– ¿Ése era su «recuerdo de infancia»? ¿Por qué no lo ha dicho antes?
– No me habría escuchado usted hasta el final. Demasiado implicado, demasiado personal.
– Afirmativo. Que alguien de la familia esté metido en la mierda, no hay nada peor para que un poli se la pegue.
Sacó el expediente n.° 6 y lo colocó en lo alto de la pila, con un suspiro.
– Escúcheme, Adamsberg -prosiguió-, teniendo en cuenta su notoriedad, voy a tragarme sus expedientes. Así, el intercambio será completo e imparcial. Usted habrá visto mi terreno y yo habré visto el suyo. ¿De acuerdo? Nos vemos mañana por la mañana. Tiene usted un buen hotelito a doscientos metros de aquí, subiendo a la derecha.
Adamsberg vagó largo tiempo por la campiña antes de plantarse en el hotel. No le guardaba rencor a Trabelmann, que se había prestado a colaborar. Pero el comandante no le seguiría, como los demás. Desde siempre, por todas partes, se había topado con ojos incrédulos, en todas partes eran sus hombros únicamente los que cargaban con el peso del juez.
Pero Trabelmann tenía razón en un punto. Él, Adamsberg, no soltaría la presa. La longitud de las heridas coincidía, una vez más, sin superar los límites del travesaño del tridente. Vétilleux había sido elegido, seguido y vencido con un litro de alcohol por el tipo del gorro encasquetado hasta los ojos, que tuvo mucho cuidado de no tener contacto con la saliva de su compañero. Luego, a Vétilleux lo habían metido en un coche y dejado muy cerca del lugar del crimen, ya cometido. Al viejo le había bastado con apretar el punzón en su mano y arrojarlo a su lado. Luego, arrancaría y se alejaría tranquilamente, entregando su nuevo chivo expiatorio al celoso Trabelmann.
XI
Cuando llegó al puesto, a las nueve, Adamsberg saludó al brigadier de guardia, el que había querido saber el chiste del oso. Éste le hizo comprender, con un ademán, que las cosas estaban muy mal. Trabelmann, en efecto, había perdido toda la amabilidad de la víspera y le aguardaba, de pie, en su despacho, con las manos cruzadas y la espalda rígida.
– ¿Me está usted tomando el pelo, Adamsberg? -preguntó con una voz cargada de cólera-. ¿Es una manía, entre la pasma, tomar a los gendarmes por gilipollas?
Adamsberg se quedó de pie ante el comandante. Lo mejor, en esos casos, es dejar que hablen. Lo imaginaba y ya era bastante. Pero no había pensado que Trabelmann fuera a actuar tan deprisa. Le había subestimado.
– ¡El juez Fulgence murió hace dieciséis años! -gritó Trabelmann-. ¡Fallecido, fiambre, muerto! ¡Ya no es un cuento, Adamsberg, es una novela de terror! ¡Y no me diga que no lo sabía! ¡Sus notas se detienen en 1987!
– Lo sabía, claro. Fui a su entierro.
– ¿Y me hace perder todo el día con su historia de locos? ¿Para explicarme que el viejo mató a la joven Wind en Schiltigheim? ¿Sin imaginar ni por un momento que el bueno de Trabelmann podría buscar información sobre el juez?
– Es cierto, no lo pensé y le pido perdón. Pero si se ha tomado el trabajo de hacerlo es que el caso de Fulgence le intriga lo bastante como para desear saber algo más.
– ¿A qué está jugando, Adamsberg? ¿A perseguir un fantasma? Prefiero no creerlo, o su lugar no está ya con la pasma sino en un manicomio. ¿Qué coño ha venido a hacer aquí? Dígamelo.
– A medir las heridas, a interrogar a Vétilleux y a indicarle esa pista.
– ¿Está pensando, tal vez, en un émulo? ¿Un imitador? ¿Un hijo?
Adamsberg tuvo la impresión de estar reviviendo, por etapas, su conversación de la antevíspera con Danglard.
– Ni discípulos ni hijos. Fulgence actúa solo.
– ¿Se da usted cuenta de que está diciéndome, fríamente, que ha perdido la cordura?
– Me doy cuenta de que usted lo piensa, comandante. ¿Me permite saludar a Vétilleux antes de marcharme?
– ¡No! -gritó Trabelmann.
– Si le parece adecuado entregar un inocente a la justicia, usted sabrá.
Adamsberg rodeó a Trabelmann para recuperar sus expedientes y meterlos, torpemente, en su cartera, una operación que requería tiempo con una sola mano. El comandante no le ayudó, como no lo había hecho Danglard. Tendió la mano a Trabelmann para saludarle, pero éste permaneció con los brazos cruzados.
– Bueno, volveremos a vernos, Trabelmann, un día u otro, con la cabeza del juez clavada en su tridente.
– Adamsberg, me he equivocado.
El comisario levantó los ojos, sorprendido.
– Su ego no es tan grande como esta mesa, sino como la catedral de Estrasburgo.
– Que a usted no le gusta.
– Afirmativo.
Adamsberg se dirigió hacia la salida. En el despacho, los pasillos y el vestíbulo, el silencio había caído como un chaparrón, arrastrando voces, movimientos, ruido de pasos. Tras haber cruzado la puerta, vio al joven brigadier que le escoltaba unos metros.
– Comisario, ¿y el chiste del oso?
– No me siga, brigadier, se está jugando el puesto.
Le dirigió un rápido guiño y se fue a pie, sin un coche que le llevara a la estación de Estrasburgo. Pero, al revés que para Vétilleux, unos kilómetros a pie no representaban una gran distancia para el comisario, sino un paseo apenas suficiente para expulsar de su espíritu al nuevo adversario que el juez Fulgence acababa de añadir a su colección.
XII
Su tren hacia París no saldría antes de una hora y Adamsberg decidió, como desafiando a Trabelmann, ir a rendir honores a la catedral de Estrasburgo. La rodeó a pie puesto que su destino era, según el comandante, que su ego alcanzara aquellas colosales dimensiones de otra edad. Luego recorrió la nave, los deambulatorios, y se empeñó en leer los cartelitos. «Edificio del más puro y osado estilo gótico.» Muy bien, ¿qué más podía querer Trabelmann? Levantó la cabeza hacia el vértice de la torre, «obra maestra que se eleva a 142 m de altura». Él apenas alcanzaba la talla reglamentaria para ser aceptado en la policía.
En el tren, al pasar por el bar, las hileras de botellines llevaron sus pensamientos hacia Vétilleux. A aquellas horas, Trabelmann le conducía sin duda por el camino de la confesión, como un animal borracho que fuera hacia el matadero. A menos que Vétilleux recordara sus consejos, a menos que resistiera. Qué extraño era que le guardara a la desconocida Josie tanto rencor por haber plantado a Vétilleux, abandonándole en plena caída, cuando él también había dejado a Camille en un abrir y cerrar de ojos.
En la comisaría, le sorprendió un olor a alcanfor y se detuvo en la Sala del Concilio, donde Noël, con la camisa desabrochada y la frente apoyada en sus dedos cruzados, dejaba que la teniente Retancourt le diera un masaje en la nuca. Sus manos corrían de los hombros a la raíz del pelo, efectuando unos movimientos circulares y longitudinales que parecían haber sumido a Noël en una beatitud de niño. Éste dio un respingo al percatarse de la presencia del comisario y se abrochó aprisa la camisa. Retancourt no manifestó la menor turbación y tapó de nuevo, tranquilamente, su tubo de pomada, mientras dirigía un breve saludo a Adamsberg.
– Enseguida estoy con usted -le dijo-. Noël, nada de movimientos bruscos del cuello durante dos o tres días. Y si tiene que llevar algo pesado, utilice el brazo izquierdo más que el derecho.
Luego, Retancourt se dirigió hacia Adamsberg mientras Noël se largaba de la sala.
– Con este frío -explicó con toda naturalidad-, tiene un nudo en los músculos, y tortícolis.
– ¿Sabe usted relajarlos?
– Bastante bien. He preparado los expedientes para la misión de Quebec, los formularios han sido enviados y los visados están listos. Los billetes de avión nos llegarán pasado mañana.
– Gracias, Retancourt. ¿Está Danglard por aquí?
– Le espera. Ayer por la tarde logró la confesión de la hija de Hernoncourt. El abogado piensa alegar locura transitoria, lo que, por otro lado, parece que es verdad.