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Justo cuando Maggie estaba deslizando la mano en el bolsillo de la chaqueta para enseñarle su insignia, dos hombres entraron con estrépito por la puerta. El de más edad llevaba un uniforme marrón de ayudante de sheriff, con los pantalones bien planchados y la corbata muy prieta; tenía el pelo negro engominado y peinado hacia atrás, recogido detrás de las orejas y rizado por encima del cuello de la camisa, sin un solo mechón fuera de lugar. El más joven, por el contrario, llevaba una camiseta gris empapada en sudor, pantalones cortos y zapatillas de deporte. El pelo castaño oscuro, aunque corto, estaba alborotado, con los mechones húmedos caídos sobre la frente. A pesar de su aspecto desaliñado, era bien parecido y estaba en excelente forma física, con piernas largas y musculosas, cintura esbelta y hombros anchos. Maggie se enojó al instante consigo misma por reparar en aquellos detalles. Los dos hombres dejaron de hablar en cuanto la vieron. Se hizo el silencio mientras miraban alternativamente a las dos mujeres.

– Hola, Lucy. ¿Va todo bien? -dijo el hombre más joven, mirando a Maggie de abajo arriba. Cuando sus ojos alcanzaron los de ella, sonrió como si se hubiese ganado su aprobación.

– Estaba intentando averiguar qué quería…

– He venido a ver al sheriff Morrelli -la interrumpió Maggie. Empezaba a impacientarla que la trataran como a un inspector de hacienda.

– ¿Para qué quería verlo? -fue el turno del ayudante de interrogarla, arrugando la frente de preocupación y enderezándose, como si estuviera alerta.

Maggie se pasó los dedos por el pelo, irritada. Sacó su insignia y se la enseñó.

– Trabajo para el FBI.

– ¿Es usted la agente especial O'Dell? -dijo el hombre más joven, con cara de avergonzado más que de sorprendido.

– La misma.

– Perdone por el tercer grado -se secó la mano en la camiseta y se la extendió-. Yo soy Nick Morrelli.

Maggie estaba convencida de haber reflejado sorpresa, porque Morrelli sonrió. Maggie había trabajado con bastantes sheriffs de poblaciones pequeñas para saber que no eran como Nick Morrelli. Parecía, más bien, un atleta profesional, de ésos cuyo atractivo y encanto disculpaban su arrogancia. Los ojos eran celestes y resaltaban sobre la tez morena y el pelo oscuro. Estrechó la mano de Maggie con firmeza, nada de apretones suaves reservados para las mujeres; sin embargo, sostenía su mirada y le dedicaba toda su atención, como si fuera la única persona de la sala: una táctica que empleaba solo con las mujeres, no había duda.

– Éste es el ayudante Eddie Gillick, y ya conoce a Lucy Burton. Lo siento, estamos un poco nerviosos. Hemos pasado un par de noches muy largas, y ha habido muchos periodistas husmeando por las oficinas.

– Pues ha ideado un disfraz muy interesante -en aquella ocasión, Maggie paseó lentamente la mirada por el cuerpo de Morrelli, de abajo arriba, tal como él había hecho. Cuando por fin lo miró a los ojos, un destello de vergüenza había reemplazado la arrogancia.

– En realidad, acabo de volver de Omaha. He participado en una carrera benéfica -parecía ansioso por explicarse, casi incómodo, como si lo hubieran sorprendido haciendo algo que no debía. Se balanceó sobre los pies-. Es para la Asociación de Enfermos Pulmonares, o la Asociación de Enfermos Cardiovasculares, no me acuerdo. De todas formas, era por una buena causa.

– No tiene que darme explicaciones, sheriff Morrelli -dijo Maggie, aunque la complacía que su presencia pareciera exigirlas.

Se produjo un incómodo silencio. Por fin, el ayudante Gillick carraspeó.

– Tengo que volver al coche patrulla -en aquella ocasión, sonrió a Maggie-. Ha sido un placer conocerla, señorita O'Dell.

– Agente O'Dell -lo corrigió Morrelli.

– Claro, lo siento -turbado por la corrección, el ayudante se marchó rápidamente.

– Lucy, ¿huelo a café recién hecho? -preguntó Morrelli con una sonrisa infantil.

– Acabo de preparar una jarra. Te serviré una taza -la voz de Lucy se había vuelto melosa y un poco más femenina. Maggie sonrió para sí al ver cómo la figura rígida y autoritaria de la mujer cedía a un suave contoneo ante la perspectiva de servir café al apuesto sheriff.

– ¿Te importaría ponerle una taza a la agente O'Dell? -sonrió a Maggie mientras Lucy se daba la vuelta y le lanzaba una mirada de irritación a la intrusa.

– ¿Con leche y azúcar?

– No, no me apetece, gracias.

– ¿Una Pepsi? -preguntó el sheriff, ansioso por complacerla.

– Sí, eso suena mejor -el azúcar la ayudaría a llenar el estómago.

– Olvídate del café, Lucy. Dos latas de Pepsi, por favor.

Lucy se quedó mirando a Maggie; el entusiasmo se había evaporado de su rostro y había sido sustituido por desprecio. Giró en redondo y se alejó taconeando por el pasillo.

Estaban los dos solos. Morrelli se frotó los brazos, como si tuviera escalofríos. Parecía incómodo, y Maggie sabía que ella era la causa de aquella incomodidad. Debería haber llamado para avisar de su llegada, pero no se le daban bien las cuestiones de etiqueta.

– Después de casi cuarenta y ocho horas seguidas sin parar de trabajar, hoy decidimos tomarnos un descanso -una vez más, parecía ansioso por explicar su aspecto y el departamento vacío-. Pensé que no llegaría hasta mañana. Ya sabe, como es domingo…

Maggie se sorprendió preguntándose si habría sido nombrado o elegido. En cualquier caso, con su encanto travieso debía de haber vencido a la competencia.

– Mis superiores me dieron la impresión de que el tiempo apremiaba en este caso. Todavía no han hecho la autopsia, ¿no?

– No, claro que no. Está… -Morrelli se frotó la barba de un día, y Maggie reparó en una pequeña cicatriz, una línea blanca fruncida que era la única marca en su mandíbula perfecta-. Estamos usando el depósito de cadáveres del hospital -se apretó los párpados con los dedos; Maggie se preguntó si se debía al agotamiento o era un intento de espantar la imagen que, seguramente, atormentaba sus sueños. Según el informe, era Morrelli quien había encontrado al niño-. Puedo llevarla allí si quiere examinarlo -añadió.

– Gracias. Sí, tendré que hacerlo. Pero antes, querría que me llevara a otro sitio.

– Claro, querrá deshacer la maleta. ¿Va a alojarse aquí, en la ciudad?

– Bueno, no me refería a eso. Me gustaría ver el lugar del crimen -declaró, y vio que Morrelli palidecía-. Quiero que me enseñe dónde encontró el cadáver.

La cañada desaparecía entre la hierba desgarrada y los baches serrados. Había huellas de neumáticos cruzándose unas con otras, estampadas en el barro. Nick redujo a segunda y el vehículo siguió avanzando y hundiéndose más en el barro.

– Supongo que nadie se dio cuenta de que tantas idas y venidas podrían destruir las pruebas.

Nick lanzó a la agente O'Dell una mirada de frustración. Empezaba a cansarse de que le recordaran sus errores.

– Para cuando descubrimos el cadáver, ya habían pasado por aquí al menos dos vehículos. Sí, nos dimos cuenta de que podíamos haber borrado las huellas del asesino.

Volvió a mirarla mientras intentaba evitar que el Jeep se hundiera en las partes más cenagosas. Aunque se comportaba como si tuviera más edad, Nick dedujo que rondaba los treinta… demasiado joven para ser una experta. Su juventud no era lo único que lo desarmaba. A pesar de sus modales fríos y bruscos, era muy atractiva. Y ni siquiera su traje de corte severo podía ocultar lo que, según sospechaba, era un cuerpo diez. En circunstancias normales, estaría preparándose para desplegar su encanto y hacer una nueva conquista pero, Dios, tenía algo que lo descolocaba. Se movía con tanta calma, con tanta confianza y seguridad en sí misma… Se comportaba como si supiera lo que hacía, cosa que ponía aún más en evidencia la inexperiencia de Nick. Era endiabladamente irritante.