Antes de salir, mi madre escribió a Orduña para decirle a don Casimiro que fuera preparando a mi padre para lo que pudiera pasar. La respuesta la tuvimos en Valencia, a vuelta de correo, y venia escrita directamente por el director de la prisión. «Pierda cuidado -le decía a mi madre-, que si la niña se pone peor yo mismo acompañaré a su esposo hasta Valencia». Mi madre lloró de gratitud, pero no tuvo tiempo para verter muchas lágrimas, porque esa misma mañana metieron a Angelito en el quirófano. La nena iba despierta cuando se la llevaron para ponerle el cloroformo. Después de tantos días consumida por la enfermedad, estaba casi irreconocible, con la cara gris, los rasgos afilados y los bracitos tan finos que parecía que iban a romperse con sólo tocarlos. Mi hermana era una mezcla entre una anciana y un recién nacido. Recuerdo que no lloró mientras la pasaban al quirófano. Tan sólo nos miró con sus ojos anegados de fiebre y levantó una mano como si quisiera despedirse de nosotras. El médico salió para decirnos que tuviéramos confianza, que todo iba a salir bien, y luego volvió a entrar en el quirófano cerrando la puerta tras él.
No sé cuántos rosarios rezamos mi madre y yo mientras la operaban, pero recuerdo que el tiempo nos pareció interminable hasta que por fin la volvieron a sacar. La cabeza de mi hermana estaba envuelta en tantas vendas que parecía dos veces más grande de lo normal. «La operación ha ido bien -nos dijo el médico, con gesto preocupado-, pero las próximas horas van a ser cruciales». Pasamos la noche velándola, y aunque yo cabeceé algunos ratos, prefería no dormirme por miedo a las pesadillas que me acosaban cada vez que cerraba los ojos. La nena no se despertaba, pero nos dijeron que eso era normal, porque le habían tenido que poner mucha anestesia y su efecto tardaría en desaparecer. A las cinco de la mañana Angelita abrió los ojos y las dos dimos un salto de alegría. Pero se encontraba muy mal, tenía unas arcadas horribles y se quejaba de una forma que partía el alma. Enseguida vino el médico para tranquilizarnos. «Está eliminando el cloroformo. Pero lo importante es que se ha despertado y está consciente. Seguro que mañana mismo empezará a mejorar».
Y así ocurrió. Fue como un milagro verla sonreír y oírla hablar sin descanso con su media lengua, igual que cuando estaba buena. Mejoraba de hora en hora, y ya creíamos que había pasado todo cuando, al tercer día, empezó a salirle un bulto enorme en el cuello. El médico nos dijo que era una bolsa de pus, y eso significaba que la herida de la operación se le había cerrado antes de tiempo. Tuvieron que abrirla otra vez para limpiarle la nueva infección. Le hicieron dos incisiones en el cuello, y le introducían gasas por una de ellas para después sacárselas por la otra. La cura se repetía cada día, y era tan dolorosa que el médico tenía que avisar a su chófer para que sujetara a la nena mientras se la hacían. Aún me parece que puedo oír los gritos de mi hermana. Fue como si su dolor se sumara al nuestro para hacer aquellos días todavía peores de lo que eran.
Al cabo de un tiempo la dejaron salir del sanatorio y nos las llevamos a casa de nuestros parientes. Valencia era una ciudad grande y preciosa con calles muy anchas llenas de sol y de palmeras. Tenía un río y varios puentes de piedra que lo cruzaban. Había puerto y hasta una playa, aunque mi madre y yo no disponíamos de mucho tiempo para pasear, porque teníamos que dedicarnos a cuidar a Angelita. Todas las mañanas la llevábamos a la clínica del médico para que le hicieran las curas, y como la nena ya sabía lo que la esperaba, no quería levantarse de la cama. Desde su dormitorio en la casa de nuestros parientes se oía a los muchachos que voceaban los periódicos por la calle. «¡El Levante de hoy!», gritaban. Y nosotras, para convencer a mi hermana de que saliera de la cama, le decíamos: «Mira, Angelita, por la calle dicen que ya es hora de que te levantes hoy».
Recuerdo que la noticia más repetida por los vendedores de periódicos era la partida de los primeros voluntarios de la División Azul, que se iban para ayudar a los alemanes en su invasión de Rusia. Serrano Súñer, que era cuñado de Franco y mandaba mucho por entonces, había dicho en un discurso que Rusia era culpable de no sé cuántas cosas, y miles de jóvenes falangistas habían acudido a los «banderines de enganche» para enrolarse, pensando que de este modo estaban salvando a Europa y a su patria del comunismo. La gente los despidió como a héroes, sin imaginar que muchos de ellos no iban a volver, porque los alemanes no tardarían en llevárselos al frente para usarlos como carne de cañón en una guerra tan atroz como la nuestra, o puede que aún peor. Un año después, los rusos derrotarían a los alemanes en una ciudad llamada Stalingrado. Entre los caídos por heridas de guerra y los que mató el invierno, hubo tantos muertos que nadie pudo terminar de contarlos, y muchos fueron soldados españoles. Paquito estaba entre ellos, y tengo que confesar que, a pesar de lo mal que se había portado con nosotros, lloré cuando lo supe. Lo recordé tal y como era por los días en que jugaba con sus hermanas y conmigo al parchís: guapo, jovencísimo y lleno de vida. Pensé que tanto él como los demás habían marchado al combate por puro idealismo. De alguna forma, aquellos muchachos eran iguales a los brigadistas extranjeros que entregaron la vida en nuestra guerra, con la diferencia de que los voluntarios de la División Azul habían elegido la causa equivocada.
Tuvimos que quedarnos otros tres meses en Valencia hasta que Angelita se curó del todo. Durante ese tiempo, sábados y domingos incluidos, la llevábamos a que le hicieran las curas. Aunque se resistía desde el primer día, al principio mi madre y yo nos las arreglábamos para subirla cada mañana en el tranvía que nos llevaba a la clínica del médico. Pero al cabo de un tiempo, cuando empezó a recuperar las fuerzas, nos resultaba casi imposible. Había veces que se agarraba a un árbol o una farola y no había manera de despegarla de allí. En una ocasión, cuando vio que el tranvía llegaba y estábamos a punto de tomarlo, se tiró al suelo y empezó a berrear y dar patadas como si la estuvieran matando. La gente se arremolinaba a nuestro alrededor y preguntaba qué le pasaba a la niña, y alguno decía: «Pobreta, no la peguen más». Mi madre y yo, rojas del bochorno, tirábamos de Angelita, pero no había forma de levantarla del suelo. «Ay, Dios mío, qué vergüenza», decía mi madre sin parar. Y yo no dejaba de pensar en mi lejana operación de anginas, cuando yo hice algo muy parecido a lo que mi hermana estaba haciendo ahora, y me maravillé de cómo a veces la vida nos hace trazar círculos y repetir momentos que ya hemos vivido. Mientras tanto el tranvía esperaba, porque el conductor ya nos conocía y sabía cómo se las gastaba mi hermana. Al final, un señor que debía de llevar prisa se bajó del tranvía, levantó a Angelita en volandas y la subió. Nosotras subimos tras él. Creo que aquel hombre nunca llegó a imaginar lo agradecidas que le estuvimos.
Los meses que pasamos en Valencia debieron de ser los peores de la posguerra. Media España se estaba muriendo de hambre. También los parientes de mi padre que nos habían acogido lo estaban pasando mal, y para colmo tenían que repartir lo poco que había con nosotros. Por suerte, desde La Aldea nos mandaban comida cuando podían. El día que íbamos a Correos para recoger aquellos paquetes llenos de embutidos y panes blancos y fragantes, era como si hubiera llegado la Navidad.