Empezó sacando fotografías, primeros planos de las incisiones y de la equis dentada del pecho; después de las marcas azules y púrpuras de las muñecas y del cuello cortado. Esperó a que se revelaran todas las fotografías para asegurarse de que habían salido bien. Con la grabadora cerca, empezó a describir lo que veía.
– La víctima tiene cardenales debajo y alrededor del cuello, producidos por lo que podría haber sido una cuerda. Tiene una abrasión justo debajo de la oreja izquierda, quizá por el nudo -levantó la cabeza del niño con suavidad para mirarle la nuca; era tan ligera, casi ingrávida…-. Sí, las marcas le rodean todo el cuello. Esto indicaría que la víctima fue estrangulada y, después, degollada. La herida del cuello es profunda y larga, de oreja a oreja. Los cardenales de las muñecas y de los tobillos son similares a los del cuello. Podrían haber usado la misma cuerda.
Las manos del niño eran tan pequeñas comparadas con las de ella… Maggie las sostuvo con cuidado, con reverencia, mientras le examinaba las palmas.
– Hay marcas profundas de uñas en la cara interna de las palmas. Esto indicaría que la víctima estaba viva mientras le infligían algunas de las heridas. Las uñas propiamente dichas están limpias… muy limpias -dejó las manos del niño a los costados y empezó a examinar las heridas-. La víctima tiene ocho, no, nueve brechas en la cavidad torácica -hurgó con cuidado en las heridas, viendo cómo su dedo índice enguantado desaparecía en varias de ellas-. Parecen hechas con un cuchillo de un solo filo. Quizá un cuchillo filetero. Tres son superficiales. Al menos, seis de ellas son muy profundas, y es posible que lleguen hasta el hueso. Una podría haberle traspasado el corazón. Sin embargo, hay muy poca… En realidad, no hay nada de sangre. Sheriff Morrelli, ¿llovió mientras el cuerpo estaba a la intemperie?
Lo miró al ver que no contestaba. Estaba apoyado en la pared, hipnotizado por el pequeño cuerpo que yacía sobre la mesa.
– ¿Sheriff Morrelli?
En aquella ocasión, se percató de que le estaba hablando. Se apartó de la pared y se enderezó, casi cuadrándose.
– Perdone, ¿qué decía? -hablaba en voz baja, como si no quisiera despertar al niño.
– ¿Recuerda si llovió mientras el cuerpo estaba a la intemperie?
– No, para nada. Fue la semana pasada cuando llovió, y bastante.
– ¿Limpió el forense el cuerpo?
– Le pedimos a George que no hiciera nada hasta que usted no llegara. ¿Por qué?
Maggie volvió a mirar el cuerpo. Se quitó un guante y se retiró el pelo de la cara; se lo recogió detrás de la oreja. Allí había algo que no encajaba.
– Algunas de estas heridas son muy profundas. Aunque las hubieran infligido cuando la víctima ya estaba muerta, debería haber sangre. Si no recuerdo mal, había mucha sangre en el lugar del crimen, en la hierba y en la tierra.
– Mucha. Tardé una eternidad en quitármela de la ropa.
Maggie volvió a levantar la manita del niño. Las uñas estaban limpias, sin tierra, sangre ni piel, aunque se las había clavado en la palma de la mano en algún momento. Los pies tampoco tenían rastro de tierra, ni una sombra del barro del río. Aunque no podía haber forcejeado mucho con las muñecas y los tobillos atados, tendría que haberse manchado con la fricción.
– Es como si hubieran limpiado el cuerpo -dijo casi para sí. Cuando alzó la vista, Morrelli estaba de pie a su lado.
– ¿Quiere decir que el asesino lavó el cuerpo cuando terminó?
– Mire el corte del pecho -volvió a ponerse el guante e introdujo el dedo con suavidad por debajo del borde de la piel-. Para esto usó un cuchillo diferente… con filo serrado. Desgarró la piel en algunos puntos, ¿lo ve? -deslizó la punta del dedo por el borde irregular-. Debió de sangrar, al menos, al principio. Y estas brechas son profundas -introdujo el dedo en una para mostrárselo-. Cuando se hace un agujero de este calibre, la sangre sale a borbotones hasta que la herida se cierra. Estoy casi segura de que ésta le atravesó el corazón. Y la garganta… ¿Sheriff Morrelli?
Lo miró. Estaba blanco. Antes de que pudiera reaccionar, Maggie vio cómo se le venía encima. Lo atrapó por la cintura, pero pesaba demasiado y resbaló al suelo con él; su peso le oprimía el pecho.
– Morrelli. Eh, ¿se encuentra bien?
Logró quitárselo de encima y recostarlo en una de las patas de la mesa. Estaba consciente, pero tenía los ojos vidriosos. Maggie se puso en pie y buscó un paño que poder humedecer. A pesar de estar bien equipado, el laboratorio carecía de material texticlass="underline" no había batas ni paños por ninguna parte. Recordó haber visto una máquina de refrescos junto a los ascensores; buscó unas monedas y regresó antes de que Morrelli se hubiera movido.
Tenía las piernas torcidas debajo de él, y la cabeza apoyada en la mesa. Al menos, parecía tener la mirada menos turbia que antes; Maggie se arrodilló a su lado con la lata de Pepsi.
– Tome -le dijo, y se la pasó.
– Gracias, pero no tengo sed.
– No, para la nuca. Tome… -alargó el brazo y le presionó el cuello con suavidad hacia delante. Después, le acercó la Pepsi helada a la nuca. Morrelli se recostó sobre ella. Unos centímetros más, y su cabeza descansaría entre sus senos. Claro que en aquellos momentos, combatiendo su propia vulnerabilidad, parecía no darse cuenta. Quizá su ego de macho tenía un lado sensible. Maggie empezó a retirar la mano justo cuando Morrelli alargaba el brazo y la atrapaba, rodeándola con suavidad con sus dedos largos y fuertes. La miró a los ojos, y su azul cristalino aparecía, por fin, definido.
– Gracias -parecía avergonzado, pero sostuvo la mirada de Maggie y, si ésta no se equivocaba, seguía tonteando con ella.
Como respuesta, ella retiró la mano, demasiado deprisa y con más brusquedad de la necesaria. Con idéntica brusquedad le pasó la Pepsi; después, se sentó hacia atrás, sobre las rodillas, aumentando la separación.
– No puedo creer lo que he hecho -dijo Morrelli-. Estoy un poco avergonzado.
– No lo esté. Yo pasé mucho tiempo en el suelo antes de acostumbrarme a estas cosas.
– ¿Cómo se acostumbra uno? -volvió a mirarla a los ojos, como si buscara una respuesta.
– No lo sé. Desconectas, intentas no pensar en ello -bajó la vista y se puso rápidamente en pie. Detestaba la hondura de la mirada de Nick. Sabía que no era más que un recurso, una ingeniosa herramienta de seducción, pero temía que viera su vulnerabilidad, la grieta que Albert Stucky había abierto en sus defensas.
Morrelli estiró las piernas y se levantó sin tambalearse ni necesitar ayuda. Aparte de su amago de desmayo, se movía con mucha fluidez, con mucha seguridad. Sonrió a Maggie y se pasó la lata fría por la frente, haciendo que varios mechones de pelo quedaran adheridos a la humedad.
– ¿Le importaría reunirse conmigo en la cafetería cuando haya terminado?
– No, claro que no. No tardaré mucho.
– Creo que voy a hacer un descanso para tomarme la Pepsi -elevó la lata hacia ella a modo de brindis. Empezó a alejarse, volvió a mirar el cuerpo del niño y salió de la sala.
En la habitación hacía fresco, pero soportar el peso de Morrelli la había dejado sudorosa. Maggie se quitó un guante para pasarse la mano por la frente, y no le extrañó encontrarla húmeda. Al hacerlo, se fijó en la frente del niño. Desde donde estaba veía una pequeña mancha transparente en el centro. Deslizó un dedo por la zona y se frotó los dedos por debajo de la nariz. Si habían lavado el cuerpo, el líquido aceitoso se lo habían aplicado después. Instintivamente, Maggie examinó los labios azulados del niño y encontró otra mancha de aceite. Antes incluso de mirar, supo que encontraría más en el pecho del niño, justo por encima del corazón. Quizá por fin le hubieran servido de algo los años de catecismo. Estaba claro que alguien, tal vez el asesino, le había dado al niño la extremaunción.
Christine Hamilton intentaba corregir el artículo que había escrito en el bloc mientras fingía seguir el partido de fútbol. Las gradas de madera resultaban terriblemente incómodas se sentara como se sentara. Quería fumarse un pitillo, pero se conformó con mordisquear el capuchón del bolígrafo.