– ¿Qué está pasando, abuela?
– Ya se acerca, querida, ya se acerca.
Era el mes de julio de 1936. El calor estaba siendo muy fuerte aquel verano. Por eso me extrañó notar aquella ráfaga de aire frío de repente.
8
Cada vez que hago memoria para recordar cómo fue todo aquello, tengo la sensación de que la guerra empezó en mi propia casa, quizá porque mi tío Arturo estaba allí cuando lo detuvieron. Era domingo, un bochornoso domingo de julio, y el tío se había presentado a eso de las cuatro. Venía acompañado por el hombre que le hacía de escolta, porque desde que le dispararon nunca caminaba solo por la calle. Cuando entró me fijé en que tenía un aspecto extraño. Estaba pálido y descompuesto, precisamente él, que siempre nos había parecido tan solemne como una estatua. Nada más verlo, mi padre debió de notar que algo muy grave ocurría, porque enseguida se lo llevó a su despacho. Confieso que me acerqué a la puerta para intentar enterarme de lo que pasaba, pero tanto mi padre como el tío hablaban en voz muy baja, casi en susurros, como si temieran que alguien pudiera oírlos. Durante un rato sus voces sonaron muy agitadas, y entonces me pareció que repetían la palabra pronunciamiento. El cristal esmerilado de la puerta me dejó ver cómo mi padre se ponía de pie y caminaba muy nervioso por todo el despacho. Aquello empezó a darme miedo, y pensé que lo mejor que podía hacer era dejar de espiar y marcharme.
Todos estaban durmiendo la siesta. En la silenciosa casa, el único sonido eran los gorjeos de mi hermana Angelita, que estaba acostada en su cuna, en la habitación de mis padres. Entonces oí que llamaban a la puerta, tres aldabonazos secos y muy fuertes. «Vaya -pensé-, quien sea va a tirar la puerta abajo». Y salí muy decidida a abrir, porque mi madre estaba en la cama y yo, a mis 12 años y medio, me consideraba ya el ama de la casa.
El caso es que al abrir casi me quedo paralizada del susto. En el rellano había dos desconocidos. Iban vestidos como gente normal, con americana y corbata. Pero la gente normal no lleva pistolas en la mano, como aquellos dos. Durante un instante me pasaron toda clase de ideas por el magín. Pensé en cerrar de un portazo, o ponerme a gritar, o salir corriendo, o en hacer todo eso a la vez. Y al final no hice más que quedarme allí parada con cara de tonta, mirando las pistolas con el rabillo del ojo.
– Buenas tardes, ¿es casa de don Eloy Cebrián? -preguntó uno de ellos en un tono áspero y muy desagradable.
– Sss…í -respondí con un hilo de voz, mientras notaba que las piernas empezaban a flaquearme.
– ¿Está él?
Yo dije que sí con la cabeza procurando contener las lágrimas que ya me asomaban a los ojos.
– ¿Y lo acompaña el doctor Arturo Cortés, el que fue gobernador?
Aquí ya no supe qué responder, pues pensé que si les decía la verdad aquellos hombres podían hacerle daño a mi padre o al tío, y si mentía a lo mejor la tomaban conmigo. De pronto me sentí muy pequeña y muy indefensa. Y los dos hombres seguían allí sin guardar las pistolas y con cara de estar perdiendo la paciencia. Dios mío, qué podía hacer yo. Pero de repente oí la voz del tío detrás de mí:
– ¿Me buscan, señores?
Entonces los dos entraron con la pistola en ristre, y creo que si no me aparto habrían sido capaces de pisotearme. El escolta del tío Arturo se adelantó, pero él le hizo una seña para que se quedara quieto.
– Acompáñenos, por favor -le ordenó uno de los hombres.
Y, sin pronunciar una sola palabra más, esposaron al tío Arturo y a su guardaespaldas y los obligaron a salir.
– Avisa a mi familia, Eloy -dijo el tío mientras se lo llevaban-. Y no os preocupéis por mí, que esto va a ser cosa de horas.
Cuando ya se habían ido, mi padre se quedó allí de pie durante un rato. Miraba muy fijamente la puerta abierta y parecía incapaz de reaccionar.
– ¿Quiere usted que cierre, padre? -fue lo único que se me ocurrió decir.
El asintió y se giró muy despacio. Después regresó a su despacho y se encerró allí. Desde fuera se oyeron sus sollozos. Aquélla fue la primera vez que oí a mi padre llorar.
9
Lo que había pasado era ni más ni menos que parte del ejército se había sublevado contra la República. Eso nos contó mi padre esa misma noche, durante la cena, después de haberse pasado la tarde pendiente de la radio.
– ¿Es esto la guerra, Eloy? -le preguntó mi madre con los ojos abiertos como platos.
Mi padre nos miró. Mis dos hermanos parecían a punto de llorar. Paco, el pequeño, ya había empezado a hacer pucheros, y Gabriel tenía los ojos relucientes y le temblaba la barbilla. Yo quise dar ejemplo y todavía aguantaba, pero desde que se habían llevado al tío notaba un dolor sordo en el estómago y tenía unas ganas enormes de salir corriendo y esconderme donde nadie pudiera encontrarme.
– ¡Qué va a ser la guerra, mujer! -dijo mi padre tras una vacilación-. Esto se arregla enseguida, te lo digo yo. Ya viste en el 32, cuando el pronunciamiento de Sanjurjo en Sevilla. Y luego nada de nada.
Yo no sabía quién era Sanjurjo ni qué había pasado en Sevilla en el 32, pero me fui a la cama un poco más tranquila después de que mi padre dijera aquello.
El día siguiente, que era lunes, lo pasamos entero metidos en mi casa. Mi padre debió de recorrerse el pasillo unas doscientas veces, como si fuera un león encerrado en una jaula del zoo. En un par de ocasiones, se asomó a la calle por las ventanas del comedor, aunque sin atreverse a descorrer los visillos. A ratos se oía pasar algún coche o algún camión, y una vez creímos oír ruido de botas, como si un grupo de soldados estuviera desfilando. Quisimos asomarnos para verlos, pero mi padre nos dijo que el que se acercara a menos de cinco metros de las ventanas se la iba a ganar. De todas maneras, la calle permanecía tan en calma como si, en lugar de lunes, fuera un día festivo.
La radio estuvo encendida toda la tarde, y mi padre no separó la oreja de ella. Cuando giraba los botones se oía «chiuuuuuuuu-ñiiüiiiiiiiiiiii», y a veces sonaba música, pero hasta que mi tío David vino al anochecer con noticias no supimos lo que realmente ocurría.
– Los chiquillos que se vayan a jugar al corral -ordenó mi padre, mientras su hermano, que venía sudoroso y con cara asustada, se sentaba para tomar un vaso de agua.
Los tres obedecimos, pero yo ya no me consideraba una chiquilla, así que dejé a mis hermanos dándole patadas al balón y volví sobre mis pasos para ver si me enteraba de algo. Mis padres y mi tío David hablaban en el despacho y me quedé junto a la puerta para escuchar. Sabía que lo que hacía no estaba bien, pero a mis casi 13 años, creía que tenía derecho a saber lo que estaba pasando.
De este modo me enteré de que la sublevación de los militares era mucho más grave de lo que mi padre había dicho el día anterior. Parece que se habían hecho dueños de media España, aunque el levantamiento había fracasado en las grandes ciudades. Así y todo, el país estaba ahora partido en dos mitades: una seguía en poder de la República y la otra en manos de los rebeldes. Pero ¿en qué mitad estábamos nosotros?
– ¿Se ha sublevado el ejército de África? -preguntó mi padre.
– Sí. Están bajo el mando del general Franco. Aunque de momento no pueden cruzar el Estrecho, porque la Armada sigue siendo leal a la República.