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– Si querías que quedara entre tú y yo, deberías haberlo dicho -vio cómo se frotaba la mandíbula, como si ella le hubiera asestado un puñetazo-. Además, en cuanto empiece a hacer preguntas, todo el mundo sabrá quién es la agente O'Dell. ¿Qué te preocupa, Nicky? Recibir la ayuda de una experta es bueno.

– ¿Tú crees? ¿O parecerá que soy un inepto? -le lanzó otra mirada-. No te atrevas a publicar eso.

– Relájate. No soy el enemigo, Nicky -vio a los chicos haciendo su baile de triunfo entre los obligados apretones de mano. El partido había terminado, y empezaba a oscurecer. Las farolas comenzaron a encenderse una a una-. ¿Sabes? A papá no le daba miedo trabajar con los medios de comunicación.

– Sí, bueno…Yo no soy papá -con aquello lo había puesto furioso. Christine sabía que debía mantenerse alejada de la comparación, pero detestaba que la tratara como si tuviera la peste. Además, si no le agradaban las comparaciones, no debería haber seguido los pasos de su padre. Como de costumbre, Christine se limitó a eludir el tema.

– Sólo digo que papá sabía cómo usar los medios para ayudar.

– ¿Para ayudar? -preguntó Nick con incredulidad, elevando la voz. Miró rápidamente a su alrededor y volvió a moderar el tono-. Papá usaba los medios de comunicación porque le encantaba ser noticia. Se produjeron tantas fugas de información que me sorprende que atraparan a Jeffreys.

– ¿Qué fugas? ¿A qué te refieres?

– No importa -dijo, y bajó la vista al bloc de notas. Christine puso los ojos en blanco.

– Pero atraparon a Jeffreys, y papá resolvió el caso -le recordó.

– Sí, atraparon a Jeffreys, y el bueno de papá se adjudicó todo el mérito.

– Nicky, nadie te está pidiendo que seas como papá. Eres tú mismo quien te lo exiges.

Pero en lugar de enojarse, Nick se limitó a mover la cabeza. Una sonrisa de frustración tiró de la comisura de sus labios, como si ella no pudiera llegar a entenderlo.

– ¿No te has preguntado nunca…? -vaciló, sin dejar de mirar el campo, con los pensamientos muy lejos de allí-. ¿Nunca te has parado a pensar en lo rápido que fue todo… tan limpio y oportuno?

– ¿De qué hablas?

Aquélla no era la réplica que había esperado. El aire nocturno era fresco, y Christine sintió un escalofrío. Su hermano empezaba a asustarla con su enojo y su silencio. Por lo general, no paraba de bromear y nunca se tomaba nada demasiado en serio, ni siquiera sus pullas entre hermanos. ¿Qué podía tener al arrogante y confiado Nick Morrelli tan asustado?

– Nicky, ¿qué quieres decir? -volvió a preguntar.

– Olvídalo -dijo, antes de ponerse en pie y estirarse, dando por concluido el asunto.

– ¡Tío Nick, tío Nick! ¿Me has visto meter el gol? -gritó Timmy mientras subía corriendo las gradas, con cuidado de no tropezar.

– Pues claro -mintió Nick.

Christine vio cómo el rostro entero de Nick se transformaba, se relajaba y sonreía mientras levantaba a su sobrino en brazos y lo abrazaba. Sabía que su hermanito ocultaba algo, y se proponía averiguar lo que era.

Dio otra vuelta al parque, más despacio en aquella ocasión. Por fin había terminado el partido. Aparcó en una plaza retirada de los demás coches, en un rincón del aparcamiento. Apagó las luces y permaneció sentado, observando, escuchando la música y deseando que los acordes de Vivaldi suavizaran y silenciaran las palpitaciones de las sienes.

Estaba ocurriéndole otra vez, y demasiado pronto. No podía detenerlo, no podía controlarlo. Y, peor aún, no quería hacerlo. Estaba tan cansado… Intentó recordar desde cuándo no dormía una noche entera y pasaba las horas nocturnas dando vueltas o vagando por las calles. Se restregó los ojos para disipar el agotamiento, pero se detuvo con brusquedad. Los dedos le temblaban de forma incontrolable.

– Señor, haz que pare -susurró, tirándose del pelo de las sienes. ¿Por qué no paraba? Las palpitaciones, el martilleo, le producían dolor de cabeza.

Contempló al grupo de niños con sus uniformes manchados de verdín. Estaban felices por la victoria, se daban palmaditas en la espalda, se pasaban el brazo por los hombros, se tocaban con despreocupación, con naturalidad. El soniquete de sus voces crecía a medida que se acercaban, ahogando a Vivaldi con sus cantos deportivos.

El recuerdo resurgió como una ola, paralizándolo e inmovilizándolo en el asiento de cuero rígido del coche. Tenía once años y su padrastro lo había obligado a unirse al equipo de alevines, negociando con el arbitro para que pasara fuera de casa los domingos por la mañana. Sabía que sólo lo hacía porque quería tirarse a su madre toda la mañana.

Los había sorprendido accidentalmente el sábado anterior, sólo porque se habían quedado sin leche. El recuerdo anegó su mente, poderoso a pesar de los años transcurridos. Tan nítido, tan vivido, que se aferró al volante para acorazarse contra él.

Estaba en el umbral del dormitorio de su madre, petrificado viendo su piel blanca y desnuda, y la cruz plateada meciéndose entre sus voluminosos senos, que se balanceaban hacia delante y hacia atrás. Se sostenía a cuatro patas mientras su padrastro la montaba como un perro en celo.

Fue su padrastro quien lo vio primero. Le gritó, jadeando y dando embestidas mientras su madre abría los ojos de par en par, horrorizada. Se escurrió de debajo de su marido, y se cayó dando tumbos de la cama al tiempo que se cubría con la sábana. Fue entonces cuando él se dio la vuelta para salir corriendo. Dio un traspié por el pasillo, tropezó y se cayó una única vez antes de entrar en su habitación. Justo cuando cerraba la puerta, su padrastro irrumpió en el cuarto.

Seguía desnudo. Era la primera vez que veía el pene erecto de un hombre, y era horrible: enorme, rígido, tieso, sobresaliendo a través del grueso vello negro. Su padrastro lo agarró del cuello y le apretó la cara contra la pared.

– ¿Te interesa mirar o quieres probar? -todavía podía oír su voz rasposa y jadeante en el oído.

Él permaneció inmóvil. No podía respirar. Su padrastro le apretaba el cuello con una mano mientras le rasgaba los pantalones del pijama con la otra. Su madre chillaba y aporreaba la puerta cerrada con llave. Entonces, lo notó. La intensa presión, el dolor tan agudo que creyó que le estallarían las entrañas. Se mantuvo callado e inmóvil, aunque quería chillar. La textura rugosa de la pared le arañaba la mejilla. Lo único que podía hacer era clavar la mirada en el crucifijo que colgaba cerca de su rostro, mientras esperaba a que su padrastro dejara de hundirse en su cuerpo de niño.

Oyó un claxon. Se sobresaltó y sujetó con más fuerza el volante. Tenía las palmas sudorosas, los dedos trémulos. Vio a los niños subiendo a los coches y a las furgonetas con sus padres. ¿Cuántos de ellos ocultaban secretos como los suyos? ¿Cuántos se tapaban los cardenales y cicatrices? ¿Cuántos esperaban algún tipo de alivio, de salvación de su desgracia? ¿De su tortura?

Entonces, vio al niño que se despedía de los demás con la mano y echaba a andar por la acera. Esperó a ver si alguien se unía a él aquella noche, o si regresaría solo a su casa como solía.

Empezaba a oscurecer. Algunas farolas se encendieron con un parpadeo. Escuchó el crujido de la grava bajo los neumáticos de los coches que salían del aparcamiento. Las luces lo cegaban cuando giraban para salir. Nadie se fijó en él, y los que lo reconocieron, sonrieron y saludaron, porque no tenía nada de extraño que asistiera a un partido de fútbol del barrio.

A media manzana de distancia, el niño seguía caminando solo, pasándose la pelota de fútbol de una mano a la otra. Parecía delgado y pequeño con su uniforme, muy vulnerable. Casi daba saltitos, como si no le importara que nadie hubiera ido a verlo jugar. Quizá se hubiera acostumbrado a su soledad.