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Adamsberg se arremangó una pernera y puso el dedo en su pierna, donde había una larga cicatriz.

– Aquí está, como siempre, el mordisco del juez Fulgence.

– El mordisco del perro -rectificó Danglard.

– Es lo mismo.

Adamsberg robó un trago de ginebra del vaso de Danglard.

– En el proceso, no se tuvo en cuenta el hecho de que yo hubiera visto a Fulgence atravesando el bosque. Testigo subjetivo. Pero, sobre todo, no se aceptó el tridente como prueba de cargo. Y sin embargo, Danglard, el espacio entre las heridas era del todo semejante al de las púas. Esta coincidencia les jodió bastante. Procedieron a nuevos exámenes, aterrorizados por el juez, que no dejaba de amenazarlos. Pero sus nuevos exámenes aliviaron sus angustias: la profundidad de las perforaciones no correspondía. Medio centímetro demasiado largas. Unos cretinos, Danglard. Como si no hubiera sido fácil para el juez, tras haber clavado su tridente, hundir el largo punzón en cada una de las heridas y ponerlo luego en la mano de mi hermano. Ni siquiera cretinos, sólo cobardes. El juez del tribunal también, un verdadero lacayo ante Fulgence. Era más sencillo arrojarse sobre un chiquillo de dieciséis años.

– ¿La profundidad de los impactos correspondía a la longitud del punzón?

– La misma. Pero yo no podía proponer esta teoría puesto que el arma había desaparecido curiosamente.

– Muy curiosamente.

– Raphaël lo tenía todo en contra: Lise era su amiga, por la noche se reunía con ella en el depósito de agua, y estaba preñada. Según el magistrado, había sentido miedo y la había matado. Pero resultaba, Danglard, que les faltaba lo esencial para condenarle, es decir, el arma, que no se encontraba, y la prueba de su presencia a aquellas horas en el lugar. Raphaël no estaba allí puesto que jugaba a las cartas conmigo. En el patio pequeño, ¿lo recuerda? Declaré bajo juramento.

– Y, como policía, su palabra valía el doble.

– Sí, y lo utilicé. Sí, mentí hasta el final. Ahora, si desea recuperar el punzón del fondo de la poza, es usted muy libre.

Adamsberg miró a su adjunto entornando los ojos, y sonrió por primera vez en todo el relato.

– Es inútil -añadió-. Fui a pescar el punzón hace ya mucho tiempo, y lo tiré en un basurero de Nîmes. Pues el agua no es fiable, y su dios tampoco.

– ¿Le absolvieron pues? ¿A su hermano?

– Sí. Pero el rumor persistió, creció, amenazador. Ya nadie le hablaba y todos le temían. Y él estaba obsesionado por aquel agujero de la memoria, incapaz de saber si lo había hecho o no, Danglard. ¿Lo comprende? Incapaz de saber si era un asesino. De modo que no se atrevía ya a acercarse a nadie. Despanzurré seis viejos almohadones para demostrarle que, golpeando tres veces, no podía obtenerse una línea recta. Golpeé doscientas cuatro veces para convencerle, en vano. Estaba destruido, se escondía, lejos de los demás. Yo trabajaba en Tarbes y no podía darle la mano cada día. Así perdí a mi hermano, Danglard.

Danglard le tendió el vaso y Adamsberg bebió dos tragos.

– Luego sólo tuve una idea, perseguir al juez. Había abandonado la región, perseguido a su vez por los rumores. Acosarle, hacer que le condenaran, limpiar a mi hermano. Pues yo y sólo yo sabía que Fulgence era culpable. Culpable de asesinato y culpable de la destrucción de Raphaël. Le perseguí sin descanso durante catorce años. Por la región, en los archivos, en la prensa.

Adamsberg puso su mano en las carpetas.

– Ocho crímenes, ocho asesinatos que presentaban los tres agujeros alineados. Escalonados de 1949 a 1983. Ocho casos cerrados, ocho culpables atrapados como moscas casi con el arma en las manos: siete pobres tipos en chirona y mi hermano desaparecido. Fulgence escapó, siempre. El diablo siempre escapa. Consulte esas carpetas en su casa, Danglard, léalas a fondo. Yo me largo a la Brigada para ver a Retancourt. Llamaré a su casa tarde, por la noche. ¿De acuerdo?

IX

Por el camino, Danglard rumiaba sus descubrimientos. Un hermano, un crimen y un suicidio. Un casi gemelo acusado de asesinato, marginado y muerto, un drama tan pesado que Adamsberg nunca había hablado de él. Y, en tales condiciones, ¿qué crédito conceder a la acusación, nacida de la mera silueta del juez por el camino y de un tridente en el granero? Si hubiera sido Adamsberg, también él habría buscado, desesperadamente, un culpable para ponerlo en el lugar de su hermano. Designando instintivamente al enemigo del pueblo.

«Quería a mi hermano más que a mí mismo.» Le parecía que Adamsberg seguía, en cierto modo, sujetando solo la mano de Raphaël contra todos, desde la noche del asesinato. Apartándose así, desde hacía treinta años, del universo de los demás, adonde no podía ir sin arriesgarse a soltar aquella mano, sin abandonar a su hermano a la culpa y la muerte. En este caso, sólo la inocencia póstuma de Raphaël y su regreso al mundo podrían liberar los dedos de Adamsberg. O tal vez, se dijo Danglard asiendo su cartera, el reconocimiento del crimen de su hermano. Si Raphaël había matado, tendría que admitirlo algún día. Adamsberg no podía pasarse la vida dando forma a un error con los rasgos de un terrorífico vejestorio. Si el contenido de las carpetas se inclinaba en esa dirección, se vería obligado a frenar al comisario y a abrirle a la fuerza los ojos, por muy brutal y dolorosa que fuera la empresa.

Después de cenar, ya con los niños en sus habitaciones, se sentó a su mesa, preocupado, con tres cervezas y ocho carpetas. Todos se habían acostado demasiado tarde. Había tenido la infeliz idea de contarles en la cena la historia del sapo que fumaba, paf, paf, paf, y explotaba, y las preguntas habían sido continuas. ¿Por qué estallaba el sapo? ¿Por qué fumaba el sapo? ¿Qué tamaño de melón alcanzaba? ¿Subían hasta muy arriba las entrañas? ¿Pasaba lo mismo con las serpientes? Danglard había acabado prohibiéndoles cualquier forma de experimento, que metieran cigarrillos en las fauces de cualquier serpiente, sapo o salamandra, o en las de un lagarto, un lucio o cualquier jodido animalejo.

Pero al fin, pasadas las once, las cinco carteras estaban cerradas, los platos lavados y las luces apagadas.

Danglard abrió las carpetas por orden cronológico, memorizando los nombres de las víctimas, los lugares, las horas, la identidad de los culpables. Ocho asesinatos, cometidos todos, advirtió, en años impares. Pero bueno, un año impar sólo significa, a fin de cuentas, uno de cada dos, lo que ni siquiera es indicio de una coincidencia. Sólo la obstinada convicción del comisario había vinculado entre sí aquellos casos dispares y nada, de momento, demostraba que un solo hombre fuera su causa. Ocho asesinatos, en regiones distintas, Loira-Atlántico, Turena, Dordoña, Pirineos. Sin embargo, era imaginable que el juez se hubiera trasladado a menudo para evitar sospechas. Pero las víctimas eran también muy diferentes, en edad, en sexo y en apariencia: jóvenes y ancianos, adultos, hombres y mujeres, gordos y delgados, morenos y rubios, lo que no se adaptaba a la estrecha obsesión de un asesino en serie. También las armas eran distintas: punzones, cuchillos de cocina, navajas, cuchillos de caza, destornilladores afilados.

Danglard sacudió la cabeza, bastante desalentado. Esperaba poder comprender a Adamsberg pero el conjunto de aquellas disparidades constituía un serio obstáculo.

Cierto era, sin embargo, que las heridas presentaban algunos puntos concordantes: siempre tres perforaciones profundas, infligidas en el busto, bajo las costillas o en el vientre, precedidas de una contusión en el cráneo para aturdir a la víctima. Sin embargo, en todos los crímenes cometidos en Francia desde hacía medio siglo, ¿qué probabilidades había de encontrar tres heridas en el vientre? Muchas. El abdomen ofrece un amplio blanco, fácil y vulnerable. En cuanto a las tres heridas, ¿no eran una especie de evidencia? ¿Tres heridas para asegurarse de la muerte de la víctima? Estadísticamente, la cifra era frecuente. Eso nada tenía que ver con una marca, con una firma particular. Sólo tres heridas, algo bastante común, en cierto modo.