Trabelmann soltó una corta carcajada, sin que Adamsberg entendiera por qué se reía.
En el puesto de Schiltigheim, Adamsberg puso su pila de expedientes sobre la mesa del comandante, mientras un brigadier le entregaba el punzón en una bolsa de plástico. El instrumento era de factura común y completamente nuevo, si no fuera por la sangre seca que lo manchaba.
– Si le sigo -dijo Trabelmann instalándose en su mesa-, y digo «si», tendríamos que llevar a cabo una investigación sobre la compra de cuatro punzones y no de uno solo.
– Sí, y perdería el tiempo. Nuestro hombre -Adamsberg no se atrevía ya a nombrar a Fulgence- no comete el error de comprar cuatro punzones de golpe para llamar la atención, como si fuera un aficionado. Por esta razón elige modelos muy corrientes. Los adquiere en varias tiendas, espaciando las compras.
– Eso es lo que yo haría.
En aquel despacho, la firmeza del comandante ganaba en fuerza y su compulsivo júbilo se agotaba. El estar sentado, se dijo Adamsberg, o el marco oficial, tal vez bloqueara su desahogo.
– Uno de los punzones puede haberlo comprado en Estrasburgo, en septiembre -dijo-, el otro en julio, en Roubaix, y así sucesivamente. Es imposible seguirle la pista de ese modo.
– Pse… -concluyó Trabelmann-. ¿Quiere ver usted al tipo? Le calentamos unas horas más y cantará, Fíjese en que, cuando lo agarramos, llevaba en el cuerpo, por lo menos, el equivalente a una botella y media de whisky.
– De ahí la amnesia.
– Esas amnesias le fascinan, ¿eh? Pues bien, a mí no, comisario. Porque alegando amnesia y enajenación mental, el tipo está seguro de cargar con diez o quince años menos. Y eso cuenta una barbaridad, ¿no es cierto? Todos conocen el truco. De modo que me creo lo de la amnesia tanto como lo de su Príncipe Encantador convertido en dragón. Pero vaya a verlo, Adamsberg, dese cuenta usted mismo.
Bernard Vétilleux, cincuenta tacos, un hombre alto y flaco de rostro hinchado, medio arrellanado en su litera, vio entrar a Adamsberg con indiferencia. Él o cualquier otro, ¿qué podía importarle? Adamsberg le preguntó si aceptaba hablar y el hombre asintió.
– No tengo nada que contar, de todos modos -dijo con voz neutra-. No tengo ya nada ahí dentro, no recuerdo nada.
– Lo sé. Pero ¿y antes, antes de que estuviera en esa carretera?
– Bueno, ni siquiera sé cómo llegué allí. No me gusta andar. Tres kilómetros, a fin de cuentas, es un buen tramo.
– Sí, pero antes -insistió Adamsberg-. Antes de la carretera.
– Lo de antes lo recuerdo muy bien, claro. Eh, muchacho, no he olvidado toda mi vida, ¿eh? Sólo he olvidado esa jodida carretera y todo lo demás.
– Lo sé -repitió Adamsberg-. Pero ¿qué estaba haciendo antes?
– Bueno, empinaba el codo, caramba.
– ¿Dónde?
– Al principio, eché el ancla.
– ¿Dónde?
– En El Tapón, junto a la verdulería. Ya ve que no es que no tenga memoria, ¿eh?
– ¿Y luego?
– Bueno, me echaron a la calle, como de costumbre, no tenía ni un chavo. Estaba ya tan trompa que no tenía ganas de andar mendigando. De modo que busqué un rincón donde dormir. Y es que ahora hace un frío del carajo. Mi rincón de costumbre me lo habían quitado unos tipos, con tres chuchos. Me largué con viento fresco y me metí en el parque, en esa especie de cubo de plástico amarillo para los mocosos. Se está más caliente allí. Parece una casita, con una puerta pequeña. Y por el suelo hay como musgo. Pero cuidado, eh, falso musgo, para que los mocosos no se hagan daño.
– ¿Qué parque?
– Bueno, el parque de las mesas de ping-pong, no lejos de mi rincón. No me gusta andar.
– ¿Y luego? ¿Estaba solo?
– Había otro tipo que buscaba también la casita. Mala suerte, me dije. Pero cambié pronto de opinión porque el tipo llevaba dos litronas en el bolsillo. Qué potra, me dije, sobre todo porque le enseñé enseguida mis cartas. Si quieres la casita, me pasas la priva. Estuvo de acuerdo. Generoso, el compañero.
– ¿Te acuerdas de ese compañero? ¿Cómo era?
– Bueno, no es que no tenga memoria pero había empinado ya bastante el codo, eh, hay que tenerlo en cuenta. Y era noche cerrada. Además, a caballo regalado no le mires el dentado. El tipo no me interesaba, me interesaban sus litronas.
– Pero te acuerdas un poco, claro. Inténtalo, cuéntamelo. Todo lo que recuerdes. Cómo hablaba, cómo era, cómo bebía. ¿Alto, gordo, bajo, joven, viejo?
Vétilleux se rascó la cabeza como para activar sus pensamientos y se incorporó en su litera, levantando hacia Adamsberg sus ojos enrojecidos.
– Eh, aquí no me dan nada.
Adamsberg lo había previsto y se había metido en el bolsillo una botellita de coñac. Lanzó una mirada a Vétilleux, señalando al brigadier de guardia en la celda.
– Pse… -comprendió Vétilleux.
– Luego -dijo Adamsberg, formando mudamente las palabras con los labios.
Vétilleux lo captó a la primera e inclinó la cabeza.
– Estoy convencido de que tienes una memoria excelente -prosiguió Adamsberg-. Cuéntame lo de ese tipo.
– Viejo -afirmó Vétilleux-, aunque joven al mismo tiempo, no puedo decírtelo. Enérgico, vamos. Pero viejo.
– ¿Y su ropa? ¿La recuerdas?
– Iba vestido igual que cualquiera que vaya de noche con dos litronas, vamos. Y que busque un lugar para dormir. Una vieja chaqueta con bufanda, dos gorros hasta los ojos, guantes gruesos, en fin, todo lo necesario para que no se te hielen demasiado los cojones.
– ¿Gafas? ¿Afeitado?
– Gafas no, vi los ojos bajo el gorro. Tampoco barba, aunque no recién afeitado, vamos. No olía.
– ¿Es decir?
– No comparto mi cama con los tipos que huelen, así son las cosas, cada cual con sus manías. Voy a los baños públicos dos veces por semana, no me gusta oler. Tampoco meo en la casita de los mocosos. ¿Sabes?, que empine el codo no significa que no respete a los mocosos. Son amables esos mocosos. Charlan con los zoquetes, como con cualquier otro: «¿Tienes papá? ¿Tienes mamá?». Son amables esos mocosos, lo captan todo, hasta que los mayores les llenan la cabeza de mierda. De modo que no meo en su casita. Me respetan y los respeto.
Adamsberg se volvió hacia el centinela.
– Brigadier -preguntó Adamsberg-, ¿podría traerme un vaso de agua y dos aspirinas? La herida -explicó mostrándole el brazo.
El brigadier inclinó la cabeza y se alejó. Vétilleux había tendido rápidamente la mano y se guardó en el bolsillo la botella de coñac. Menos de cincuenta segundos más tarde, el brigadier regresaba con un vaso. Adamsberg se obligó a tragar los comprimidos.
– Caramba, eso me recuerda algo -dijo Vétilleux mostrando el vaso-. El tipo generoso llevaba un chisme bastante raro, para ser tan generoso. Tenía un vaso como el tuyo. Y él tenía su botella y yo la mía. No bebía a morro, ¿te das cuenta? Algo clasista, un remilgado.
– ¿Estás seguro de eso?
– Seguro. Y me dije: éste es un tío que se la ha pegado. Ya sabes, los hay que se la pegan. Una tía que les deja plantados y, ¡hala!, se agarran a la botella y a resbalar por el tobogán. O su curro se va al carajo y, ya está, se agarran a la botella. Y una mierda. No vas a pegártela porque tu tía o el curro te hayan dado con la puerta en las narices. Hay que resistir, joder. Mientras que a mí, ya ves, no me faltaron huevos. No me la pegué porque ya estaba por los suelos. De modo que allí me quedé. ¿Ves la diferencia?
– Ya lo creo.
– Y no estoy juzgando, ¿eh? Pero de todos modos es distinto. Y es cierto que cuando Josie me plantó, la cosa no me ayudó, lo reconozco. Pero cuidado, yo empinaba el codo antes. Por eso se largó ella. No puedo culparla, no juzgo. Sólo a los peces gordos que ni siquiera me sueltan una moneda. Entonces sí, a veces me he puesto a cagar delante de su puerta, lo reconozco. Pero nunca en la casita de los mocosos.