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Danglard hizo un movimiento con la cabeza como gesto de leve gratitud.

– Pues, desde mi punto de vista -prosiguió Adamsberg-, no es que sea verdadero, pero tampoco falso.

– ¿Quién se lo dijo?

– Clémentine Courbet. ¿La recuerda? Fui a visitarla.

– Si elige usted las sentencias de la vieja Clémentine como punto de referencia, toda la brigada se precipitará al abismo.

– Nada de pesimismo, Danglard. Pero es cierto que podríamos jugar con los nombres hasta el infinito. Con el mío, por ejemplo. Adamsberg, «la montaña de Adán». El primero de los hombres. Eso le sienta bien a un tipo, ¿no? Y en una montaña, además. Me pregunto si no vendrá de eso la…

– Catedral de Estrasburgo -interrumpió Danglard.

– ¿Verdad? ¿Y su nombre, Danglard, qué hacemos con él?

– Es el nombre del traidor en Montecristo. Un verdadero cabrón.

– Es interesante, evidentemente.

– Y hay algo mejor -dijo Danglard, que se había ventilado las dos copas de champán-. Viene de D’Anglard, y Anglard viene del germánico Angil-hard.

– Vamos, amigo, traduzca.

– Angil, dos raíces cruzadas: «espada» y «ángel». Por lo que a hard se refiere, significa «duro».

– Lo que produce una especie de ángel inflexible con espada. Mucho más grave que el pobre primer hombre gesticulando a solas en su montaña. La catedral de Estrasburgo parece demasiado menesterosa para oponerse a su ángel vengador. Y además, la han tapado.

– ¿Ah, sí?

– Sí, con un dragón.

Adamsberg lanzó una ojeada a sus relojes. Sólo cinco horas y cuarenta y cuatro minutos y medio de vuelo.

Sentía que iba por buen camino, pero ¿cuánto tiempo podría aguantar así? Nunca había hablado siete horas seguidas.

De pronto, el buen camino se vio cortado en seco por las señales luminosas que parpadearon en la parte frontal de la cabina.

– ¿Qué pasa ahora? -se alarmó Danglard.

– Abróchese el cinturón.

– Pero ¿por qué he de abrocharme el cinturón?

– Turbulencias, no pasa nada. Puede moverse un poco, eso es todo.

Adamsberg rogó al primer hombre de la montaña que procurara que las sacudidas fueran mínimas. Pero, entregado a otros asuntos, al primer hombre la cosa parecía importarle un pimiento. Y, por desgracia, las turbulencias fueron de gran intensidad, lanzando al aparato a unos baches de varios metros. Los viajeros más veteranos tuvieron que dejar de leer, las azafatas se sujetaron a los estribos y una muchacha lanzó un grito. Danglard había cerrado los ojos y respiraba con mucha rapidez. Hélène Froissy le observaba con inquietud. Por una inspiración, Adamsberg se volvió hacia Retancourt, sentada detrás del capitán.

– Teniente -le dijo en voz baja entre los asientos-, Danglard no va a aguantarlo. ¿Sabría hacerle un masaje que le durmiera? ¿O cualquier otro truco que le atonte, que le embobe, que le anestesie?

Retancourt asintió, sin que a Adamsberg le sorprendiera demasiado.

– Funcionará -dijo ella-, siempre que no sepa que procede de mí.

Adamsberg inclinó la cabeza.

– Danglard -le dijo tomándole la mano-, mantenga los ojos cerrados, una azafata se encargará de usted.

Indicó a Retancourt que podía empezar.

– Desabróchese tres botones de la camisa -solicitó ella soltando su cinturón.

Luego, con la punta de los dedos, como si sólo posara la yema en una danza rápida y pianística, Retancourt la emprendió con el cuello de Danglard, siguiendo el trayecto de la columna vertebral e insistiendo en las sienes. Froissy y Adamsberg observaban la operación entre las sacudidas del avión, contemplando alternativamente las manos de Retancourt y el rostro de Danglard. El capitán pareció tranquilizar su respiración, luego sus rasgos se relajaron y, menos de quince minutos después, dormía.

– ¿Ha tomado calmantes? -preguntó Retancourt separando uno a uno sus dedos de la nuca del capitán.

– Todo un carro -dijo Adamsberg.

Retancourt miró su reloj.

– No ha debido de pegar ojo en toda la noche. Al menos dormirá cuatro horas, estaremos tranquilos. Cuando despierte, sobrevolaremos Terranova. La tierra tranquiliza.

Adamsberg y Froissy se miraron.

– Me deja pasmada -murmuró Froissy-. Acabaría con una pena de amor como con un pulgón en el camino.

– Nunca son pulgones, Froissy, sino altos muros. No es deshonroso que el ascenso parezca difícil.

– Gracias -murmuró Froissy.

– Ya sabe usted, teniente, que a Retancourt no le gusto.

Froissy no lo desmintió.

– ¿Le ha dicho por qué? -preguntó él.

– No, nunca habla de usted.

Una torre de ciento cuarenta y dos metros puede vacilar por el simple hecho de que una gorda Retancourt no considere ni siquiera necesario hablar de ti, pensó Adamsberg. Echó una ojeada a Danglard. El sueño le devolvía los colores y las turbulencias iban apaciguándose.

El avión estaba en plena aproximación cuando el capitán despertó, sorprendido.

– Ha sido la azafata -explicó Adamsberg-. Es una especialista. Por suerte, estará aquí en el vuelo de regreso. Aterrizamos dentro de veinte minutos.

Salvo dos reflujos de angustia, cuando el aparato sacó ruidosamente el tren de aterrizaje y cuando las alas desplegaron sus frenos, Danglard, aún bajo los efectos del masaje lenificante, pasó casi correctamente la prueba del aterrizaje. Al llegar, era un hombre nuevo, mientras los demás miembros mostraban un aspecto entumecido. Dos horas y media más tarde, cada cual había aparcado en su habitación. Teniendo en cuenta la diferencia horaria, el cursillo no comenzaría hasta el día siguiente, a las dos de la tarde, hora local.

A Adamsberg le había correspondido un estudio doble en el quinto piso, tan nuevo y blanco como un piso piloto, y con un balcón. Privilegio gótico. Se asomó largo rato para contemplar el inmenso río Outaouais que corría, abajo, entre sus salvajes riberas y, más allá, al otro lado del río, las luces de los rascacielos de Ottawa.

XVII

Al día siguiente, tres coches de la GRC estacionaban ante el edificio. Muy vistosos, llevaban en sus laterales blancos una cabeza de bisonte, de expresión entre plácida y terca, rodeada de hojas de arce y con la corona de Inglaterra encima. Tres hombres de uniforme los aguardaban. Uno de ellos, al que Adamsberg identificó como el superintendente principal gracias a su charretera, se inclinó hacia su colega muy próximo.

– ¿Quién crees tú que es el comisario? -le preguntó.

– El más bajo. El moreno de la chaqueta negra.

Adamsberg percibía poco más o menos sus palabras. Brézillon y Trabelmann habrían estado contentos: «el más bajo». Al mismo tiempo, atraían su atención unas pequeñas ardillas negras que brincaban por la calle, tan tranquilas y vivaces como gorriones.

– Criss, no digas tonterías -prosiguió el superintendente-. ¿El que va vestido como un pedigüeño?

– No te excites, te digo que es él.

– ¿No será más bien el gran slac, bien vestido?

– Te digo que es el moreno. Y es un boss importante; allí, todo un as. De modo que cierra la boca.

El superintendente Aurèle Laliberté inclinó la cabeza y se dirigió hacia Adamsberg, con la mano tendida.

– Bienvenido, comisario principal. ¿Muy hecho polvo por el viaje?

– Gracias, todo va bien -respondió prudentemente Adamsberg-. Celebro mucho conocerle.

Se estrecharon las manos, en un molesto silencio.

– Siento que haga este tiempo -declaró Laliberté con su poderosa voz y una ancha sonrisa-. Las escarchas han llegado de pronto. Suban a los carros, tenemos diez minutos de camino. Hoy no haremos que se deslomen trabajando -añadió, tras invitar a Adamsberg a subir a su coche-. Un simple y breve reconocimiento.