No, el padre Keller no se parecía en nada a su padre, que se pasaba el día trabajando, incluso cuando eran una familia de verdad. El padre Keller parecía su mejor amigo en lugar de un sacerdote. A veces, los sábados, jugaba al fútbol con los chicos en el parque, dejaba que lo derribaran y se manchaba de barro como los demás. En el campamento, contaba espeluznantes historias de fantasmas, de ésas que los padres prohibían. A veces, después de la misa, intercambiaba cromos de béisbol. Tenía algunos de los mejores, cromos antiguos de Jackie Robinson y Joe DiMaggio. No, el padre Keller era demasiado genial para parecerse a su padre.
Timmy terminó y esperó a que el padre Keller acabara de vestirse. El cura se miró en el espejo de cuerpo entero y se volvió hacia Timmy.
– ¿Listo?
– Sí, padre -contestó, y lo siguió por el pequeño pasillo hacia el altar. Cuando vio las Nike blancas e inmaculadas asomando por debajo de la larga sotana negra, no pudo evitar sonreír.
Maggie nunca había comprendido el atractivo que ejercían las pequeñas poblaciones como Platte City. «Pintorescas y amistosas» solía significar «aburridas y chismosas». Enseguida echaba de menos los sonidos irritantes pero familiares de los cláxones de los taxis y del tráfico de seis carriles. Peor aún era conformarse con la comida china de lugares llamados Big Fred o con los capuccinos aguados de las máquinas expendedoras de las tiendas de ultramarinos.
Sin embargo, tenía que reconocer que el paisaje durante el trayecto desde Omaha había sido realmente hermoso. El follaje que bordeaba el río Platte era un estallido de color: los naranjas intensos y los rojos llameantes se mezclaban con verdes y dorados. El penetrante olor de los árboles perennes y de la lluvia inminente impregnaba el aire de un aroma irritantemente agradable. Mantuvo entreabierta la ventanilla del coche, a pesar del frío.
Un reactor hendió el cielo cuando Maggie detenía el coche en el cruce. El repentino estruendo zarandeó el Ford alquilado y resonó en las calles tranquilas. Recordó que la Comandancia Estratégica del Aire se encontraba a sólo quince o veinte kilómetros de distancia. De acuerdo, quizá Platte City poseyera algunos sonidos familiares, a pesar de todo.
La información que había obtenido de la página web de la oficina de turismo de Nebraska describía Platte City, con sus 3.500 habitantes, como una floreciente ciudad dormitorio para los vecinos que trabajaban en Omaha, a treinta y dos kilómetros al nordeste, y en Lincoln, a cuarenta y ocho kilómetros al sudoeste. Aquello explicaba la abundancia de hermosas casas bien cuidadas y de vecindarios, muchos de construcción reciente, a pesar de la ausencia de industria local.
La plaza principal estaba bordeada de pequeñas tiendas: una oficina de correos, el Café Wanda's, el cine, un lugar llamado La Casa del Pintor, una pequeña tienda de comestibles y una droguería. Algunas lucían toldos rojos; otras tenían maceteros con geranios todavía en flor. En el centro de la plaza, el edificio del juzgado se erguía por encima de los demás. Construido en una época en que el orgullo desdeñaba los gastos, su fachada incluía un relieve detallado del pasado de Nebraska: carromatos de colonos y caballos con arados separados por la balanza de la justicia.
En el vestíbulo del juzgado, el eco de los tacones de Maggie ascendía desde el suelo de mármol hasta los altos techos abovedados. No había guardia de seguridad, ni siquiera un mostrador. Estudió el directorio de la pared. La oficina del sheriff, junto a varias salas de justicia y la cárcel del condado, ocupaban la tercera planta.
Prescindió del ascensor y subió las escaleras, una espiral abierta que permitía ver la entrada a vista de pájaro. La oficina del sheriff estaba desierta, aunque una de las habitaciones del fondo despedía un olor a café recién hecho y un zumbido de fotocopiadora. El reloj de pared marcaba las once y media. Maggie consultó su reloj. Todavía tenía la hora de la Costa Este; la cambió mientras se acercaba a la ventana. El cielo estaba cubierto de nubes grises y amenazadoras.
Ni siquiera era mediodía y ya estaba agotada. Después de su pelea con Greg y otra noche en vela rehuyendo las imágenes de Albert Stucky, aquella mañana, el avión la había zarandeado a miles de metros por encima del suelo. Detestaba viajar en avión, y cada vez se le hacía más insufrible.
Era el control, le recordaba su madre siempre que podía:
– Tienes que relajarte, Maggie, cariño. No puedes pretender controlarlo todo las veinticuatro horas del día.
Y aquello lo decía una mujer que, tras veinte años de terapia, todavía forcejeaba con el significado de la palabra «autocontrol». Una mujer que ahogaba su dolor por su difunto marido en la bebida, emborrachándose hasta caer inconsciente todos los viernes por la noche, y que llevaba a casa al desconocido de turno que le había pagado las bebidas. Hasta que uno de sus amigos no propuso un ménage à trois con la madre y la hija, no dejó de llevar a los hombres a su casa e insistió en ir a un motel. Más que repugnarle, la idea de compartir a su hija de doce años la había amedrentado.
Maggie se frotó la nuca; tenía los músculos contraídos por la tensión, una tensión que los pensamientos sobre su madre no tardaban en producir. Lamentaba no haberse registrado primero en un hotel y haber almorzado algo en lugar de presentarse allí directamente. Pero estaba preparada para acometer la tarea, porque había dedicado las horas de vuelo a repasar lo que sabía de Ronald Jeffreys. El reciente asesinato tenía el estilo de Jeffreys, incluido el corte en forma de equis dentada en el pecho del niño. Los imitadores solían ser meticulosos, duplicaban hasta el último detalle para intensificar la emoción. A veces, eso los hacía más peligrosos que el asesino original. Se perdía la pasión y, por consiguiente, la tendencia a cometer errores.
– ¿Puedo ayudarla en algo?
La voz sobresaltó a Maggie, que giró en redondo. La mujer joven que acababa de materializarse no se parecía en nada a la imagen que Maggie tenía de una empleada de la oficina del sheriff. Llevaba la melena demasiado ahuecada, la falda de punto demasiado corta y ajustada. Parecía una adolescente arreglada para una cita.
– He venido a ver al sheriff Nick Morrelli.
La mujer miró a Maggie con recelo, manteniendo su puesto en el umbral como si estuviera resguardando las oficinas del fondo. Maggie sabía que el traje de pantalón azul marino le confería un aspecto oficial y ocultaba la figura esbelta que, a veces, le quitaba autoridad. Desde el comienzo de su profesión había desarrollado unos modales bruscos, a veces incluso cortantes, que reclamaban respeto y compensaban su corta estatura. Con su metro sesenta y dos de altura y cincuenta y dos kilos de peso, había superado por los pelos los requisitos físicos de la agencia.
– Nick no está en este momento -dijo la mujer en un tono que indicaba que no iba a revelar información adicional-. ¿La estaba esperando? -la mujer cruzó los brazos y se enderezó en un intento de ganar autoridad.
Maggie volvió a pasear la mirada por la oficina, pasando por alto la pregunta y demostrando a la mujer que no estaba impresionada.
– ¿Puedo ponerme en contacto con él? -fingió interesarse por el tablero de anuncios, que contenía un póster de «Se Busca» de los años ochenta y un anuncio del baile de Halloween.
– Mire, señora, no pretendo ser grosera -dijo la mujer joven, repentinamente insegura-. ¿De qué quiere hablar con Nick… con el sheriff Morrelli, exactamente?
Maggie volvió la cabeza hacia la mujer, que de pronto le parecía mayor: las arrugas se hacían evidentes en torno a sus labios y a sus ojos. Se balanceaba sobre los tacones de aguja de cinco centímetros y se mordía el labio inferior.