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El último coche salió del aparcamiento, y él silenció a Vivaldi en mitad del Otoño de Las cuatro estaciones. Sin mirar, sacó la ampolla de la guantera, la partió con dedos hábiles y dejó que humedeciera el brillante paño blanco. Lamentaba que fueran necesarias más precauciones, pero había sido imprudente con Danny. Sacó el pasamontañas negro y salió del coche, con cuidado de cerrar la puerta con suavidad. No tardó en percatarse de que ya no le temblaban las manos. Sí, por fin era otra vez dueño de sí mismo. Después, siguió andando por la acera sin hacer ruido.

Capítulo 4

Lunes, 27 de octubre

Maggie vertió el whisky del botellín en el vaso de plástico. Los cubitos de hielo se resquebrajaron y tintinearon. Tomó un sorbo, cerró los ojos y dio la bienvenida a la maravillosa quemazón de la garganta. Últimamente, la preocupaba haber adquirido el gusto de su madre por el alcohol o, peor aún, su adiccion al grato aturdimiento prometido por el líquido sagrado.

Se frotó los ojos y lanzó una mirada a la radio despertador barata que estaba en la mesilla, al otro lado de la habitación. Eran más de las dos de la madrugada y no podía dormir. La tenue luz de la lámpara de la mesa le producía dolor de cabeza. Debía de ser el whisky, pero tomó nota mentalmente de pedirle al recepcionista una luz más brillante.

La pequeña superficie estaba cubierta con las instantáneas que había sacado horas antes. Intentó colocarlas por orden cronológico: manos atadas, cuello estrangulado y cortado, puñaladas. Aquel chiflado era metódico. Se tomaba su tiempo. Acuchillaba, rajaba y levantaba la piel con terrible precisión. Hasta la equis dentada tenía una inclinación concreta, desde el omóplato hasta el ombligo.

Desperdigó los informes policiales y los recortes de periódico de otros dos archivos. Había detalles truculentos para provocar pesadillas durante toda una vida… salvo que era imposible tener pesadillas si no se dormía.

Levantó las piernas y se sentó de rodillas en la silla de madera en un intento de ponerse cómoda. Su camiseta de los Packers de Green Bay estaba deformada de tantos lavados. Apenas le cubría los muslos, pero seguía siendo el camisón más suave que tenía. Se había convertido en una especie de manta de protección que la hacía sentirse en casa estuviera donde estuviera. Se negaba a deshacerse de ella a pesar de las quejas constantes de Greg.

Volvió a mirar la hora. Debería haberlo telefoneado al regresar al hotel; ya era demasiado tarde. Quizá fuera lo mejor, los dos necesitaban tiempo para serenarse.

Hojeó los papeles desperdigados y estudió sus notas, detalles, pequeñas observaciones. Al final, uniría todas las piezas y crearía un perfil del asesino. Lo había hecho muchas veces. A veces, podía describir la estatura, el color del pelo y, en una ocasión, hasta el aftershave. Sin embargo, aquel caso era más difícil; en parte, porque el principal sospechoso ya había sido ejecutado. Además, siempre era difícil penetrar en la mente retorcida y repugnante de un homicida de niños.

Tomó la medalla y cadena de plata de la esquina de la mesa; se parecía a la que Danny Alverez había llevado puesta. Había sido un regalo del padre de Maggie en su primera comunión.

– Mientras la lleves puesta, Dios te protegerá de todo mal -le había dicho su padre. Aunque su propia medalla, idéntica, no lo había salvado a él. Maggie se preguntó si habría entrado aquella noche en el edificio en llamas creyendo que la cruz lo salvaría.

Hasta hacía cosa de un mes había llevado la medalla fielmente alrededor del cuello, quizá por costumbre o para recordar a su padre, más que por un sentido espiritual. Dejó de rezar el día que vio cómo dejaban caer el ataúd de su padre en la tierra dura y fría. A los doce años, ninguna de sus lecciones de catecismo podía explicar por qué Dios había tenido que llevarse a su padre.

De hecho, dejó a un lado el catolicismo hasta que entró a formar parte del laboratorio forense de Quantico, ocho años atrás. De pronto, aquellos dibujos grotescos de su catecismo en los que aparecían demonios con cuernos y relucientes ojos rojos cobraban sentido. El mal existía; lo había visto en los ojos de los asesinos; lo había visto en los ojos de Albert Stucky. Por irónico que pareciera, era ese mal lo que la había vuelto a acercar a Dios. Pero había sido Albert Stucky quien le había hecho preguntarse si Dios no habría tirado la toalla. La noche que vio a Stucky asesinar a dos mujeres, Maggie volvió a casa y se quitó la medalla. Aunque no tenía fuerzas para volvérsela a poner, seguía llevándola consigo.

Deslizó los dedos por la superficie lisa de metal y se imaginó lo que Danny Alverez había sentido. ¿Qué pensó cuando el chiflado le arrancó su última protección? Como el padre de Maggie, ¿había puesto su último aliento de fe en un estúpido objeto metálico?

Cerró con fuerza los dedos en torno a la medalla, levantó el brazo hacia atrás y estaba apunto de arrojar aquel absurdo amuleto a la otra punta de la habitación cuando un suave golpe de nudillos en la puerta la detuvo. La llamada era casi inaudible. Instintivamente, Maggie se puso en pie y desenfundó su revólver Smith amp; Wesson de calibre 38. Avanzó descalza hasta la puerta, sintiéndose vulnerable en camisón y en braguitas. Sostuvo el revólver con fuerza, esperando a que su poder anulara la sensación de vulnerabilidad. Por la mirilla vio al sheriff Morrelli, y la tensión abandonó sus hombros. Abrió la puerta, pero sólo lo justo para verlo.

– ¿Qué ocurre, sheriff?

– Lo siento, intenté llamar, pero el recepcionista lleva más de una hora al teléfono.

Parecía exhausto, con los ojos azules hinchados y enrojecidos, el pelo corto aplastado y la cara sin rasurar. Llevaba la camisa por encima de los vaqueros y los faldones asomaban por debajo de su chaqueta vaquera. Maggie advirtió que llevaba el cuello torcido y abierto, dejando al descubierto rizos de vello negro. Bajó la mirada de inmediato, irritada consigo misma por haber reparado en aquel último detalle.

– ¿Ocurre algo? -preguntó.

– Ha desaparecido otro niño -dijo Morrelli, y tragó saliva, como si le hubiera costado horrores pronunciar aquellas palabras.

– Imposible -dijo Maggie pero, en realidad, sabía que no lo era. Albert Stucky había raptado a su cuarta víctima apenas una hora después de que hubiesen descubierto a la tercera. Los pedazos de la hermosa estudiante rubia habían aparecido en cajas de comida para llevar arrojadas a un contenedor situado detrás del restaurante en el que Stucky había almorzado horas antes.

– Tengo a hombres interrogando a vecinos, recorriendo callejones, parques, campos -se pasó la mano por su rostro agotado y se rascó la mandíbula. Tenía los ojos de un color azul deslavazado-. El pequeño regresaba a casa después de un partido de fútbol. Estaba a cinco manzanas de distancia -lanzó una mirada al pasillo, eludiendo los ojos de Maggie mientras fingía asegurarse de que no había nadie escuchándolos.

– Será mejor que pase.

Maggie le abrió la puerta de par en par. Morrelli vaciló, después avanzó despacio, permaneciendo en la entrada mientras paseaba la mirada por la habitación. Se volvió hacia ella, y bajó la mirada a sus piernas. Maggie había olvidado que estaba en camisón. Morrelli levantó rápidamente la vista, la miró a los ojos y volvió la cabeza. Estaba avergonzado. El encantador y seductor Morrelli estaba avergonzado.

– Lo siento. ¿La he despertado? -otra mirada y, en aquella ocasión, cuando elevó la vista a sus ojos, fue ella quien se sonrojó. Con la mayor indiferencia posible, pasó a su lado de camino a la cómoda.

– No, todavía no me había acostado.

Volvió a guardar el revólver en la funda, abrió uno de los cajones y buscó unos vaqueros. Los sacó mientras veía a Morrelli dar vueltas por el pequeño espacio entre la cama y la mesa.