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– ¿Quién más podría estar lo bastante chiflado para caminar por aquí sin zapatos?

O'Dell se agarró a la misma rama y se dejó caer por el terraplén.

– ¿Le importaría ayudarme? -le tendió la mano, y Nick se la agarró y la sostuvo mientras ella se inclinaba sobre la huella sin resbalar al agua. Tenía la mano suave y pequeña, pero fuerte. Vio que se le abría la chaqueta, y se obligó a desviar la mirada. Dios, desde luego no parecía una agente del FBI.

Transcurridos unos segundos, O'Dell se irguió y le soltó la mano de inmediato. De nuevo sobre tierra firme, empezó a escribir en su bloc de notas. Nick clavó la mirada en las nubes densas y grises. Una bandada de gansos cruzaba el cielo graznando. Nick se sorprendió preguntándose qué habría sido lo último que Danny Alverez había visto antes de morir. Confiaba en que hubiera sido algún ganso, algo tranquilo y familiar.

– Las incisiones y los cortes en el pecho del niño eran idénticas a las de los asesinatos de Jeffreys -dijo, obligándose a fijarse de nuevo en O'Dell-. ¿Cómo ha podido el asesino acceder a esa información?

– Lo ejecutaron hace poco. En julio, ¿no es así?

– Sí.

– A menudo, los medios de comunicación locales recuerdan los asesinatos cuando se avecina una ejecución.

– Conque los medios de comunicación locales -repitió Nick, que aún no había olvidado la puñalada trapera de Christine.

– O podrían obtener informes detallados leyendo las actas judiciales. Suelen estar a disposición del público cuando el juicio ha concluido.

– Entonces, ¿cree que se trata de un imitador?

– Sí. Sería demasiada coincidencia que duplicara tantos detalles.

– ¿Por qué iba a querer alguien imitar un asesinato como éste? ¿Para divertirse?

– Eso no lo sé -le dijo O'Dell, levantando por fin la vista del bloc y mirándolo a los ojos-. Lo que sí sé es que este tipo piensa matar otra vez. Y pronto.

El depósito de cadáveres del hospital se encontraba en el sótano del edificio, y allí todos los sonidos resonaban en las paredes de ladrillo blanco. El sheriff Morrelli parecía andar de puntillas para evitar que los tacones de sus botas recién limpiadas repicaran en las baldosas. Maggie le lanzó una mirada. Fingía que todo aquello era rutina para él, pero no resultaba difícil ver más allá de la careta. En la orilla del río, lo había sorprendido haciendo una mueca un par de veces, gestos que contradecían su fachada serena y compuesta.

Aun así, había insistido en acompañarla al depósito al descubrir que el forense había salido a cazar y que resultaría imposible localizarlo. A Maggie la sola idea le resultaba irónica: un forense que pasaba el día libre cazando. Después de todos los cadáveres que había examinado, no se imaginaba relajándose un domingo participando en más muertes.

Permaneció rezagada mientras Morrelli forcejeaba con un manojo de llaves para, al final, descubrir que la puerta del depósito no estaba cerrada con llave. La mantuvo abierta, apretando su cuerpo contra la madera y obligándola a pasar por la estrecha abertura restante. Maggie no sabía si lo hacía a propósito o no, pero era la segunda o tercera vez que había creado la oportunidad para que sus cuerpos se rozaran.

Por lo general, su actitud fría y autoritaria ponía fin rápidamente a cualquier insinuación indeseada, pero Morrelli no parecía darse cuenta. No sabía por qué, pero lo imaginaba tratando a todas las mujeres que conocía como una posible conquista de una noche. Estaba familiarizada con los hombres como él y sabía que sus coqueteos y halagos, junto con el encanto travieso y el cuerpo de atleta, les abrían todas las puertas. Resultaba irritante pero, en el caso de Morrelli, también inofensivo.

Había tratado con tipos peores. Estaba acostumbrada a oír comentarios lascivos de hombres que se sentían incómodos trabajando con una mujer. Sus experiencias abarcaban todo el espectro del acoso sexual, desde un leve coqueteo hasta el asalto violento; pero, al menos, le habían enseñado a cuidarse sola, a protegerse con un escudo de indiferencia.

Morrelli encontró el interruptor de la luz y, como fichas de dominó cayendo una a una, las hileras de luces fluorescentes fueron parpadeando y encendiéndose. La habitación era más grande de lo que Maggie había imaginado. El olor de amoniaco le asaltó el olfato de inmediato y le abrasó los pulmones. Todo estaba impoluto. En el centro del suelo de baldosas descansaba una mesa de acero inoxidable. En una pared había un fregadero de dos senos y un mostrador con diversos utensilios, incluidos una sierra Stryker, varios microscopios, ampollas y tubos de ensayo listos para usar. La pared opuesta contaba con cinco cámaras refrigeradas para los cadáveres, y Maggie no pudo evitar preguntarse si el pequeño hospital habría usado las cinco a la vez.

Se quitó la chaqueta, la dejó con cuidado sobre una banqueta y empezó a remangarse la blusa. Se interrumpió y buscó con la mirada una bata de laboratorio o un delantal. Bajó la vista a la lujosa blusa de seda, un regalo de Greg. Si no volvía a ponérsela por culpa de unas manchas persistentes, su marido lo notaría y la acusaría de ser descuidada e irresponsable con su ropa, al igual que con su alianza, que en aquellos momentos descansaba en el lóbrego lecho del río Charles. En fin. Maggie terminó de remangarse.

Había llevado consigo el pequeño bolso negro que contenía todos los utensilios necesarios. Lo abrió y empezó a depositar el contenido en el mostrador. Lo primero que sacó fue el frasquito de Vicks VapoRub para aplicarse un poco en las aletas de la nariz. Hacía tiempo que había descubierto que hasta los cadáveres refrigerados despedían un olor desagradable. Empezó a cerrar la tapa, se interrumpió y se volvió hacia Morrelli, que la miraba desde el umbral. Le arrojó el frasco.

– Si piensa quedarse, será mejor que use un poco.

Morrelli se quedó mirando el frasco; después, lo abrió con desgana y la imitó.

A continuación, Maggie extrajo los guantes quirúrgicos. Le pasó un par, pero él negó con la cabeza.

– No hace falta que se quede -le dijo Maggie. Morrelli estaba palideciendo otra vez, y ni siquiera habían sacado el cadáver de la cámara.

– No, me quedaré. Es que… no quiero estorbar.

Maggie no sabía si lo hacía por su sentido del deber o porque lo creía necesario para mantener su reputación de macho. Habría preferido hacer el examen sola, pero se trataba del territorio de Morrelli y de su caso. Tanto si asumía el papel o no, legalmente, sería el jefe de aquella investigación.

Maggie procedió como si él no estuviera presente. Sacó una grabadora, comprobó que la cinta estaba bien puesta y pulsó la tecla de activación por voz. Tomó la Polaroid y se cercioró de que tenía película.

– ¿Qué cajón? -preguntó, volviéndose hacia las cámaras, dispuesta a empezar. Volvió la cabeza hacia Morrelli, que miraba fijamente la pared de cajones como si no hubiera caído en la cuenta de que tendrían que extraer el cuerpo.

Avanzó despacio, con vacilación; después, soltó el cierre de la cámara central y tiró. Las ruedas metálicas chirriaron al tiempo que el enorme cajón llenaba la sala.

Maggie quitó el freno a las ruedas de la mesa de acero y la colocó por debajo del cajón. Encajaba a la perfección. Juntos, desengancharon la bandeja con la bolsa del pequeño cuerpo y la depositaron en la mesa. Después, volvieron a colocar la mesa debajo de los fluorescentes. Maggie volvió a bloquear las ruedas mientras Morrelli cerraba la cámara. En cuanto ella empezó a abrir la cremallera de la bolsa, Morrelli se retiró a un rincón.

El cuerpo del pequeño parecía tan menudo y frágil que las heridas resaltaban. Había sido un niño agraciado, se sorprendió pensando Maggie. Tenía el pelo rubio rojizo, y las pecas de la nariz y las mejillas destacaban sobre la piel blanca y lechosa. Tenía cardenales por debajo del cuello, y las cuerdas habían dejado marcas justo por encima del corte abierto.