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Conscientes de su malestar, sus colegas le ignoraban por discreción. El escrupuloso Justin, que siempre dudaba en dar su opinión por temor a dañar al otro o alterar una idea, alternaba bromas típicas y una febril revisión de las insignias quebequesas. Al revés que Noël, pura acción, que participaba en todo y demasiado deprisa. Cualquier movimiento era bueno para Noël y ese viaje no podía dejar de gustarle. Al igual que a Voisenet. El ex químico y naturalista esperaba de aquella estancia algunos hallazgos científicos pero también emociones geológicas y fáunicas. Para Retancourt, naturalmente, ningún problema; era la adaptación hecha mujer, zambulléndose con excelencia en la situación que se le planteara. En cuanto al joven y tímido Estalère, sus grandes ojos verdes, asombrados, sólo pedían posarse en cualquier nueva fuente de curiosidad. Saldría de allí más asombrado aún. En resumen, se dijo Adamsberg, cada cual encontraba en el viaje cierto provecho o libertad, produciendo una ruidosa excitación colectiva.

Excepto Danglard. Sus cinco hijos habían sido confiados a la generosa vecina del sexto, con la Bola, y todo iba bien por ese lado salvo por la perspectiva de dejarlos huérfanos. Adamsberg buscaba un modo de arrancar a su adjunto del creciente pánico, pero la degradación de sus relaciones le dejaba poco margen para el consuelo. O tal vez, se dijo Adamsberg, fuera preciso atacar por otro lado: provocarle, obligarle a reaccionar. ¿Y qué mejor que el relato de su visita a la casa del fantasma del Schloss? Sin duda eso haría que Danglard montara en cólera, y la cólera es mucho más estimulante y distraída que el terror. Pensaba en ello desde hacía un rato, sonriendo, cuando la llamada a los pasajeros del vuelo a Montreal-Dorval les arrancó de sus asientos.

Sus plazas formaban un grupo compacto en mitad del boeing y Adamsberg se las arregló para que Danglard quedara a su derecha, lo más lejos posible de la ventanilla. Las instrucciones de supervivencia gestualizadas por una joven azafata, en caso de explosión, de despresurización de la cabina, caída al mar y alegre salida por los toboganes, no arreglaron la cosa. Danglard buscó tanteando su chaleco salvavidas.

– Es inútil -le dijo Adamsberg-. Cuando esto estalla, sales por la ventanilla sin darte cuenta, echo picadillo como el sapo, paf, paf, paf, y explosión.

Nada, ni un brillo en el rostro lívido del capitán.

Cuando el aparato se detuvo para hacer rugir sus reactores a plena potencia, Adamsberg creyó que iba a perder realmente a su adjunto, exactamente como al jodido sapo. Danglard sufrió el despegue con los dedos incrustados en los brazos del asiento. Adamsberg aguardó a que el avión hubiera concluido su ascenso para intentar distraerle.

– Aquí tiene usted una pantalla -le explicó-. Suelen poner buenas películas. También hay una cadena cultural. Mire -añadió consultando el programa-, un documental sobre los comienzos del Renacimiento italiano. No está mal a fin de cuentas. El Renacimiento italiano.

– Me lo sé -murmuró Danglard con el rostro fijo y los dedos atornillados aún a los brazos de la butaca.

– ¿También los comienzos?

– También me los sé.

– Si conecta su radio, hay un debate sobre el concepto de la estética en Hegel. Es algo que vale la pena, ¿no?

– Me lo sé -repitió sombrío Danglard.

Bueno, si ni los comienzos del Renacimiento ni Hegel podían cautivar a Danglard, la situación era casi desesperada, estimó Adamsberg. Le echó una ojeada a su vecina, Hélène Froissy, que, con el rostro vuelto hacia la ventanilla, se había dormido ya o volvía a sus tristes pensamientos.

– Danglard, ¿sabe usted lo que hice el sábado? -preguntó Adamsberg.

– Me importa un bledo.

– Fui a visitar la última morada de nuestro juez fallecido, cerca de Estrasburgo. Morada que abandonó como si saltara la tapia seis días después del crimen de Schiltigheim.

En los abatidos rasgos del capitán, Adamsberg percibió un leve respingo que le pareció alentador.

– Voy a contárselo.

Adamsberg hizo que el relato se alargara, sin omitir detalle alguno, el desván de Barba Azul, su establo, su pabellón, su cuarto de baño, y denominando al propietario sólo como «el juez» o «el muerto» o «el espectro». A falta de cólera, un interés sin entusiasmo recorría el rostro del capitán.

– Es interesante, ¿no? -dijo Adamsberg-. Ese hombre invisible para todos, esa impalpable presencia.

– Misántropo -objetó Danglard con voz contenida.

– Pero ¿un misántropo que borra cada una de sus huellas? ¿Que sólo deja tras de sí, y además por mala suerte, algunos pelos blancos como la nieve?

– Nada podrá hacer con esos pelos -murmuró Danglard.

– Sí, Danglard, puedo compararlos.

– ¿Con qué?

– Con los que están en la tumba del juez, en Richelieu. Bastaría con solicitar una exhumación. El pelo se conserva mucho tiempo. Con un poco de suerte…

– ¿Qué es eso? -interrumpió Danglard con voz alterada-. ¿Ese silbido que se oye?

– Es la presurización de la cabina, normal.

Danglard se apoyó de nuevo en el respaldo con un largo suspiro.

– Pero me resulta imposible recordar lo que dijo usted sobre el significado de Fulgence -mintió Adamsberg.

– De fulgur, «el rayo», «el relámpago» -no pudo resistirse Danglard-. O del verbo fulgeo: «lanzar relámpagos», «brillar», «relucir», «iluminar». En sentido figurado, «brillar», «ser ilustre», «manifestarse con fulgor».

Adamsberg almacenó, de paso, los nuevos significados que su adjunto sacaba de sus bobinas de erudición.

– ¿Y Maxime? ¿Qué diría usted de Maxime?

– No me diga que no lo sabe -masculló Danglard-. Maximus: «el mayor», «el más importante».

– No le he revelado con qué nombre compró el Schloss nuestro tipo. ¿Le interesa?

– En absoluto.

Danglard, en realidad, se daba perfecta cuenta de los esfuerzos que Adamsberg desplegaba para distraerle de su angustia y, aunque contrariado por la historia del Schloss, le estaba agradecido por su atención. Ya sólo seis horas y doce minutos de vuelo. Estaban ahora sobre el Atlántico, y por un buen rato aún.

– Maxime Leclerc. ¿Qué le parece eso?

– Que Leclerc es un apellido muy corriente.

– Tiene usted mala fe. Maxime Leclerc: «el más grande», «el más claro», «el fulgurante». El juez no pudo decidirse a tomar un nombre común.

– Con las palabras podemos jugar como con las cifras, hacerles decir lo que deseemos. Pueden retorcerse hasta el infinito.

– Si no se agarrara usted a su racionalidad -insistió Adamsberg por puro deseo de provocación-, admitiría que hay cosas interesantes en mi punto de vista sobre el asunto de Schiltigheim.

El comisario detuvo a una bienhechora azafata que pasaba con unas copas de champán ante la inconsciente mirada del capitán. Froissy la había rechazado, él tomó dos y las puso en las manos de Danglard.

– Beba -ordenó-. Las dos, pero sólo una por vez, como se lo tenía prometido.