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Un repentino estallido de aplausos, vivas y silbidos la hizo alzar la mirada a tiempo de ver al equipo rojo chocando los cinco. Se había perdido otro gol pero, cuando su hijo de diez años la buscó con la mirada y le sonrió, ella levantó el dedo pulgar como si hubiera visto toda la jugada.

Era mucho menos alto que sus compañeros de equipo y, sin embargo, Christine tenía la sensación de que estaba creciendo demasiado deprisa. No era de ninguna ayuda que cada día que pasaba se pareciera más a su padre.

Se puso las gafas de sol en lo alto del pelo agitado por el viento. Afortunadamente, casi todas las nubes habían pasado de largo sin descargar más lluvia, y el sol se estaba poniendo tras la hilera de árboles que bordeaban el parque. Se había sentado en la grada superior, lejos de los demás padres. No le apetecía conocer a aquellos progenitores obsesivos que llevaban sudaderas del equipo y dirigían blasfemias al arbitro. Después, le darían una palmadita en la espalda al entrenador y lo felicitarían por la victoria.

Pasó la página y estaba a punto de retomar sus correcciones cuando vio a tres madres divorciadas susurrando entre sí. En lugar de ver el partido, estaban señalando los banquillos. Christine se volvió para seguir su mirada y no tardó en localizar el motivo de su distracción. El hombre que pasaba junto a los banquillos era el típico «alto, moreno y atractivo». Llevaba unos vaqueros ajustados y una sudadera de los Cornhuskers de Nebraska, y parecía la versión madura del quarterback universitario que había sido. Contemplaba el partido mientras avanzaba hacia las gradas, pero Christine sabía que era consciente del interés que estaba despertando en las mujeres. Cuando por fin alzó la vista, ella le hizo una seña con la mano y disfrutó de la mirada de envidia de las otras madres cuando vieron que sonreía a Christine y que subía las gradas hacia ella.

– ¿Cómo van? -preguntó Nick cuando se sentó a su lado.

– Creo que cinco a tres. ¿Te das cuenta de que acabas de convertirme en la envidia de todas las madres divorciadas del campo?

– ¿Ves? La de cosas que hago por ti y tú me lo pagas poniéndome la zancadilla.

– ¿Yo? Jamás te he puesto la zancadilla ni te he tirado al suelo -le dijo a su hermano pequeño-. Bueno, que yo recuerde.

– Eso no es lo que quería decir, y lo sabes -no estaba bromeando.

Christine enderezó la espalda, dispuesta a defenderse a pesar de los remordimientos. Sí, debería haberlo llamado antes de entregar el reportaje, pero ¿y si le hubiera pedido que no lo publicara? Aquella noticia la había ayudado a franquear la puerta de la redacción. En lugar de escribir aburridos consejos para amas de casa, había publicado dos artículos consecutivos en primera plana firmados con su nombre. Y, al día siguiente, dispondría de su propio escritorio en la sección de noticias locales.

– ¿Qué puedo hacer para compensarte? ¿Por qué no vienes a cenar mañana por la noche? Prepararé espaguetis con albóndigas y la salsa secreta de mamá.

Nick le lanzó una mirada a ella y, después, al bloc de notas.

– No lo entiendes, ¿verdad?

– Vamos, Nicky. ¿Sabes cuánto tiempo hacía que deseaba salir de la sección de «Vida Actual»? Si yo no hubiera entregado ese reportaje, lo habría hecho otra persona.

– ¿De verdad? ¿Y también habrían citado a un ayudante del sheriff que le hizo una confidencia?

– Gillick no me dijo que fuera confidencial. Si te ha metido esa bola, no te la tragues.

– En realidad, no sabía que era Eddie. Caray, Christine, acabas de revelar la identidad de un informador anónimo.

Notó el calor en el rostro, y supo que se estaba poniendo colorada.

– Maldita sea, Nicky. Sabes que me estoy esforzando. Estoy un poco oxidada, pero puedo ser una buena periodista.

– ¿En serio? Hasta ahora sólo puedo calificar tu periodismo de irresponsable.

– Por el amor de Dios, Nicky. Que no te guste lo que he escrito no quiere decir que sea irresponsable.

– ¿Qué me dices de los titulares? -Nick hablaba con los dientes apretados, eludía mirarla y observaba a los niños que corrían en el campo de fútbol-. ¿De dónde te has sacado las comparaciones con Jeffreys?

– Hay similitudes básicas.

– Jeffreys está muerto -susurró Nick, y miró alrededor para asegurarse de que nadie lo escuchaba. Entrelazó las manos por debajo de una rodilla y tamborileó con el pie sobre el banco que tenía delante, una costumbre nerviosa que Christine reconocía de la infancia.

– Madura, Nicky. Cualquiera con dos dedos de frente va a comparar este asesinato con los de Jeffreys. Me limité a poner sobre el papel lo que pensaba todo el mundo. ¿Me estás diciendo que voy descaminada?

– Te estoy diciendo que no necesito otra escalada de pánico en una comunidad que empezaba a creer que sus hijos volvían a estar a salvo -cruzó los brazos, sin saber qué hacer con los puños cerrados-. Me dejaste como un perfecto idiota, Christine.

– Ah, ya entiendo. De eso se trata. No te importa la escalada de pánico en la comunidad, sólo tu imagen. ¿Por qué no me sorprende?

Nick le lanzó una mirada furibunda, pero no replicó. A Christine la irritaba la forma en que su hermano caminaba por la vida. Siempre tomaba la vía fácil, pero ¿por qué no? Todo parecía caerle del cielo, desde ofertas de empleo hasta mujeres. Y vagaba de una a la siguiente sin mucho esfuerzo, remordimiento o reflexión. Cuando su padre se jubiló e insistió en que Nick se presentara para el cargo de sheriff, Nick dejó la cátedra de la universidad sin vacilar, aunque le encantaba estar en el campus, ser una leyenda del fútbol y tener a las estudiantes suspirando por él. Como era de esperar, lo habían elegido sheriff del condado de Sarpy. Aunque Nick sería el primero en reconocer que había sido gracias a la reputación y al apellido de su padre, no parecía importarle. Aceptaba las cosas como le venían. Christine, por el contrario, tenía que arañar y arrastrarse para conseguir lo que quería, sobre todo, desde que Bruce se había ido. Pues bien, en aquella ocasión, se merecía el respiro que estaba recibiendo. Se negaba a disculparse por sacar provecho de su repentina racha de buena suerte.

– Si es un imitador, ¿no crees que la gente debería estar prevenida?

Mantuvo el tono sincero, aunque no quería ni necesitaba justificarse. Eran las noticias, sabía lo que hacía. El público tenía derecho a conocer todos los sórdidos detalles.

Nick no contestó. En cambio, apoyó los pies en el banco que tenía delante para poder apoyar los codos en las rodillas y la barbilla en los puños cerrados. Permanecieron callados entre las exclamaciones de aliento del público. Christine lo notaba distinto, cambiado, y le resultaba desconcertante.

– Danny Alverez sólo tenía once años, uno más que Timmy -dijo Nick por fin, en voz baja y con la mirada al frente.

Christine vio a Timmy correteando por el campo, colándose entre los muchachos que se cernían sobre él. Era rápido y ágil, y sabía sacar ventaja de su corta estatura. Y, sí, reparó en el parecido con la fotografía escolar de Danny que habían publicado en el periódico. Los dos tenían pelo rubio rojizo, ojos azules y pecas en la nariz. Como Timmy, Danny también era pequeño para su edad.

– Me he pasado la tarde en el depósito de cadáveres -la voz de Nick la devolvió a la realidad con sobresalto.

– ¿Por qué? -preguntó, fingiendo no estar interesada. Tenía la mirada puesta en el partido, pero observaba a Nick por el rabillo del ojo. Nunca lo había visto tan serio.

– Bob Weston pidió que nos enviaran a una experta en perfiles psicológicos, la agente especial Maggie O'Dell, de Quantico. Llegó esta mañana y estaba como loca por ponerse a trabajar -lanzó una mirada a Christine, y abrió los ojos de par en par al ver que estaba tomando notas-. ¡Por Dios, Christine! -le espetó de forma tan inesperada que la sobresaltó-. ¿Es que para ti no existen las confidencias?