– ¿Un embaucador? ¿Un farsante?
– No, Danglard, un hombre frío como el congrio. Cuando entraba en el pueblo, los viejos amontonados en los bancos le saludaban con deferencia, con un murmullo que se propagaba de una punta a otra de la plaza, al tiempo que se detenían las conversaciones. Era algo más que respeto, era fascinación y casi cobardía. El juez Fulgence dejaba como rastro una estela de esclavos a los que no echaba ni una mirada, como un navío suelta un reguero de espuma y prosigue su rumbo. Uno podría imaginárselo impartiendo aún justicia, sentado en un banco de piedra, con los andrajosos pirenaicos arrastrándose a sus pies. Pero, sobre todo, teníamos miedo. Todos, los mayores, los pequeños y los viejos. Y nadie habría podido decir por qué. Mi madre nos prohibía ir a la mansión y, claro está, por la noche jugábamos a ver quién se atrevía a acercarse más. Intentábamos casi cada semana una nueva aventura, probablemente para poner a prueba nuestros nervios y nuestros huevos. Y lo peor de todo: a pesar de su edad, el juez Fulgence era de una gran belleza. Las viejas decían susurrando, y esperando que el Cielo no las oyera, que tenía la belleza del diablo.
– ¿Imaginaciones de un niño de doce años?
Con su mano válida, Adamsberg hurgó en las carpetas y sacó dos fotografías en blanco y negro. Se inclinó hacia delante y las puso en las rodillas de Danglard.
– Mírelo, amigo, y dígame si se trata de la fantasía de un chiquillo.
Danglard estudió las fotografías del juez, una de tres cuartos, la otra casi de perfil. Soltó un quedo silbido.
– ¿Guapo? ¿Impresionante? -preguntó Adamsberg.
– Mucho -confirmó Danglard guardando de nuevo las fotos.
– Y sin mujer, no obstante. Un cuervo solitario. Así era el hombre. Pero así son los chiquillos, durante años no dejaron de acosarle. Era el gran desafío del sábado por la noche. Arrancar las piedras del muro, grabar una inscripción en su puerta cochera, lanzar basura en su jardín, latas de conserva, sapos muertos, cornejas despanzurradas. Así son los chiquillos, Danglard, en esos pueblos pequeños, y así era yo. En la pandilla los había que pegaban un cigarrillo encendido en la boca de los sapos y, tras tres o cuatro caladas, estallaban. Como fuegos de artificio que les hacían saltar las entrañas. Yo miraba. ¿Le doy sueño?
– No -dijo Danglard bebiendo un traguito de su ginebra, que economizaba prudentemente con un aire triste, como un pobre.
Adamsberg no se preocupaba a este respecto pues su adjunto había llenado su vaso hasta el borde.
– No -repitió Danglard-, continúe.
– No se le conocía pasado, ni familia. Sólo se sabía una cosa, que resonaba como un gong: que había sido juez. Un juez tan poderoso que su influencia no se había apagado. Jeannot, uno de los más chulos de la pandilla…
– Perdón -interrumpió Danglard, preocupado-. ¿El sapo estallaba realmente o es una metáfora?
– Realmente. Se hinchaba, llegaba al tamaño de un melón verdoso y, de pronto, estallaba. ¿Dónde estaba, Danglard?
– En Jeannot.
– Jeannot el chulo, al que admirábamos sin reservas, saltó por las buenas el muro de la mansión. Una vez entre los árboles, tiró una piedra a los cristales de la casa del Señor. El Jeannot fue llevado al tribunal de Tarbes. Cuando le juzgaron, lucía todavía las huellas del ataque de los perros pastor, que habían estado a punto de hacerle picadillo. El magistrado le condenó a seis meses de reformatorio. Por una piedra, y a un chiquillo de once años. El juez Fulgence había pasado por allí. Tenía el brazo tan largo que podía barrer toda la región de un manotazo, y hacer que la justicia se inclinara hacia donde le pareciera.
– Pero ¿cómo es posible que el sapo fumase?
– Dígame, Danglard, ¿está escuchándome? Le estoy contando la historia de un hombre del diablo y usted sólo piensa en el maldito sapo.
– Le escucho, claro está, pero dígame, ¿cómo es posible que el sapo fumara?
– Así era. En cuanto le metían un cigarrillo encendido en el hocico, el sapo comenzaba a chupar. No como un tipo acodado tranquilamente en un bar, sino como un sapo que se pone a chupar como un imbécil, sin parar. Paf, paf, paf. Y de pronto, estallaba.
Adamsberg describió una amplia curva con el brazo derecho, evocando la nube de entrañas. Danglard siguió la elipse con la mirada e inclinó la cabeza, como si grabase un hecho de considerable importancia. Luego, se excusó con brevedad.
– Continúe -dijo apurando un dedo de ginebra-. El poder del juez Fulgence. ¿Fulgence era su apellido?
– Sí. Honoré Guillaume Fulgence.
– Curioso nombre, Fulgence. De fulgur, «el rayo», «el relámpago». Le sentaba como un guante, supongo.
– Eso decía el cura, creo. En casa no creíamos en nada, pero yo estaba todo el tiempo metido en casa de aquel cura. Primero había queso de oveja y miel, y son muy sabrosos cuando se comen juntos. Luego había grandes cantidades de libros de cuero. La mayoría religiosos, claro está, con grandes imágenes ilustradas, en rojo y oro. Adoraba aquellas imágenes. Copiaba decenas. No había otra cosa que copiar en todo el pueblo.
– «Iluminadas».
– ¿Perdón?
– Las imágenes religiosas: «iluminadas».
– Ah, caramba. Siempre he dicho «ilustradas».
– «Iluminadas».
– De acuerdo, si usted lo dice.
– ¿Todo el mundo era viejo en su pueblo?
– Eso parece, cuando uno es un chiquillo.
– Pero ¿por qué, cuando le ponían el cigarrillo, el sapo comenzaba a aspirar? Paf, paf, paf, hasta estallar.
– ¡Y yo qué sé, Danglard! -dijo Adamsberg levantando los brazos.
Aquel movimiento instintivo le arrancó un espasmo de dolor. Bajó rápidamente su brazo izquierdo y puso la mano sobre la venda.
– Es la hora de su analgésico -dijo Danglard consultando su reloj-. Voy a buscárselo.
Adamsberg asintió, secándose el sudor de la frente. Aquel siniestro cretino de Favre. Danglard desapareció en la cocina con su vaso. Montó bastante jaleo con los armarios y los grifos, y regresó con agua y dos comprimidos que tendió a Adamsberg. Éste los tragó, advirtiendo de paso que el nivel de la ginebra había subido mágicamente.
– ¿Dónde estábamos? -preguntó.
– En las «iluminaciones» del viejo cura.
– Ah, sí. Había otros libros también, mucha poesía, volúmenes con grabados. Yo copiaba, dibujaba y leía algunos fragmentos. Con dieciocho años, aún seguía haciéndolo. Cierto anochecer, estaba yo leyendo y garabateando en su casa, en su gran mesa de madera que hedía a grasa rancia, cuando sucedió aquello. Por eso recuerdo todavía palabra por palabra aquel fragmento de poema, como una bala atrapada en mi cabeza que nunca ha vuelto a salir. Yo había guardado el libro y, luego, había salido a pasear por la montaña, hacia las diez de la noche. Había trepado hasta la Concha de Sauzec.
– Ya veo -interrumpió Danglard.
– Perdón. Es una altura que domina el pueblo. Y estaba sentado en aquel promontorio, repitiendo en voz baja las líneas que había leído y que, como de costumbre, pensaba olvidar al día siguiente.