– ¿Cómo dice? -le pregunté a la mujer que me había hablado.
– El retrete está siempre cerrado a cal y canto.
– Pero ¿por qué? -pregunté, un poco alarmada-. ¿Es que está estropeado?
La mujer soltó una risita.
– Quia. Lo que pasa es que los estraperlistas se esconden dentro con su mercancía por si registra el tren la Guardia Civil. De manera que ya puedes quedarte esperando.
Volví junto a mi madre resignada a aguantarme hasta llegar a Madrid, y el resto del viaje se convirtió en un suplicio. Otros, en cambio, fueron mucho más prácticos que yo y se aliviaron en cualquier sitio. A la mañana siguiente, cuando el tren entró en la estación de Atocha, la peste era tan tremenda que casi no se podía respirar, y recuerdo que tuvimos que salir del vagón chapoteando sobre charcos de orines.
Llegamos con tiempo de sobra para tomar el tren de Bilbao, pero aun así pasamos un mal rato en la estación de Atocha, porque nunca habíamos visto un sitio tan grande y tan lleno de gente. Lo primero que hicimos fue buscar el servicio, donde entramos por turnos mientras la otra cuidaba del equipaje. Después tuvimos que dar varias vueltas por aquel laberinto de estación en busca de nuestro tren. Caminábamos muy juntas las dos, mirando con temor a la multitud que pasaba corriendo a nuestro lado, como si todos menos nosotras supieran adonde tenían que ir. El ruido nos mareaba, sobre todo cuando a las voces y gritos se sumaba el estrépito de un tren que entraba en la estación. «Ay, Dios mío, que nos hemos perdido», repetía mi madre, a punto de romper a llorar. Yo la tranquilizaba y le decía que no, que teníamos tiempo de sobra. Y para que no sufriera más le dije que esperara con el equipaje mientras yo iba a preguntar. Ella no quería que la dejara sola, porque decía que iban a robarle todo. Pero al final la convencí y salí al vestíbulo, que era enorme y muy bonito. Me maravilló observar el trasiego que había allí, pero sobre todo me quedé embobada al ver a tanto señor y señora elegantes y bien vestidos. Por la puerta se veían muchos automóviles, una calle muy ancha y edificios altísimos al otro lado, y por un momento me tentó la idea de salir de la estación y echarle un vistazo a aquella fascinante ciudad, tan distinta del sitio de donde yo venía, que comparado con Madrid no era más que un pueblo dejado de la mano de Dios. Pero enseguida me acordé de que mi madre me esperaba, y fui a consultar los tablones que anunciaban las entradas y salidas para volver cuanto antes a su lado.
Tuvimos suerte. Aún faltaba más de una hora para salir, pero el tren estaba ya puesto en el andén con los vagones prácticamente vacíos y pudimos acomodarnos a nuestro gusto antes de que se llenara del todo. El viaje hacia el norte fue bonito, pero me entristeció ver las cicatrices que la guerra había dejado en Madrid, donde aún quedaban manzanas enteras que las bombas y los obuses habían convertido en escombros.
Aún peor fue lo que pasó al llegar a Burgos, y eso que yo estaba muy contenta porque había alcanzado a ver las torres de la catedral en la distancia. Apenas habíamos entrado en la estación, cuando vimos aparecer a una pareja de la Guardia Civil en la puerta del compartimiento. Nos preguntaron adonde íbamos y para qué, y cuando supieron que viajábamos para visitar a un preso republicano nos hicieron enseñarles nuestra documentación. Después tuvimos que abrir la maleta para que lo registraran todo, hasta que por fin se cansaron de chincharnos y nos dejaron en paz. A partir de ese momento los demás viajeros del compartimiento nos miraron como si fuéramos un par de mujeres de la calle. Aunque peor suerte tuvo el pobre hombre al que los guardias encontraron escondido en un lavabo con estraperlo. Desde donde estábamos oímos los golpes y las patadas que dieron sobre la puerta del retrete hasta que el estraperlista la abrió. Entonces se lo llevaron detenido. Yo me asomé por la ventanilla y vi cómo lo lanzaban al andén, donde el pobre desgraciado cayó como un fardo de ropa vieja, y cómo luego lo molían a patadas entre los dos guardias.
Llegamos a Orduña cerca de las 11 de la noche, agotadas y sucias, con la cara y las manos tiznadas de carbonilla. En medio del andén había un cura muy fornido cubierto con una boina enorme. Supusimos que era don Casimiro, el capellán de la cárcel, porque al vernos se nos acercó y nos cubrió con su paraguas. «¿Sois la familia de Cebrián?», preguntó. Entonces nos dio la bienvenida y nos ayudó a cargar el equipaje hasta la pensión. Don Casimiro hablaba con un acento vasco muy cerrado y al principio nos resultó difícil entenderlo. Pero eso no importaba, pues por el tono amable de su voz se veía que era un hombre bueno. Caía una lluvia fina que calaba hasta los huesos, y a la luz de las farolas vi pasar muros de piedra oscuros y cubiertos de musgo. Después recuerdo una cama de hierro con las sábanas frías y húmedas. Y ya no recuerdo nada más.
Don Casimiro nos demostró pronto que era tan buen hombre como parecía. Al día siguiente, muy temprano, se presentó para acompañarnos al penal donde tenían preso a mi padre. Seguía cayendo aquella lluvia fina que parecía no cesar nunca. Mi madre y yo no estábamos habituadas a tanta humedad y tiritábamos de frío mientras caminábamos junto a don Casimiro por las estrechas calles de Orduña. El pueblo era precioso. Por todas partes se veían iglesias y caserones con escudos, y más allá, las cumbres de las montañas, de un verde tan intenso como yo jamás pensé que pudiera existir. Pero el cielo era gris y plomizo, y el sol brillaba con tan poca fuerza que todo parecía cubierto por un húmedo manto de tristeza. El capellán nos iba contando que mi padre estaba bien de salud y más animado que cuando ingresó. Nos dijo también que todos lo apreciaban mucho, tanto sus compañeros como los funcionarios y el propio director de la prisión. «Tu padre es un hombre excelente -dijo por último, mirándome-. No hay derecho a que tengan en la cárcel a gente como él». «¿Está sufriendo mucho?», preguntó mi madre, con un temblor en la voz. El capellán se detuvo y nos miró. Y, tras reflexionar unos instantes, dijo: «Sólo Dios sabe lo que ha tenido que padecer tu marido. Pero eso ha terminado ya. Lo único que lo hace sufrir ahora es estar tan lejos de vosotros».
El colegio de los jesuitas era tan bello como un palacio. Tenía un patio inmenso rodeado de pórticos, hermosas galerías y ventanales enormes para atrapar la mortecina luz del exterior. Pensé que era una vergüenza que aquel lugar tan noble se dedicara a un propósito tan ruin. Pero ¿qué otra cosa se podía esperar de quienes eran capaces de encarcelar a hombres inocentes? Antes de ver a mi padre, don Casimiro nos acompañó para saludar al director, que fue muy amable con nosotras. «Cebrián es un recluso modélico -nos dijo-, además de un gran colaborador». Mi madre le agradeció sus palabras, pero yo pensé que ningún carcelero tenía que venir a explicarme cómo era mi padre. A lo mejor fui injusta con él.