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Yo, en cambio, estaba empezando a entenderlo. Me ahorré la humillación de tener que vestirme como los carceleros de nuestro padre y repetir en voz alta las ideas que él más detestaba. Como no estaba estudiando, no tuve que ir a hacer gimnasia en pololos con las muchachas de la Sección Femenina. Pero pasé por el amargo trance de comprobar que ser la hija de un rojo te convertía en una especie de leprosa, alguien a quien sus antiguas amigas le volvían la cara por la calle. El dolor de tanto desprecio me hizo pensar que quizá fuéramos culpables, que pertenecer al bando que había perdido la guerra era un pecado enorme, y que a lo mejor nos merecíamos la penitencia que estábamos sufriendo. Dios me habrá perdonado, pero una vez no pude evitar sentir rencor hacia mi pobre padre y responsabilizarlo de todo lo que nos ocurría. Si él no se hubiera metido en política, tendríamos aún nuestra casa. Si él no hubiera sido un rojo, la gente nos saludaría por la calle. Si se hubiera mantenido al margen de todo, como habían hecho algunos de mis tíos, yo podría pasear los domingos con las muchachas de mi edad, y después ir al cine o al baile, en lugar de quedarme en casa cuidando a mis hermanos y viendo cómo mi madre se consumía poco a poco. Culpé a mi padre por todo ese sufrimiento. Pensé que no era justo que sus hijos tuviéramos que pagar por lo que sólo él había hecho. Pero después recapacité y la vergüenza que sentí por haber sido tan injusta me hizo llorar durante horas enteras, porque me di cuenta de que la única culpa de mi padre había sido mantenerse fiel a sus principios. Su pecado era haber querido construir un mundo más justo y mejor para nosotros. Eso lo convertía en un hombre admirable. Los únicos que merecían desprecio eran sus carceleros.

En noviembre pasó por nuestra ciudad el féretro de José Antonio Primo de Rivera. Lo llevaban a hombros desde Alicante hasta El Escorial, donde iban a enterrarlo junto a los reyes de España. Los falangistas desfilaron durante todo el día por las calles. Al anochecer, el cortejo fúnebre fue escoltado hasta la parroquia de San Juan por cientos de camisas azules con antorchas. Mis hermanos tuvieron que ir a saludar con el brazo en alto y cantar el Cara al sol. Yo me quedé en casa, un poco asustada de ver desfilar aquel mar de antorchas. Poco después colocaron junto a la puerta de la iglesia una cruz de piedra y una lápida muy grande con el nombre de José Antonio en la que se leía también la palabra ¡presente! Bajo ella colgaron otras lápidas con los nombres de los caídos del bando nacional.

A muchas calles y plazas les habían cambiado el nombre. Ahora se llamaban plaza del Caudillo, paseo de José Antonio y General Mola, o llevaban el nombre de los guardias civiles que se habían sublevado en nuestra ciudad al principio de la guerra. Aunque las calles eran las mismas de siempre, para nosotros, los derrotados, los nuevos nombres les daban un aire siniestro, como si la ciudad se hubiera convertido en un lugar hostil y extraño. Al parque de toda la vida lo llamaron «Parque de los Mártires», y dentro de él empezó a construirse un monumento a los caídos. Iba a ser algo muchísimo más pequeño y modesto que la enorme cruz que Franco quería levantar en la sierra de Madrid. Pero, a su manera, resultaba igual de hiriente, pues nadie parecía acordarse de los miles y miles de caídos de la República, como si hubieran quedado sepultados bajo un manto de silencio y olvido, y mucho menos de los muertos de las Brigadas Internacionales, de quienes todo lo más se decía que habían sido una banda de aventureros y asesinos.

No era así como yo recordaba al pobre Tom y a las docenas de soldados sin nombre que cada día me cruzaba por la calle. Pensé mucho en ellos, en su valor y su sacrificio, y me pareció una enorme injusticia que ninguno de aquellos hombres fuera a tener jamás una calle, no ya en mi ciudad, sino en ninguna ciudad o pueblo del país por cuya libertad habían entregado la vida.

24

Durante el invierno del año 40 se llevaron a mi padre desde Castuera a Orduña, cerca de Bilbao. Al principio la noticia nos entristeció, porque pensamos que cada vez lo alejaban más de nosotros, pero con el tiempo descubrimos que aquel traslado había sido una bendición. Para empezar, recibíamos cartas de él con frecuencia. Nos decía que lo habían llevado a un antiguo colegio de jesuitas transformado en prisión, y que las condiciones en que vivían allí eran infinitamente mejores que las del campo de prisioneros. El director de la cárcel era una buena persona, y procuraba mantenerlos activos según los conocimientos y el oficio de cada uno. A mi padre le habían encargado organizar y dirigir la oficina. Ahora se encontraba a sus anchas entre legajos, libros de contabilidad e impresos, igual que había estado durante toda su vida. En sus cartas nos hablaba con entusiasmo de lo que hacía y de los buenos compañeros que tenía en la prisión. Nos decía, además, que su trabajo iba a servirle para acortar la condena, pues lo habían incluido en el programa de redención de penas. En mi casa se notó un alivio inmenso desde que supimos que mi padre se encontraba bien. Después, cuando nos contó que ya podía recibir visitas, todos saltamos de alegría.

Mi madre me pidió que la acompañara en el largo viaje. También mis hermanos querían venir con nosotras, pero ella les dijo que no podían permitirse perder tantos días de clase. En realidad, lo que no podíamos permitirnos eran más gastos. Mis tíos nos dejaron algo de dinero, y el tío Eliecer le escribió al capellán de la cárcel explicándole quiénes éramos y avisándole de nuestra llegada. Yo estaba muy nerviosa, porque nunca había viajado tan lejos y no podía ni imaginar siquiera cómo sería el norte de España, aunque me habían dicho que todo era muy verde y que había montañas, justo al contrario que en nuestra tierra. Me sentía impaciente por emprender aquel viaje, que me parecía una auténtica aventura. Y, por supuesto, me moría de ganas de ver a mi padre después de tantos meses. Mi madre, en cambio, estaba un poco asustada, porque era la primera vez que viajaba sin que mi padre estuviera a su lado. Ella y mi tía Rosario hicieron una novena para que no nos ocurriera nada. A pesar de todo, la veíamos más animada de lo que había estado en mucho tiempo. Así que bendito fuera el viaje.

Por fin llegó el día y toda la familia vino a despedirnos a la estación. íbamos a tener que tomar dos trenes. Uno nocturno que llegaba hasta Madrid, y después el que hacía el trayecto a Bilbao, aunque nosotras nos bajaríamos un par de estaciones antes. Eran las 10 de la noche, hacía mucho frío y el tren de Madrid llegaba con retraso. «Ay, Dios mío -decía mi madre con voz quejumbrosa-. Mira que si no viene. O si llega tan tarde que perdemos el otro». Pero finalmente oímos el silbido de la locomotora y el tren entró en la estación haciendo un ruido infernal. Nos subimos cargadas de bolsas y maletas, porque, además de nuestros equipajes, le llevábamos a mi padre ropa y otras muchas cosas. Luego, mientras el tren abandonaba la estación, empezamos a recorrer los vagones en busca de asientos libres. Pero las personas y bultos que había tirados por todas partes apenas nos dejaban avanzar. Enseguida vimos que el tren estaba lleno y que no merecía la pena seguir buscando asiento. De modo que, tan pronto como encontramos un hueco libre, pusimos allí nuestras maletas y nos acomodamos sobre ellas lo mejor que pudimos.

En aquel pasillo olía mal y hacía bastante frío, y además resultaba la mar de incómodo estar sentadas sobre la maleta todo el tiempo. Pero era muy bonito asomarse a la ventana y ver pasar los campos muy deprisa, mientras la luna se quedaba siempre quieta, o los bultos negros de los árboles, que corrían veloces como si se persiguieran unos a otros. Pasé mucho rato mirando por la ventana, y me sorprendí al ver el bullicio que había en todas las estaciones donde el tren paraba. Aunque era ya de madrugada, los andenes hormigueaban de viajeros cargados con sus bártulos, de soldados y de vendedores ambulantes. Yo miraba todo aquello muy sorprendida, porque siempre había pensado que todo el mundo dormía por las noches, pero durante aquel viaje me di cuenta de que la vida seguía cuando yo me había ido a la cama, al menos en aquel desconocido mundo de las estaciones. Mi madre empezó a cabecear y se quedó dormida al cabo de un rato. Pero yo estaba demasiado nerviosa para dormirme, y además había empezado a notar ganas de orinar. Me puse de pie y empecé a recorrer el pasillo con mucho cuidado, porque las luces estaban apagadas y por todas partes había gente durmiendo a pierna suelta. Por fin llegué al servicio, que estaba en el extremo del vagón, pero me resultó imposible abrir la puerta. Pensé que estaba ocupado y me dispuse a esperar. Entonces oí que alguien decía: «No te molestes».