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El Jeep traqueteó y se detuvo delante del recodo de árboles, y Nick volvió a sentir la náusea de la otra noche. Se sorprendió mareándose; empezaba a resultar vergonzoso. Oyó a O'Dell forcejear con el tirador de la puerta, el familiar clic del metal contra el metal.

– Espere, esa puerta se atranca. Déjeme a mí -sin pensar, se inclinó hacia la puerta y… hacia ella. Ya tenía la mano en el tirador cuando advirtió que sus rostros estaban peligrosamente juntos. O'Dell se hundía en el asiento para evitar tocarlo, y Nick retiró la mano bruscamente y regresó a su asiento-. La abriré desde fuera.

– Buena idea.

Una vez en el exterior del Jeep, Nick se regañó. ¡Qué impulso más estúpido! En absoluto profesional. No había duda de que estaba alimentando su reputación de sheriff incompetente y mujeriego.

Rodeó el Jeep hasta la otra puerta. En la oficina se había dado una ducha rápida, se había puesto unos vaqueros y había cambiado las zapatillas de deporte por las botas de la otra noche. Todavía había barro seco adherido al cuero. El cieno volvió a devorarlas. Las nubes grises seguían apelotonándose, amenazando con estallar en cualquier momento y garantizar que el cieno perdurara durante días.

La puerta del Jeep se abría fácilmente desde el exterior. ¿Pensaría O'Dell que su estúpida maniobra había sido una excusa barata para acercarse a ella? No importaba. Algo le decía que aquella mujer era inmune a su encanto, o al poco que le quedaba.

– Espere -volvió a detenerla-. Creo que tengo unas botas aquí atrás -se encaramó a la puerta, pero se interrumpió a medio camino al percatarse de lo inadecuado de la acción. Eludió mirarla y esperó a que ella se desplazara sobre el asiento y estuviera a una distancia segura. Después, se estiró por encima del asiento. Afortunadamente, las botas de goma estaban al alcance de la mano.

– ¿Está seguro de que son necesarias? -contemplaba las botas negras como si fueran grilletes.

– No llegará a ninguna parte con este barro. Y es aún peor en la orilla.

Nick ya había empezado a deshacer los cordones. Le pasó una bota y empezó a aflojar la segunda, pero se distrajo cuando ella se quitó los caros zapatos planos. Envueltos únicamente en medias sedosas, los pies aparecían pequeños, esbeltos y delicados. Vio cómo deslizaba el pie en la enorme bota de goma. Ni siquiera el intento de remeterse la pernera del pantalón garantizaría que no se le cayera.

Cuando empezaron a caminar por el barro, lo impresionó que no se quedara atrás a pesar del calzado incómodo y de sus pasos más cortos. El área seguía aislada con cinta amarilla; estaba rota en algunos puntos, y ondeaba movida por una brisa cada vez más cortante. Nick se levantó el cuello de la chaqueta. Todavía tenía el pelo húmedo, y sintió un escalofrío. Miró a O'Dell, que no llevaba más que una chaqueta de lana y pantalones a juego. La agente se abrochó la chaqueta pero no dio muestras de sentir frío.

La vio rodear con cuidado la huella del pequeño cuerpo que todavía se conservaba en la hierba. O'Dell se puso en cuclillas y examinó las briznas de hierba, tomó un poco de barro con un dedo y lo olió. Nick hizo una mueca al recordar el olor rancio. Todavía tenía la piel sensible de la fuerza con que se había restregado para quitarse el hedor.

O'Dell se puso en pie y miró hacia el río. La orilla estaba a un metro de distancia. Las aguas, más crecidas de lo habitual, fluían veloces, se arremolinaban y rompían contra la orilla.

– ¿Donde encontró la medalla? -preguntó sin mirarlo. Nick avanzó hasta el lugar y encontró la estaca blanca que había clavado uno de sus ayudantes.

– Aquí -dijo, y señaló el marcador de plástico hundido en el barro, apenas visible. O'Dell se fijó y volvió a dirigir la vista al lugar donde había yacido el niño. Estaba a sólo medio metro de distancia-. Era del niño. Su madre lo identificó -le explicó Nick, todavía lamentando no haber podido devolvérsela a Laura Alverez cuando ésta se lo suplicó-. La cadena estaba rota. Debió de salírsele durante el forcejeo.

– Salvo que no hubo forcejeo.

– ¿Cómo? -la miró a la espera de una explicación, pero ella estaba otra vez de rodillas y tenía una cinta métrica extendida entre el marcador y la hierba aplastada.

– No hubo forcejeo -repitió con calma, mientras se ponía en pie y se sacudía las hojas y el barro que se le habían quedado adheridos a los pantalones.

– ¿Qué le hace decir eso? -lo irritaba su actitud práctica. Sólo llevaba allí unos minutos y parecía saberlo todo.

– Se cayó aquí cuando tropezó, ¿verdad? -dijo, y señaló la hierba rasgada y la huella en el barro. Nick volvió a hacer una mueca. Incluso su informe lo hacía parecer un patán.

– Así es -reconoció.

– Las huellas que rodean el perímetro son de sus ayudantes.

– Y del FBI -añadió Nick en tono defensivo, aunque sabía que a ella no la preocupaban esos detalles-. Estaban al mando hasta que descartamos el secuestro.

– Salvo en este punto y en el lugar en que yacía el cuerpo, no hay hierba rasgada ni aplastada. ¿La víctima tenía las manos y los pies atados cuando la encontraron?

– Sí, a la espalda.

– Yo diría que ya estaba así cuando llegó aquí. ¿El forense ha calculado ya la hora y lugar aproximados de la muerte? -sacó un pequeño bloc de notas y apuntó unos detalles.

– Lo asesinaron aquí, seguramente, menos de veinticuatro horas antes de que lo encontráramos -volvía a sentir náuseas. Se preguntó si alguna vez podría borrar la imagen del niño muerto de su memoria. Aquellos ojos grandes e inocentes clavados en el cielo…

– ¿Cuándo desapareció la víctima?

– El domingo por la mañana, a primera hora. Encontramos su bicicleta y el paquete de periódicos junto a una alambrada. Ni siquiera había empezado el reparto.

– Así que el asesino lo tuvo en su poder durante, al menos, tres días enteros.

– Dios -balbució Nick, y movió la cabeza. No había pensado en el tiempo transcurrido entre el secuestro y el asesinato. Habían estado tan convencidos de que se lo había llevado su padre y estaba bien cuidado…-. Entonces, ¿cómo se rompió la cadena? -cualquier pregunta con tal de no pensar en la tortura que el niño podía haber soportado.

– No estoy segura. Puede que se la arrancara el asesino. Era una cruz plateada, ¿no? -lo miró en busca de una confirmación. Nick se limitó a asentir, asombrado de que hubiera memorizado tantos detalles de su informe-. Quizá no le gustara mirarla, o no se sintiera capaz de hacer lo que quería mientras la víctima la llevara puesta. Tiene un significado religioso, constituye una especie de protección. Puede que el asesino sea lo bastante religioso para saberlo y para haberse sentido incómodo.

– ¿Un asesino religioso? Estupendo.

– ¿Qué otro rastro tiene?

– ¿Rastro?

– ¿Qué otras pruebas? ¿Objetos, fragmentos de tela o de cuerda rasgados? ¿Pudo el FBI identificar alguna huella de neumático?

Otra vez las huellas de neumáticos. ¿Cuántas veces necesitaría que le recordaran su metedura de pata?

– Encontramos una pisada.

Ella se lo quedó mirando, y vio en sus ojos un destello de impaciencia.

– ¿Una pisada? Disculpe, sheriff, no pretendo parecer escéptica, pero ¿cómo pudieron aislar la huella? Por lo que se ve, debía de haber más de una docena de personas caminando por aquí -señaló con el brazo las huellas de zapatos estampadas en el barro-. ¿Cómo sé que la pisada que encontraron no era de uno de sus hombres o del FBI?

– Porque ninguno de nosotros iba descalzo -no esperó a oír su reacción sino que se acercó al río. Se agarró a la rama de un árbol cuando sus botas empezaron a resbalar orilla abajo. O'Dell lo seguía de cerca.

– Aquí -señaló los dedos marcados en el barro y resaltados con polvos de talco.

– No hay ninguna garantía de que sea del asesino.