Supongo que fueron días felices, aunque en algún momento tuve que hacer un esfuerzo para seguir con aquel particular juego del escondite que había inventado para que el miedo no volviera a encontrarme. Pero por las noches era muy difícil engañar al miedo. Con tanta gente en la granja habían tenido que tirar colchones hasta en el suelo de la cocina. Yo era una privilegiada por poder dormir en una de las camas, aunque es cierto que tenía que compartirla con tres de mis primas pequeñas. Nos hacían acostarnos temprano, pero pasábamos mucho tiempo despiertas contándonos chistes y cuentos, y a veces nos reíamos estrepitosamente y entraba un mayor para decirnos que nos calláramos y nos durmiéramos de una vez. Al final, mis primas empezaban a dormirse una tras la otra, y yo era la única que quedaba despierta. Entonces, cuando en la casa se hacía el silencio y las sombras empezaban a amontonarse dentro de la alcoba, era cuando el miedo ganaba de nuevo la partida, y yo lo notaba sobre mi estómago como una mano fría. «¿Qué va a ser de nosotros?». En ese momento tenía que abrazarme a mis primas para que el pánico no me hiciera gritar. Y así me quedaba dormida, rodeada de niñas más pequeñas que yo, como si ellas fueran mi tabla de salvación para evitar hundirme en el naufragio que se avecinaba.
El jueves llegaron tantas noticias que no tuve más remedio que oírlas, por mucho que me hubiera propuesto permanecer ajena a todo aquello. La principal novedad era que la capital estaba rodeada por tropas leales a la República, y se decía que los sublevados no podrían aguantar mucho tiempo. Yo me imaginaba que se estaría librando una tremenda batalla en las afueras, con trincheras y barricadas, igual que en las películas, y que los rebeldes se estarían batiendo a la desesperada mientras las fuerzas leales avanzaban a cañonazo limpio.
Al día siguiente supimos que habían sobrevolado la ciudad algunos aviones y que incluso se habían lanzado bombas, con lo que la batalla que yo veía en mi imaginación alcanzó proporciones tremendas. Cuando dijeron que los guardias civiles sublevados estaban sitiados en su cuartel, nos imaginamos que era cuestión de horas que todo acabara. El sábado 25, día de Santiago, nos enteramos de que los rebeldes se habían rendido y el Gobierno había recuperado la capital.
Sentí un gran entusiasmo en ese momento, como si yo misma hubiera participado en la lucha con un fusil al hombro. Qué curioso. Me había pasado varios días sin querer oír una palabra de todo aquello y ahora, de repente, me moría por volver para aplaudir a las tropas victoriosas que nos habían liberado la ciudad.
– ¿Nos vamos a casa ya? -le pregunté entonces a mi padre.
Pero él me pidió paciencia con un gesto. Los demás habían abierto una botella de vino y celebraban la vuelta a la normalidad. Hasta las mujeres se habían sumado a la fiesta. Mi padre, en cambio, permanecía apartado y con la cara muy seria.
– ¿No está usted contento, padre?
El me miró durante un largo rato, mientras los brindis se sucedían a nuestro alrededor. No dijo nada, pero en sus ojos vi una tristeza tan grande que mi entusiasmo se esfumó de repente.
– Pues claro que estoy contento, Maruja -me contestó por fin.
Aunque yo sabía que mi padre nunca mentía, por una vez no creí lo que me dijo.
11
Regresamos al día siguiente. Ahora me da vergüenza reconocerlo, pero me sentí decepcionada al no encontrar en la ciudad los restos de la gran batalla que yo esperaba. Creía que todo iba a estar lleno de ruinas y humo. Sin embargo, las calles que atravesamos parecían las mismas de siempre. Había, en cambio, algo que hacía aquel domingo distinto de cualquier otro: las iglesias estaban cerradas a cal y canto. Se veían, además, muchos soldados, y junto a ellos había otros hombres de paisano, aunque provistos también de cartucheras y fusiles. Algunos iban vestidos con monos de trabajo y llevaban pañuelos rojos al cuello y gorros de soldado. Caminaban en grupo, pavoneándose como si fueran los dueños de la ciudad, o patrullaban las calles en coches y camionetas sobre los que habían pintado letreros con grandes letras blancas. Los acompañaban algunas mujeres que iban vestidas y armadas igual que los hombres, y recuerdo que yo no podía dejar de mirarlas con asombro, pero también con un poco de envidia. Casi todos cantaban a gritos, con el puño en alto. «Son milicianos -me dijo mi padre-, no los mires». Pero a mí se me iba la vista detrás de aquellos hombres y mujeres armados que habían entrado con los soldados de la República, y una vez hasta los saludé con la mano y les sonreí, porque pensaba que eran unos valientes y teníamos motivos para estarles agradecidos. Me dio mucha vergüenza cuando ellos también sonrieron y me devolvieron el saludo con el puño en alto.
Encontramos nuestra casa igual que la habíamos dejado. Nada más entrar, yo corrí hacia la habitación del fondo para decirle a mi abuela María que no se preocupara, que todos habíamos vuelto sanos y salvos. Al abrir la puerta, brotó de dentro del cuarto uno soplo frío que me hizo estremecerme de pies a cabeza. Serían las cuatro de la tarde, y en la calle brillaba un sol de justicia, pero la habitación estaba en penumbra.
– ¿Abuela? -pregunté cautelosamente.
– Pasa, querida, pasa. Estoy aquí.
Entré despacio, rodeándome el cuerpo con los brazos, porque me sentía aterida y temblaba de frío. Mi abuela María estaba sentada en su butaca de siempre, junto a la ventana, aunque resultaba difícil distinguirla en aquella habitación tan oscura. Al acercarme la vi mucho más vieja que tan sólo unos días antes. Sus rasgos se habían afilado, su cabello blanco era más fino y escaso, y hasta me pareció que hubiera encogido un poco. También noté otro cambio en ella, aunque entonces la diferencia era aún tan sutil que pensé que la había imaginado. Y es que, por un momento, me pareció que podía ver a través del cuerpo de mi abuela, como si se estuviera volviendo transparente.
– Ya se acabó todo -le dije. Y mis palabras salieron entre nubes de vapor-. La guerra. Ya se ha terminado.
Ella alargó una mano diminuta y blanca hacia mi mejilla sin llegar a tocarme.
– Cuánto me alegro, Maruja -dijo con esa voz remota que ya le había oído antes-. ¿Estáis todos bien?
– Sí, abuela. No se preocupe usted, que ya no va a pasar nada.
– Muy bien, querida, muy bien. Ahora déjame. Hoy me encuentro muy cansada.
Salí de aquel frío cuarto con la sensación de que algo terrible había empezado a ocurrir. Entonces, al cerrar la puerta, caí en la cuenta de otra cosa que antes me había pasado por alto: mi abuela había interrumpido su labor de ganchillo. Aquel detalle sin importancia me entristeció más todavía, pues era como si la anciana se hubiera rendido ante todas las desgracias que se avecinaban. Reconozco que desde ese día fui a visitarla con menos frecuencia. Cada vez la habitación era más fría y oscura, y mi abuela más anciana, más pequeña y más tenue, como si se estuviera apagando poco a poco.
Después de la «Semana Fascista», como luego llamarían a los días en que mandaron los sublevados, nuestra ciudad volvía a estar en zona republicana. Pero la guerra no se había terminado. Al contrario. Por las noticias que nos llegaban, parecía que cada día era más violenta y más cruel. El general Franco les había pedido ayuda a los alemanes para cruzar el Estrecho con el ejército de África. Ahora, los soldados de Franco avanzaban a través de Andalucía y Extremadura sin que nadie pudiera contenerlos. Había, además, otro ejército rebelde en el norte de España, el que mandaba el general Mola. Los alemanes (que ahora se llamaban «nazis») enviaban aviones de combate y tanques; desde Italia llegaban cada día más soldados. Pero nadie parecía dispuesto a ayudar a la pobre República. Con las pocas fuerzas leales que le habían quedado, el Gobierno a duras penas podía contener a los rebeldes, ni siquiera con la ayuda de los milicianos. Según decía la prensa, los sublevados se llamaban a sí mismos «nacionales», como si los que no estuvieran de su parte no fueran auténticos españoles, y estaban empeñados en salvar la patria a toda costa, aunque tuvieran que matar primero a todos los que defendían a la República.