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Justo después de aquella Feria que tan poco disfrutamos fue cuando se llevaron a mi padre. Nos enteramos por casualidad, y tuvimos el tiempo justo para acudir a la estación para decirle adiós. Los presos estaban ya en el andén, todos con los grilletes puestos y apiñados junto al gran montón que formaban sus macutos. El guardia a quien pedimos permiso para despedirnos de mi padre debía de ser un buen hombre, porque lo dejó separarse del grupo para hablar con nosotros. Después de besarnos a todos, mi padre nos contó que se lo llevaban a un pueblo de Badajoz que se llamaba Castuera, donde habían construido un campo para presos republicanos como él. «Sed fuertes -nos dijo-, que antes de que os deis cuenta ya estaré de vuelta». A mis hermanos les pidió que estudiaran mucho y nos obedecieran, y recuerdo que Angelita lloró cuando mi padre se agachó para darle un beso, porque era aún muy pequeña y lo extrañaba después de no haberlo visto durante tantos meses. El estaba haciendo un esfuerzo enorme por mostrarse entero y confiado ante nosotros, pero no podía evitar que los ojos le relucieran y el labio inferior le temblara. La campana anunció que el tren estaba a punto de llegar, y los guardias obligaron a mi padre a tomar su macuto y formar una fila con los demás presos. Poco después, todos agitábamos frenéticamente las manos mientras lo hacían subir a un vagón y desaparecía de nuestra vista. Yo había estado aguantándome las lágrimas todo el tiempo, porque ya me consideraba una mujer y quería darles a mis hermanos ejemplo de fortaleza. Pero en aquel momento, mientras veía cómo el tren se llevaba a mi padre lejos de nosotros, no pude contenerme más y me lancé hacia los brazos de mi madre para llorar.

23

A principios del siguiente otoño mis hermanos hicieron el examen de ingreso para el instituto. Paco había cumplido 10 años y le tocaba por edad. A Gabriel, que tenía 12, la guerra le había hecho perder los dos cursos que el instituto había permanecido cerrado. Los dos aprobaron sin problemas. Daba gusto verlos la mañana que fueron a clase por primera vez, con sus trajes grises, sus corbatas y sus chalecos azul marino de punto, tan repeinados y guapos como dos soles. Gabriel iba muy serio, sosteniendo sus libros y su plumier debajo del brazo, pero Paco pegaba saltos sin poder evitarlo, porque con el ingreso en el instituto se habían librado de una vez por todas de don Julián y de los horrores de su academia. Me asomé al balcón para mirarlos mientras se marchaban, muy orgullosa de tener dos hermanos que ya iban al instituto, pero me puse triste enseguida al pensar que mi padre no estaba allí para verlos.

Pasaban los meses y apenas había noticias de mi padre. Sabíamos que seguía en ese campo de prisioneros al que lo habían llevado, pero no teníamos la menor idea de las condiciones en que allí vivía.

Corrían rumores de que los prisioneros republicanos estaban siendo tratados con mucha crueldad, pero yo prefería no escucharlos, y por supuesto jamás le hablé de aquello a mi madre, que seguía encerrada en casa llorando todo el día. Creo que fue poco antes de Navidad cuando recibimos la primera carta de mi padre, pero resultó decepcionante comprobar que sólo podíamos leer unas pocas líneas, porque el resto de la carta no había pasado la censura del campo y estaba tachado con tinta negra. En la parte que habían respetado, mi padre nos decía que se encontraba bien de salud y de ánimos, y muy poco más. La letra era sin duda la suya, pero tan temblorosa y débil que me angustié muchísimo cuando la vi.

Mientras tanto seguían los juicios y las detenciones. Al tío David, el hermano de mi padre, lo habían condenado a 20 años y estaba prisionero en otro campo cerca de Ciudad Rodrigo. Cada día nos enterábamos de que alguien que conocíamos había ido a parar a la cárcel. En aquellos días la gente vivía con el miedo en el cuerpo, pensando que en cualquier momento podían venir a buscarlos. La ciudad había permanecido durante toda la guerra en zona republicana, de modo que a casi todos se les podía encontrar alguna culpa. Abundaban los delatores, gente que tenía alguna cuenta que saldar y denunciaba por puro rencor. Había quienes les exigían dinero a sus vecinos a cambio de no contar que habían colaborado con los rojos, y quienes se inventaban acusaciones casi por capricho, solamente para ver entre rejas a cualquiera que no les cayera bien. Yo no creo que la guerra nos hiciera peores. Fueron los años de la posguerra los que nos envilecieron.

El hambre y la miseria eran tan grandes que ya no se podía pensar en otra cosa excepto sobrevivir. Nuestros parientes que vivían en el campo nos contaban que en algunos pueblos la situación se había vuelto desesperada. La gente se moría de hambre y de frío. Todo se comía, desde las mondas de las patatas hasta las hierbas que crecían al borde de los caminos. Estaban desapareciendo también los perros y los gatos, y hasta los lagartos y culebras empezaban a escasear. Cualquier cosa que se moviera servía para aliviar el hambre. Los burros y mulas estaban siendo sacrificados, y la gente formaba colas enormes delante de las carnicerías para hacerse con un trozo. El dinero de la República ya no tenía valor; muchas personas tuvieron que malvenderlo todo para no morirse de necesidad. Mis tíos contaban también que la cosecha había sido muy mala, porque no había forma de encontrar buen grano para sembrar. Lo poco que se recogía se lo llevaban los de la Comisaría de Abastos para el racionamiento. A cambio, pagaban cuatro perras, de manera que los labradores escondían todo el grano que podían, lo que agravaba todavía más la escasez. Media España se estaba muriendo de hambre, pero en los periódicos no se habían enterado. Seguían hablando de la Victoria, de nuestro insigne Caudillo y de su Glorioso Movimiento Nacional.

Los primeros días que fueron al instituto, a mis hermanos se los veía muy contentos. Debían de sentirse mayores e importantes al entrar en aquel edificio tan grande y tan bonito que había frente al parque, con su hermosa fachada, su escalera de mármol y sus techos altísimos. Pero pronto empecé a verlos algo más mohínos, y no tardé mucho tiempo en saber por qué. «Nos llaman rojos -se quejó un día mi hermano Gabriel-. Dicen que no deberían dejarnos estudiar porque nuestro padre es un criminal y que por eso está en la cárcel». Yo habría querido ir con ellos y darles de tortazos a quienes hacían sufrir a mis hermanos de esa forma tan cruel, pero pensé que era mejor que se fueran acostumbrando, pues iban a tener que oír cosas como aquéllas muchas veces. Hasta los mismos profesores los humillaban cuando tenían ocasión, ya que muchos de ellos eran falangistas y adeptos al Régimen que consideraban parte de su trabajo martirizar a los hijos de los rojos. La mayoría de los maestros de antes de la guerra había apoyado a la República, por lo que ahora estaban en la cárcel o represaliados. Mi hermano Paco repetía todo el tiempo que sus profesores del instituto eran un asco, igual de malos que don Julián. Yo no sabía cómo convencerlo para que no se le ocurriera decir aquello donde pudieran oírlo.

Peor aún fue el día que llegaron al instituto y encontraron que algunos de sus compañeros los esperaban muy sonrientes junto a la puerta. «Mirad esto», les dijeron, señalando un gran cartel que habían colgado en un lugar muy visible. En él se anunciaba que, a partir de ese día, todos los estudiantes tenían la obligación de pertenecer al Frente de Juventudes, que era la organización juvenil del Movimiento. Aunque el cartel no lo dijera, no era difícil imaginar que para los hijos de los rojos la obligación era aún mayor.

Desde entonces, cada sábado por la mañana mis hermanos tenían que ponerse su uniforme de «flecha», con los pantaloneros cortos, la camisa azul y la boina roja, e irse al parque para hacer instrucción. Por las tardes ¡es daban charlas sobre lo mucho que le debían a la patria y lo que significaba ser buen español, y luego les ponían películas en las que las tropas alemanas desfilaban ante Hitler haciendo el paso de la oca. Ellos decían que no querían ir, porque se aburrían mucho, y que preferían quedarse en casa. Todavía no entendían los pobres lo que suponía ser hijos de un rojo.