se disiparon.

Durante los últimos meses, María Luisa había recibido carta de Tom casi todas las semanas. El novio inglés de nuestra niñera había combatido en Belchite y en la toma de Teruel. En su disparatado español le decía a María Luisa que la guerra no era heroica ni romántica, como él esperaba. Le contaba que había visto cosas terribles que le habían hecho desear no haber venido nunca a España, que nadie lo había preparado para tanta atrocidad, y que estaba deseando que todo acabara de una forma o de otra para poder ir a buscarla y llevarla a su país. También le decía otras cosas muy bonitas y muy íntimas, y yo me moría de vergüenza al tener que leérselas, porque la pobre María Luisa no sabía leer. Nos daba mucha risa la forma que Tom tenía de escribir, y algunas cosas las teníamos que repetir tres o cuatro veces antes de encontrarles sentido, como aquello de: «Mi amar mocho a tu y mirar adelante viendo a tu de nuevo», que era la frase con la que Tom terminaba todas sus cartas.

María Luisa lloraba sin parar mientras yo leía, sobre todo cuando Tom le hablaba de todos sus compañeros muertos y de las muchas calamidades que estaban sufriendo en el frente. Después introducía la carta en el sobre y la estrujaba contra su cara para cubrirla de besos antes de guardarla junto a las otras. «Ya falta poco para que la guerra termine -le decía yo para animarla-. Verás como en un santiamén estáis otra vez juntos».

Pero no fue eso lo que ocurrió. Un día llegó otra carta para María Luisa, pero la letra no era la de Tom. Ella se dio cuenta, y mientras me la entregaba para que se la leyera, noté que la mano le temblaba y que su cara estaba desencajada de miedo. La carta iba firmada por un compañero de Tom, también inglés, y era muy breve. Decía que el pelotón al que ambos pertenecían había sido atacado por aviones alemanes mientras tomaba una posición enemiga cerca de Gandesa, en la provincia de Tarragona. Muchos de sus compatriotas habían caído, Tom entre ellos, herido en el vientre por un trozo de metralla. El muchacho había muerto desangrado en un hospital de campaña, pero antes le había rogado a su compañero que escribiera la carta que ahora tenía yo en las manos. «Dile a María Luisa que la quiero con toda mi alma y que siento mucho no poder llevarla a Liverpool conmigo», fue lo último que dijo. Ella lloró hasta que no le quedaron más lágrimas. Las dos lloramos, porque también yo me moría de pena. Desde entonces he pensado muchas veces en aquel muchacho inglés, muerto por una causa perdida en un país que no era el suyo y cuya única recompensa fue una tumba anónima junto al río Ebro.

En noviembre el ejército republicano estaba deshecho y los nacionales tenían las manos libres para conquistar lo que quedaba de la España republicana, a la que sólo el miedo a las represalias mantenía en pie de guerra. A finales de febrero del 39 había caído toda Cataluña, y se decía que solamente en Barcelona habían fusilado a miles de personas. Azaña, Negrín y los ministros habían partido hacia el exilio. Los soldados de nuestro ejército se rendían a los vencedores o intentaban cruzar la frontera de Francia. Muchos regresaron a sus pueblos para reunirse con sus familias, pero también los hubo que se echaron al monte y se negaron a rendirse, aun sabiendo que la guerra estaba definitivamente perdida. Se contaba que por las carreteras que llevaban a los pasos fronterizos avanzaba un lento río de refugiados, miles y miles de personas que, cargadas con sus enseres y con su miedo, huían despavoridas de la ira de los vencedores. En cuanto a nosotros, ya sólo nos quedaba esperar.

19

La guerra duró dos años y medio y a la vez duró una eternidad. O al menos ésa era la sensación que yo tenía, quizá porque era aún una cría y es sabido que para los niños el tiempo pasa despacio. Sí, fueron sólo dos años y medio. Y sin embargo, cuando me quedo a solas y repaso lo que ha sido mi vida, me doy cuenta de que la inmensa mayoría de mis recuerdos son de aquellos días, como si la guerra me hubiera arrebatado todo lo demás. Y lo que me viene siempre a la memoria es una sucesión de cosas oscuras: la oscuridad del pan negro, la oscuridad de las calles cuando las farolas se apagaban por miedo a los ataques aéreos, la oscuridad del sótano de mi tío Antonio aquella noche en que las bombas estuvieron cayendo hasta la madrugada, la oscuridad que crecía en los rostros y en los corazones.

Muchas veces, durante aquellos primeros meses del año 39, yo pensaba en mi mala suerte al haberme tocado crecer en el peor de los tiempos, en un país que agonizaba de aquella manera dolorosa y atroz. «¿Qué va a ser de nosotros? -me preguntaba, mientras el ejército de Franco estrechaba el cerco-. ¿Va a parecerse nuestra vida en algo a la de antes?». Pero, por mucho que intentara mirar hacia el futuro, lo único que veía ante mí era un largo y negro túnel sin la menor insinuación de luz al otro extremo.