A Adamsberg le bastó con que Clémentine se volviera y atizara el fuego para quedarse profundamente dormido. La anciana tomó una de las mantas que cubrían los sillones y la puso sobre el comisario.
Se cruzó con Josette al ir a acostarse.
– Duerme en el sofá -explicó con un gesto-. Ese tipo nos está enredando la madeja, Josette. Lo que me preocupa es que no le quede culo, ¿te has fijado?
– No sé, Clémie, no le conocía antes.
– Bueno, pues yo te lo digo. Habrá que cebarlo.
El comisario bebía su café en la cocina, acompañado por Clémentine.
– Lo siento, Clémentine, no me di cuenta.
– No es ninguna molestia. Si se durmió, es que lo necesitaba. Tiene que comerse la segunda tostada. Y si debe ir a ver a su jefe, tendrá que arreglarse un poco. Le daré un repaso con la plancha a la chaqueta y a los pantalones, no puede ir tan arrugado.
Adamsberg se pasó la mano por la barbilla.
– Use la maquinilla de mi chico en el cuarto de baño -dijo ella llevándose la ropa.
XIV
A las diez de la mañana, Adamsberg abandonó Clignancourt con la panza llena, el rostro afeitado, la ropa planchada y el ánimo provisionalmente aliviado por los excepcionales cuidados de Clémentine. A los ochenta y seis años, la anciana sabía dar sin mesura. ¿Y él? Él le traería algo de Quebec. Sin duda tendrían allí ropa de mucho abrigo que en París no había. Una buena y gruesa chaqueta de andar por casa, de piel de oso a cuadros, o unos botines de piel de alce. Algo excepcional, como ella.
Antes de presentarse ante el jefe de división, recordó las ansiosas recomendaciones del teniente Noël, que Clémentine no había desautorizado: «Mentirte a ti mismo, es una cosa; pero mentir a la pasma es, a veces, pura necesidad. No vale la pena comerse el marrón por una cuestión de honor. El honor es cosa de uno, no de la pasma».
El jefe de división Brézillon evaluaba, como si fuera un contable, los resultados de Adamsberg, que superaban con mucho los del resto de sus comisarios. Pero no sentía inclinación alguna por el hombre y su modo de ser. Sin embargo, recordaba sus tormentos durante el reciente asunto de los Cuatro, que había alcanzado tales proporciones que el Ministerio había estado a punto de elegirle como chivo expiatorio. Hombre de leyes, que conocía bien la rigidez de la justicia, Brézillon sabía lo que le debía a Adamsberg. Pero aquella riña con un brigadier era embarazosa y, sobre todo, le sorprendía de parte de su indolente comisario. Había escuchado el testimonio de Favre, y la obtusa vulgaridad del brigadier le había disgustado soberanamente. Había oído a seis testigos más, y todos habían defendido obstinadamente a Adamsberg. El detalle de la botella rota era, sin embargo, especialmente grave. Adamsberg también tenía amigos en asuntos internos pero la voz de Brézillon iba a ser decisiva.
El comisario le expuso una versión de los hechos. El vidrio roto para acabar con la altivez de Favre, un simple gesto de reconvención. «Reconvención», Adamsberg había encontrado la palabra mientras caminaba y la había considerado adecuada a su mentira. Brézillon le había escuchado con aire preocupado y Adamsberg le había notado más bien dispuesto a sacarle de aquel avispero. Pero quedaba claro que el caso no estaba cerrado.
– Le advierto seriamente, comisario -le dijo al separarse de él-. Las conclusiones no estarán listas antes de uno o dos meses. Hasta entonces ni un incidente, ni una divagación, ni un embrollo. Desaparezca, ¿lo capta?
Adamsberg asintió.
– Y le felicito por el caso de Hernoncourt -añadió-. ¿No le impedirá esta herida asistir al cursillo en Quebec?
– No. El forense me ha dado ya instrucciones.
– ¿Para cuándo la partida?
– Para dentro de cuatro días.
– Eso le viene al pelo. Al menos, logrará que se olviden de usted.
Tras esa ambigua despedida, Adamsberg abandonó el muelle de los Orfebres pensativo. «Desaparezca, ¿lo capta?» Trabelmann se habría reído. Torre de Estrasburgo, ciento cuarenta y dos metros. «Me hace usted reír, Adamsberg, al menos me hace reír.»
A las dos de la tarde, los siete miembros de la misión de Quebec se habían reunido para una serie de instrucciones técnicas y de conducta. Adamsberg había distribuido reproducciones de los grados y las insignias de la Gendarmería Real de Canadá, que ni siquiera él había memorizado aún.
– Nada de meter la pata, ésa es la consigna general -comenzó Adamsberg-. Revisen a fondo las insignias. Se las verán con cabos, sargentos, inspectores y superintendentes. No confundan los rangos. El responsable que nos recibirá es el superintendente principal Aurèle Laliberté, es decir, la libertad es su apellido.
Hubo algunas risitas.
– Eso es lo que debemos evitar: las risas. Sus nombres y apellidos no se parecen a los nuestros. Encontrarán ustedes, en la GRC, apellidos que sonarán como «ladulzura», «francias» e, incluso, a «luiscatorce». Nada de risas. Conocerán a algunas Ginette o algunos Philibert más jóvenes que ustedes, pese a lo anticuado de los nombres. Nada de risas tampoco, ni cuando se trate de su acento, sus expresiones o su modo de hablar. Cuando un quebequés habla deprisa, no es tan fácil de seguir.
– ¿Por ejemplo? -preguntó el preciso Justin.
Adamsberg se volvió hacia Danglard, interrogativo.
– Por ejemplo -respondió Danglard-: «¿Quieres que andemos brincando toda la noche?».
– ¿Qué significa eso? -preguntó Voisenet.
– «No vamos a darle vueltas toda la noche.»
– Eso es -dijo Adamsberg-. Intenten comprender y eviten el chiste fácil, o toda la misión se irá a pique.
– Los quebequeses -interrumpió Danglard con voz blanda- consideran Francia como la madre patria pero no aprecian demasiado a los franceses, y desconfían de ellos. Los encuentran despectivos, altivos y burlones, con razón, como si consideraran Quebec una capital de provincias de leñadores y pazguatos.
– Cuento con ustedes -prosiguió Adamsberg- para que no se comporten como turistas, parisinos por añadidura, que hablan en voz alta y lo denigran todo.
– ¿Dónde nos alojaremos? -preguntó Noël.
– En un edificio de Hull, a seis kilómetros de la GRC. Cada cual tendrá su habitación, con vistas al río y a las ocas marinas. Tendremos a nuestra disposición coches oficiales. Allí no se camina, se rueda.
La reunión duró todavía casi una hora, luego el grupo se dispersó con murmullos de satisfacción, salvo por parte de Danglard, que se arrastró como un condenado fuera de la sala, pálido de ansiedad. Si por un milagro los estorninos no se metían en el reactor izquierdo a la ida, lo harían, a la vuelta, las ocas marinas, y en el reactor de la derecha. Y una oca marina vale por diez estorninos. Todo es más grande allí, en Canadá.
XV
Adamsberg ocupó buena parte de su sábado telefoneando a las agencias inmobiliarias de la lista, muy larga, que había elaborado para los alrededores de Estrasburgo, sin incluir la propia ciudad. La tarea era un fastidio y siempre hacía la misma pregunta, en los mismos términos. ¿Había algún hombre de edad avanzada que hubiera alquilado o comprado, en fecha indeterminada, una propiedad o, más exactamente, una gran mansión aislada? ¿Y el adquisidor había cancelado su arrendamiento o puesto en venta su mansión hacía poco tiempo? Justo al final de su búsqueda, dieciséis años antes, las pesquisas de Adamsberg habían inquietado al Tridente lo bastante para incitarle a cambiar de región en cuanto había cometido el crimen, escurriéndose así entre sus dedos. Adamsberg se preguntaba si el juez, incluso muerto, habría conservado aquel reflejo de prudencia. Las distintas residencias que Adamsberg le había conocido habían resultado, todas ellas, casas particulares, lujosas y señoriales. El juez había reunido una considerable fortuna y aquellas mansiones habían sido siempre suyas, y no de alquiler, pues Fulgence prefería evitar la mirada de un propietario.