– ¿Por qué, Clémentine?
– Bueno, porque algo le preocupa. ¿Sabe que he casado ya a mi chico?
– ¿Con Lizbeth? -preguntó Adamsberg sirviéndose oporto y torta.
– Eso es. ¿Y usted?
– Pues yo he hecho lo contrario.
– Vaya, ¿le tocaba las narices? ¿A un hombre apuesto como usted?
– Al contrario.
– Entonces era usted.
– Era yo.
– Bueno, eso no está bien -anunció la anciana vaciando un tercio de su oporto-. Una chica tan agradable.
– ¿Cómo lo sabe usted, Clémentine?
– Caramba, pasé muchos ratos en su comisaría. Entonces, a fe mía, juegas, te entretienes, charlas.
Clémentine metió sus tortas en el viejo horno de gas, cerró la puerta con un chirrido y las observó, sin pestañear, a través del cristal ahumado.
– Lo cierto -continuó- es que los mujeriegos montan todo un número cuando están colados de verdad por alguien, ¿no es así? Le echan la culpa a su novia.
– ¿Cómo es eso, Clémentine?
– Bueno, dado que ese amor les molesta para seguir a otras mujeres, tienen que castigar a la novia.
– ¿Y cómo la castigan?
– Carajo, haciéndole saber que la engañan a diestro y siniestro. Después, la muchacha se echa a llorar y eso, a él, no le gusta. Forzosamente, puesto que hacer llorar a la gente no le gusta a nadie. Entonces la planta.
– ¿Y luego? -preguntó Adamsberg, atento al relato como si la anciana le estuviese contando un cuento maravilloso.
– Bueno, entonces se cabrea porque ha perdido a la chica. Porque una cosa es ser mujeriego y otra muy distinta amar.
– ¿Por qué es distinto?
– Porque ser mujeriego no hace feliz a ningún hombre. Y amar molesta para ser mujeriego. De modo que el mujeriego va de aquí para allá, y nunca está contento por si acaso fuera poco. La muchacha es la que paga el pato, y luego, él.
Clémentine abrió la puerta del horno, observó, la volvió a cerrar.
– Es muy cierto, Clémentine -dijo Adamsberg.
– No hay que ser un gran letrado para comprenderlo -dijo ella frotando ampliamente la mesa con un trapo-. Voy a empezar con mis costillas de cerdo.
– Pero ¿por qué va el mujeriego detrás de las mujeres, Clémentine?
La anciana apoyó sus grandes puños en las caderas.
– Bueno, porque es más fácil. Para amar, hay que dar de uno mismo, mientras que para ir de una a otra, no es necesario. ¿Le apetece con habichuelas, la costilla de cerdo? Yo misma las he pelado.
– ¿Ceno aquí?
– Bueno, ya es hora. Hay que alimentarle, ya no le queda culo.
– No quiero privarla de su costilla de cerdo.
– Tengo dos.
– ¿Sabía usted que iba a venir?
– Yo no soy adivina, caramba. Últimamente se queda en casa una amiga. Pero esta noche, vendrá más tarde. En realidad, me sobraba. Me la habría comido mañana, pero no me gusta comer cerdo dos veces seguidas. No sé por qué, manías. Voy a echar leña, ¿me vigila usted el horno?
La estancia principal, pequeña y llena de sillones de gastadas flores, sólo estaba caldeada por una chimenea. En el resto de la casa, dos estufas de leña. La temperatura en la estancia no superaba los quince grados. Adamsberg puso la mesa mientras Clémentine alimentaba el fuego.
– En la cocina no -objetó Clémentine tomando unos platos-. Por una vez que tengo gente bien, nos instalaremos cómodamente en el salón. Termine su oporto, da energía.
Adamsberg la obedecía en todo, y se encontró, en efecto, perfectamente cómodo en la mesa del saloncito, de espaldas a las llamas de la chimenea. Clémentine le llenó el plato y le sirvió, sin que pudiera rechistar, un vaso de vino a rebosar. Se puso una servilleta de flores en el escote y tendió otra a Adamsberg, que la imitó.
– Le cortaré la carne -dijo-. Con ese brazo, usted no puede. ¿También eso le hace pensar?
– No, Clémentine, no pienso mucho en estos momentos.
– Cuando no se piensa, llegan los problemas. Hay que devanarse los sesos siempre, mi querido Adamsberg. ¿No le molestará que le llame a veces por su nombre?
– No, en absoluto.
– Basta de gilipolleces -dijo Clémentine volviendo a su lugar-. ¿Qué le sucede entonces?, dejando al margen a su novia.
– En estos momentos, tiendo a atacar a todo el mundo.
– ¿Y lo de su brazo es por eso?
– Por ejemplo.
– Fíjese en que no siempre estoy contra las peleas, calman los nervios. Pero si no es una de sus costumbres, tiene que devanarse los sesos. Serán las contrariedades por lo de la muchacha, será otra cosa, o todo a la vez. No va usted a dejar la costilla ahí, ¿eh? Tiene que terminarse el plato. Uno no come y, luego, ya no tiene culo. Traeré el arroz con leche.
Clémentine puso un bol de postre ante Adamsberg.
– Si le tuviera aquí quince días, le cebaría bien. ¿Qué más le corroe?
– Un muerto viviente, Clémentine.
– Bueno, eso puede arreglarse. Es menos complicado que el amor. ¿Y qué ha hecho?
– Mató ocho veces, y ha vuelto a empezar. Con un tridente.
– ¿Y desde cuándo está muerto?
– Hace dieciséis años.
– ¿Y dónde acaba de matar?
– Cerca de Estrasburgo, el sábado pasado por la noche. Una muchacha.
– ¿No le había hecho ningún daño, la muchacha?
– Ni siquiera la conocía. Es un monstruo, Clémentine, un apuesto y terrible monstruo.
– Bueno, le creeré. Ésas no son maneras, nueve muertos que no te han hecho nada.
– Pero los demás no quieren creerlo. Nadie.
– Los demás tienen, a menudo, la cabeza muy dura. No hay que deslomarse para meterles algo en el cráneo, si no quieren. Si es eso lo que intenta hacer, se está destrozando los nervios inútilmente.
– Tiene usted razón, Clémentine.
– Bueno, dejemos ahora a los demás -decidió Clémentine encendiendo un grueso cigarrillo-, cuénteme usted su asunto. ¿Puede acercar unos sillones delante de la chimenea? Esta ola de frío no la esperábamos, ¿verdad? Al parecer viene del Polo Norte.
Adamsberg tardó más de una hora en exponer tranquilamente los hechos a Clémentine, sin saber en absoluto por qué lo hacía. Sólo fueron interrumpidos por la llegada de la vieja amiga de Clémentine, una mujer casi tan mayor como ella, de unos ochenta años. Pero, al contrario que Clémentine, era flaca, menuda y vulnerable, con el rostro lleno de arrugas regulares.
– Josette, te presento al comisario del que te hablé un día. No temas, no es un mal tipo.
Adamsberg se fijó en su pelo teñido de rubio pálido, en su traje sastre de señorona y en sus pendientes de perlas, tenaces recuerdos de una vida burguesa desaparecida hacía mucho tiempo. Como contraste, llevaba unas gruesas zapatillas deportivas en los pies. Josette saludó con timidez y se alejó a pasitos hacia el despacho, atestado con los ordenadores del chico de Clémentine.
– ¿De qué se asusta? -preguntó Adamsberg.
– Ser poli no es cualquier cosa -suspiró Clémentine.
– Perdón -dijo Adamsberg.
– Estábamos hablando de usted, no de Josette. Estuvo bien lo de decir que había jugado a las cartas con su hermano. A menudo, las ideas simples son las mejores. Dígame, el punzón no lo habrá dejado usted todo ese tiempo en la poza, ¿verdad? Porque algún día subirá.
Adamsberg prosiguió su relato, alimentando el fuego de vez en cuando, bendiciendo a dios sabe qué inspiración por haberle empujado hacia Clémentine.
– Ese gendarme es un gilipollas -concluyó Clémentine tirando su colilla al fuego-. Cualquiera sabe que un príncipe encantador puede transformarse en dragón. Hace falta ser un poli muy lerdo para no comprenderlo.
Adamsberg se tendió a medias en el sofá, con su brazo herido sobre el vientre.
– Diez minutos de descanso, Clémentine, y me pondré en camino.
– Comprendo que eso le corroa, porque con ese muerto viviente no ha salido aún del embrollo. Pero siga con su idea, mi querido Adamsberg. No sé si será cierta, pero tampoco es que sea falsa.