– ¡Que te pares he dicho! -oí gritar de pronto. La voz había sonado a mi espalda como un ladrido.
El guardia se acercó a mí.
– ¿Dónde te crees tú que vas?
Intenté contestarle, pero la larga carrera me había dejado sin aliento y durante unos segundos no pude articular palabra.
– Van… a juzgar… a mi padre -pude decir por fin entre jadeos.
– ¿Y qué hay en la cesta?
Le expliqué que era la comida que le llevaba a la cárcel todos los días.
– La comida me la puedes dejar a mi -dijo el guardia-, porque igual a tu padre ya no le va a hacer falta.
– ¡No! -contesté, aferrando el asa de la cesta con las dos manos-. Es para mi padre.
El guardia se encogió de hombros y me indicó que podía seguir.
La sala del tribunal era muy grande y muy bonita, con mármoles y relieves de color dorado. Detrás del juez estaba la nueva bandera bicolor con el águila y una gran foto de Franco. Entré con mi cesta, intentando llamar la atención lo menos posible. De todos modos, había tanta gente que difícilmente se habría fijado nadie en mí. Busqué en vano un sitio para sentarme, porque entre la carrera y el miedo las piernas me temblaban. Al final tuve que contentarme con apoyar la espalda contra un trozo libre de pared. El calor y el gentío me provocaron una enorme sensación de ahogo. Noté todo mi cuerpo empapado en sudor y temí desmayarme, de modo que procuré respirar hondo para recuperar la serenidad.
Yo no tenía forma de saber si mi padre había sido juzgado ya. Tampoco comprendía del todo lo que estaba ocurriendo, ni pensaba que un juicio pudiera celebrarse con tanta rapidez. Los presos entraban en grupos de 10 o de 15, todos esposados y custodiados por guardias. Los hacían sentarse en dos grandes bancos que había ante la mesa del juez. Entonces el secretario leía un nombre en voz alta y el preso correspondiente tenía que ponerse en pie. Lo que seguía era visto y no visto. El secretario leía los cargos con tanta rapidez que resultaba casi imposible entender lo que decía. A continuación, el fiscal pedía que el acusado fuera declarado culpable, y el juez, con gesto aburrido, condenaba al preso y dictaba la pena. Todo eso no duraba mucho más de cinco minutos. Estuve presenciando aquello durante dos horas, y en todo ese tiempo no oí ni una sola absolución. La mayoría de las condenas eran de cárcel, pero se dictaron también muchas penas de muerte. Algunas veces, cuando esto pasaba, el preso caía desfallecido o se oían gritos y súplicas en la sala hasta que los guardias sacaban a empellones a los familiares.
Cada pena de muerte minaba un poco más mis fuerzas, hasta que estuve segura de que ya no podía aguantar más aquel horror. Me disponía a salir de allí cuando, con el siguiente grupo de presos, trajeron a mi padre dentro de la sala. Y entonces ocurrió un milagro, porque aunque yo estaba en el último rincón, escondida detrás de toda la gente que abarrotaba aquel lugar, mi padre se dio cuenta de mi presencia y se quedó mirándome con los ojos como platos. Su sorpresa al verme allí debió de ser muy grande, porque tuvieron que empujarlo para que se sentara. Y después todo era girarse para buscarme, como si no pudiera creerse que su hija hubiera ido allí sola para presenciar su juicio. Yo le sonreía y asentía con la cabeza para intentar tranquilizarlo, pero mi propio miedo era tan grande que los dientes me entrechocaban y llegué a temer que los que había cerca de mí oyeran el ruido. Empezaron otra vez los juicios, y mientras tanto cerré los ojos y recé para que al menos no lo mataran, pues por entonces ya sabía que no iban a declararlo inocente. Oía las voces del secretario y del fiscal como un zumbido distante, y después la voz del juez me sonaba como un pistoletazo mientras dictaba una pena de muerte tras otra. Todos los presos del grupo de mi padre estaban siendo condenados a muerte, y él hacía el número 11.
Cuando oí pronunciar su nombre, abrí los ojos y presté toda mi atención a lo que se decía, pues quería mantener intacto aquel recuerdo durante el resto de mi vida. El secretario seguía leyendo a toda velocidad, pero incluso así me las arreglé para enterarme de que mi padre estaba siendo acusado de haber militado en un partido de izquierda, de defender ideas peligrosas y de haber celebrado reuniones en su domicilio con elementos significados del Frente Popular. Dijeron que mi padre había contribuido a «propagar la subversión roja», y lo acusaron de haberse opuesto al «Glorioso Alzamiento Nacional». También mencionaron varias veces su relación de amistad y parentesco con el «conocido rojo y masón Arturo Cortés, huido de la justicia», como si ése fuera el peor crimen del que podían acusarlo. Todo eso dijeron de mi padre, mi pobre padre, quien jamás en su vida le había hecho daño a nadie. En esos momentos empezaron a zumbarme los oídos y dejé de entender lo que decían. No pude enterarme de la petición de pena del fiscal. Sólo cuando empezó a hablar el juez comprendí claramente la palabra culpable. Después lo oí condenar a mi padre a 12 años y un día de cárcel. Entonces noté que me estaba ahogando, porque llevaba mucho rato conteniendo el aliento. Mi suspiro de alivio fue tan grande que debieron de oírlo en toda la sala, y yo casi me muero de vergüenza al ver que mucha gente se había vuelto hacia mí y me miraba.
En mi casa no querían creer que el juicio de mi padre se había celebrado ya y que yo había estado presente. Me dijeron que lo había soñado todo, y hasta que el tío Antonio no fue al juzgado y volvió con una copia de la sentencia, no se dieron cuenta de que les estaba diciendo la verdad. «Pero si no nos han dejado llevar a nadie a declaran), se lamentaba mi madre. Pero el tío decía que eso no importaba ahora, y que las influencias que habían movido debían de haber dado resultado, porque la sentencia podía haber sido mucho peor. Mi madre lo miraba sin acabar de comprender, tal vez preguntándose qué podía haber peor que pasar 12 años sin su marido. Pero yo, que había estado en el juicio de mi padre y en muchos otros, sabía que realmente podíamos considerarnos afortunados.
Las tres o cuatro veces que vimos a mi padre durante el mes siguiente se convirtieron en una larga despedida, pues sabíamos que muy pronto se lo iban a llevar a otro sitio. Él parecía tranquilo y conforme con su suerte. Nos pedía calma y nos aseguraba que todo se iba a solucionar antes o después. A mí me decía una y otra vez que ayudara a mi madre en todo lo que pudiera y que cuidara de mis hermanos. Y yo, como siempre a grito pelado, le contestaba que sí, que no se preocupara de nada, que cuando lo soltaran se iba a encontrar todo igual. Y después le decíamos que lo queríamos mucho y nos echábamos a llorar sin ninguna vergüenza, porque nos habíamos acostumbrado a hablar con mi padre rodeadas de personas extrañas.
Y llegó septiembre. Aquel año se celebró la primera Feria desde la del año 36, aquella «Feria de la Libertad» en la que aprendimos a cantar La Internacional. Entonces las fiestas no habían sido alegres, como tampoco lo fueron ahora, porque la gente no podía olvidarse de su hambre ni de sus familiares presos, ni de todos los muertos y el dolor que la guerra había dejado a su paso. La cabalgata de apertura la encabezaban enormes carteles de Franco y José Antonio, y detrás de ellos desfilaron centenares de falangistas en apretadas filas. Parecía que de pronto nuestra ciudad se había vuelto la más fascista de toda España, como si hubiera que purgar los muchos pecados cometidos durante la guerra.
Por entonces supimos que los alemanes acababan de invadir Polonia y que los ingleses y franceses les habían declarado la guerra. Hitler tenía por fin e! enfrentamiento que andaba buscando desde hacía tanto tiempo, pero aquí nadie quería saber nada de nada, que bastante habíamos tenido con el nuestro. Y eso por no hablar de la paz de Franco, que estaba siendo todavía peor.