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A mi padre lo escondieron en una alcoba que tenía dos puertas. La principal la cubrieron con un gran armario, y por la otra, que daba a un oscuro pasillo, le llevábamos la comida y todo lo que necesitaba. Yo sabía que aquel escondite no iba a engañar a nadie, que cuando se presentaran a buscarlo lo iban a encontrar sin ninguna dificultad. Pero aún seguía, como todos nosotros, aterrándome a aquella ínfima esperanza de que no vinieran nunca por él y nos dejaran seguir con nuestra vida de antes.

Creo que fue por aquellos días, mientras teníamos a mi padre escondido, cuando pusieron las cartillas de racionamiento. La escasez era tan enorme que para conseguir comida ya no bastaba con poder pagarla, y tuvieron que empezar a racionar lo poco que había. Las cartillas eran unos talonarios con cupones que había que recoger en las oficinas de Abastos, porque sin ellos no se podía comprar alimentos. Había una por familia, y era obligatorio llevarla siempre a la tienda de ultramarinos que te habían asignado. Allí te daban la ración que te tocaba para la semana: tanto de pan, tanto de lentejas, tanto de boniatos… Entonces te sellaban los cupones que habías gastado y con eso debías arreglarte hasta la semana siguiente. Si no tenías bastante, la única solución era ir al estraperlo. Los estraperlistas tenían ya sus locales fijos, que eran como tiendas, sólo que había de todo y no tenían escaparate ni anuncios en la puerta. Cobraban lo que les parecía, porque sabían que la mayoría de la gente no tenía otra alternativa para no morirse de hambre. Ahora se comían cosas que antes de la guerra se tiraban a la basura: las mondas de las patatas, las pieles de plátano, las cáscaras de cacahuete… Las algarrobas, que antes se las daban a los cerdos, se habían convertido en el alimento principal. Hasta el chocolate se hacia con algarrobas, aunque aquello ni era chocolate ni se le parecía. De pronto la ciudad entera se llenó de mendigos, y no se podía salir a la calle sin que te salieran al paso media docena de personas para pedirte limosna: «Señorita, una caridad». Y a muchos se les veía la vergüenza en la cara, porque hasta que vino la guerra a destrozarles la vida eran gente normal que mantenía a su familia con su trabajo. Se murmuraba que los bares del barrio chino estaban Henos de mujeres que tenían que prostituirse para mantener a su familia. Y mientras ocurrían estas cosas, los estraperlistas nadaban en la abundancia, y también los funcionarios del nuevo régimen gracias a los sobornos que cobraban por hacer la vista gorda. Aunque por entonces yo aún no sabía nada de todo esto. Lo único que yo sabía era lo mal que lo estábamos pasando y el miedo que teníamos, y me preguntaba qué habría sido de nosotros si no nos mandaran comida de vez en cuando, porque con la cartilla no nos llegaba para nada. Y todo eso nos pasaba por ser la familia de un rojo.

El día del Corpus mi madre nos dio permiso a mis hermanos y a mí para ir a ver la procesión. Vinieron también mi hermana Angelita y María Luisa, la niñera, que aún lloraba todos los días en secreto a su brigadista muerto. Estuvimos esperando un buen rato bajo el sol hasta que pasó el Santísimo Sacramento. Abriendo la procesión desfilaba una centuria de falangistas al son de las trompetas y los tambores, y detrás venían los jefes provinciales del Movimiento, con sus chaquetas blancas y sus condecoraciones, sus yugos y sus flechas. También los militares y unas señoras con teja y mantilla que eran sus esposas. Y en medio de tantos uniformes, la pobre Custodia, que parecía que se la llevaran presa. Yo la miré muy fijamente, casi desvanecida bajo el ardiente sol del mediodía, y le rogué a Dios que no le pasara nada a mi padre y que permitiera que las cosas volvieran a ser como antes, cuando vivíamos tranquilos y en paz con todo el mundo, y él no tenía que esconderse como si fuera un bandido.

A la hora de comer, cuando volvimos a casa, nos extrañó mucho encontrar la puerta abierta, y más aún la agitación que se oía desde dentro. Se había reunido allí la familia al completo y todos tenían la misma cara que el día del velatorio de mi abuela. Mi madre sollozaba abrazada a su hermana Rosario. «¿Qué ha pasado?», pregunté, aunque adivinaba cuál iba a ser la respuesta. Oí de pronto una exclamación ahogada que venía del despacho y acudí a ver qué ocurría. Mis dos hermanos miraban allí asombrados un cartel que alguien había fijado con chinchetas en la pared, sobre el escritorio de mi padre. Lo miraban igual que si fuera una aparición, aunque en realidad era sólo una gran fotografía del Caudillo, como ahora llamaban al general Franco. Yo también me quedé embobada, con la vista fija en el cartel y sin entender qué sentido tenía todo aquello, qué habíamos hecho nosotros para merecernos aquel dolor. «Por favor -empecé a rogarle al hombre de la fotografía sin darme cuenta-, mi padre es una buena persona, no lo naga usted daño». Él me devolvía la mirada y guardaba silencio, y durante un instante me pareció sorprender una sonrisa torcida en su cara.

21

Mis padres se conocían desde siempre. Y no lo digo por exagerar, porque resulta que ellos dos eran primos hermanos, y para poder casarse tuvieron que pedir una dispensa eclesiástica. Según me contó mi madre, todo el mundo les decía que no lo hicieran, que las bodas entre primos eran pecado y que Dios los castigaría haciendo que los hijos les nacieran tontitos. Pero a Dios no debió de parecerle muy mal su matrimonio, ya que ni yo ni mis hermanos salimos más tontos que la mayoría de la gente, y la única cosa que nos distinguía de los demás era tener dos apellidos iguales. Mis padres habían pasado toda la vida juntos, y ahora tenían que separarse por primera vez de aquella forma tan espantosa. Creo que el mismo día que se llevaron a mi padre detenido mi madre empezó a hacerse vieja. De la noche a la mañana la vimos encanecer y encorvarse. Vimos cómo empezaba a vestir de negro, igual que una viuda, y cómo ya nunca le apetecía salir a la calle porque le dolía esto o aquello, o sencillamente porque no estaba de humor para nada. También fue ese mismo día cuando yo me convertí de sopetón en una persona adulta, una mujer de casi 16 años con tres hermanos pequeños, una madre que no paraba de llorar y un padre que estaba encerrado en la cárcel por rojo.

Aunque la verdad es que no lo llevaron a la cárcel desde el principio. La primera noche la pasó en los calabozos del Ayuntamiento, donde encerraban provisionalmente a todos los recién detenidos; después, supongo que mientras lo hacían sitio en la cárcel, lo trasladaron al sótano de un caserón confiscado que no estaba lejos de donde vivíamos. Fueron el tío Antonio y el tío Miguel quienes nos contaron estas cosas, porque a mi casa jamás vino nadie a dar explicaciones ni llegó una sola carta oficial. Recuerdo que el mismo día que lo detuvieron intentamos verlo en el calabozo y no nos dejaron pasar. Había allí un guardia muy gordo que nos miró con un desprecio enorme, como si fuéramos la madre y la hija de un criminal peligroso. Luego nos echó con cajas destempladas, «porque los detenidos estaban incomunicados y no se les podía ver».

Mi tío Antonio, que tenía conocidos en Falange, tuvo que pedir algunos favores para que nos dejaran visitarlo. Habían pasado por lo menos 10 días desde el Corpus, y lo único que mi madre hacía era llorar y preguntarse qué iba a ser de nosotros sin mi padre. Casi tuve que gritarle para obligarla a reaccionar. Por último, pusimos algo de comida dentro de una cesta y nos fuimos a verlo.

La casa donde lo tenían era un viejo edificio de dos pisos, con una fachada sombría y casi desmoronada por la humedad. El principal había sido habilitado como oficina, por lo que había muchos escritorios para los policías y falangistas que trabajaban allí. Mi madre y yo, muertas de miedo, fuimos hacia un mostrador de madera y nos quedamos esperando en medio del humo del tabaco y el estrépito de las máquinas de escribir. Y mientras, aquellos hombres hablaban a gritos y fumaban, y nadie parecía hacernos ningún caso. Por fin, cuando llevábamos allí más de media hora sin atrevernos a abrir la boca, un hombre de uniforme se acercó a! mostrador y nos espetó: «¿Qué tripa se os ha roto a vosotras?».