– Exactamente, y no es una tarea muy compleja. Precisamente por eso el arma del crimen es siempre corriente y, sobre todo, nueva. Una herramienta nueva en manos de un vagabundo, ¿le parece eso lógico?
Danglard se pasó la mano por la barbilla.
– No actuó de este modo con la joven Lise -dijo-. Mató con su tridente y, luego, hundió el punzón en cada una de las heridas.
– Eso hizo también con el n.° 4, el del otro adolescente inculpado, también en un pueblo. Sin duda el juez pensó que una investigación sobre el origen de un arma nueva en posesión de un chico muy joven conduciría a un callejón sin salida y haría que se descubriera el engaño. Prefirió elegir un punzón viejo, más largo que las puntas de su tridente, y deformar así los impactos.
– Se sostiene -reconoció Danglard.
– Se sostiene tanto como las piezas de un trabajo de marquetería. El mismo hombre, la misma herramienta. Porque lo he comprobado, Danglard. Cuando el juez se trasladó, registré la mansión de punta a cabo. Las herramientas se habían quedado en el granero, pero no el tridente. Se había llevado el precioso instrumento.
– Si los vínculos son tan claros, ¿cómo no se ha descubierto antes la verdad? Durante los catorce años que lleva usted detrás de él.
– Por otras razones, Danglard. Primero, y perdóneme, porque todos razonaron como usted y se limitaron a eso: diversidad de armas y heridas, no hay por lo tanto asesino único. Luego, aislamiento geográfico de los investigadores, falta de contactos interregionales, ya conoce usted el problema. Finalmente porque, cada vez, se les ofreció un culpable ideal con la prueba en la mano. No desdeñe tampoco el poder del juez, que lo hacía, por así decirlo, intocable.
– Sí, pero usted, cuando tuvo indicios para una acusación, ¿por qué no hizo que le escucharan?
Adamsberg esbozó una rápida y triste sonrisa.
– Por falta total de credibilidad. Todos los magistrados se enteraban en seguida de mi implicación personal en el asunto y consideraba mi acusación subjetiva y obsesiva. Todos estaban convencidos de que yo habría hecho cualquier locura para que se reconociese la inocencia de Raphaël. ¿Usted no, Danglard? Y mi hipótesis se enfrentaba con un juez poderoso. Nunca me dejaron ir muy lejos. «Admita de una vez por todas, Adamsberg, que su hermano mató a la muchacha. Su desaparición lo prueba.» Luego, una amenaza de proceso por difamación.
– Un bloqueo -resumió Danglard.
– ¿Está usted convencido, capitán? ¿Comprende que el juez había matado ya cinco veces antes de emprenderla con Lise, y que luego lo hizo dos veces más? Ocho asesinatos a lo largo de un período de treinta y cuatro años. Es algo más que un asesino en serie, es el trabajo frío y meticuloso de toda una vida, dosificado, programado, repartido. Descubrí los cinco primeros crímenes buscando en archivos, y puede que haya más. En los dos siguientes, yo seguía las huellas del juez y leía todas las páginas de actualidad. Fulgence sabía que yo no había abandonado y le forzaba a una huida sin fin. Pero se escurría por entre mis dedos. Y, ya lo ve Danglard, aún no ha terminado. Fulgence sale de su tumba: acaba de matar por novena vez en Schiltigheim. Es su mano, lo sé. Tres heridas alineadas. Debo ir allí para comprobar las medidas, pero ya lo verá usted, Danglard, cómo la línea de los impactos no superará los 16,9 cm. El punzón era nuevo. El detenido es un vagabundo, alcohólico y que sufre amnesia. Todo concuerda.
– De todos modos -dijo Danglard con una mueca-, si añadimos Schiltigheim, estamos ante una secuencia de asesinatos que dura cincuenta y cuatro años. Algo nunca visto en los anales del crimen.
– Tampoco el Tridente se ha visto nunca. Un monstruo de excepción. No sé cómo hacer que usted lo entienda. No le conoció.
– Aun así -repitió Danglard-. Lo dejó en 1983, ¿y vuelve a empezar veinte años más tarde? Eso no tiene sentido.
– ¿Quién le dice que no haya matado entretanto?
– Usted. No ha dejado de interesarse por las noticias de actualidad. Y, sin embargo, nada durante veinte años.
– Sencillamente porque abandoné la búsqueda en 1987. Le he dicho que le había perseguido durante catorce años, no treinta.
Danglard levantó la cabeza, sorprendido.
– ¿Y por qué? ¿Cansancio? ¿Presiones?
Adamsberg se levantó y dio unos pasos por la habitación, con la cabeza inclinada hacia su brazo doblado. Regresó luego a la mesa, se apoyó en ella con la mano diestra y se inclinó hacia su adjunto.
– Porque, en 1987, murió.
– ¿Cómo?
– Que murió. El juez Fulgence murió hace dieciséis años, de muerte natural, en Richelieu, en su última morada, el 19 de noviembre de 1987. Crisis cardíaca certificada por el médico.
– Dios mío, ¿está usted seguro?
– Evidentemente. Lo supe enseguida y fui a su entierro. Salieron artículos en todos los periódicos. Vi cómo su ataúd bajaba a la fosa y vi la tierra cubriendo al monstruo. Y fue para mí un día negro, perdí la esperanza de poder demostrar la inocencia de mi hermano. El juez escapaba para siempre.
Se hizo un largo silencio que Danglard no sabía cómo romper. Alisaba mecánicamente los expedientes con la palma de la mano, atónito.
– Vamos, Danglard, hable. Láncese. Atrévase.
– Schiltigheim -murmuró Danglard.
– Eso es. Schiltigheim. El juez regresa de los infiernos y yo vuelvo a tener una oportunidad. ¿Comprende? ¡Mi oportunidad! Y esta vez no la dejaré pasar.
– Si le entiendo bien -dijo Danglard, vacilando-, tendría un discípulo, un hijo, un imitador.
– Nada de eso. Y no hay mujer ni hijos. El juez es un depredador solitario. Schiltigheim es obra suya y no de un imitador.
La inquietud arrebató las palabras de la boca del capitán. Osciló y optó por la benevolencia.
– Este último crimen le ha trastornado. Es una terrible coincidencia.
– No, Danglard, no.
– Comisario -expuso pausadamente Danglard-, el juez lleva dieciséis años muerto. Es huesos y polvo.
– ¿Y qué? ¿Qué puede importarme eso? Lo que me importa es la muchacha de Schiltigheim.
– Maldita sea -se enojó Danglard-, ¿en qué cree usted? ¿En la resurrección?
– Creo en los actos. Ha sido él, y eso me concede otra oportunidad. Por lo demás, tuve algunos signos.
– ¿Cómo que «signos»?
– Signos, señales de alerta. La camarera del bar, el cartel, las chinchetas.
Danglard se levantó a su vez, asustado.
– Dios mío, ¿«signos»? ¿Se está usted volviendo místico? ¿Qué está persiguiendo, comisario? ¿Un espectro? ¿Un fantasma? ¿Un muerto viviente? ¿Y dónde se encuentra? ¿En su cráneo?
– Persigo al Tridente. Que se alojaba no lejos de Schiltigheim hace muy poco tiempo.
– ¡Está muerto! ¡Muerto! -gritó Danglard.
Ante la inquieta mirada del capitán, Adamsberg comenzó a colocar con una sola mano los expedientes en su cartera, uno a uno, con cuidado.
– ¿Y qué le importa la muerte al diablo, Danglard?
Luego tomó su chaqueta y, tras un gesto del brazo válido, partió.
Danglard se dejó caer en su silla, desolado, llevándose a los labios la botella de cerveza. Perdido. Adamsberg estaba perdido, arrastrado por una espiral de locura. Chinchetas, la camarera de un bar, un cartel y un muerto viviente. Mucho más extraviado de lo que había temido. Jodido, perdido, arrastrado por un mal viento.
Tras unas pocas horas de sueño, llegó con retraso a la Brigada. Una nota le esperaba en su mesa. Adamsberg había tomado el tren de la mañana hacia Estrasburgo. Volvería al día siguiente. Danglard se acordó del comandante Trabelmann y rogó por que fuera indulgente.
X
A lo lejos, en el vestíbulo de la estación de Estrasburgo, el comandante Trabelmann parecía un pequeño bruto de constitución sólida. Haciendo abstracción de su aspecto militar, Adamsberg concentró su examen en la redondez central del rostro del comandante y descubrió en ella algo firme y alegre. Una débil posibilidad de que tomase en consideración el improbable expediente que aportaba. Trabelmann le estrechó la mano riendo con brevedad, sin razón alguna. Hablaba claro y fuerte.