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– ¿Le he dicho que intenté llamar?

Maggie alzó la vista al espejo y lo sorprendió observándola. Volvieron a mirarse a los ojos, en aquella ocasión, a través del espejo.

– Sí, ya lo ha dicho. No se preocupe -contestó, mientras forcejeaba con la cremallera-. Estaba repasando mis notas.

– Yo estaba en ese partido -dijo en voz baja, suave.

– ¿Qué partido?

– El de fútbol, en el que el chico había jugado antes de desaparecer. Mi sobrino es del mismo equipo. Dios, es posible que Timmy lo conozca -siguió dando vueltas por la habitación, haciendo que el espacio pareciera aún más pequeño con sus zancadas.

– ¿Está seguro de que el niño no se fue a casa de un amigo?

– Hemos telefoneado a otros padres. Sus amigos recuerdan haberlo visto alejarse por la acera hacia su casa. Y encontramos su pelota. Tiene el autógrafo de un famoso jugador de fútbol; su madre afirma que es una de sus posesiones más valiosas. No la habría dejado así, sin más.

Morrelli se frotó la cara con la manga. Maggie reconocía el pánico de su mirada; no estaba preparado para afrontar una situación de aquella gravedad. Se preguntó qué experiencia tendría en control de crisis. Suspiró y se pasó los dedos por el pelo alborotado, sabiendo que tendría que mantenerlo centrado.

– Sheriff, será mejor que se siente.

– Bob Weston sugirió que hiciera una lista de pederastas y autores de delitos sexuales. ¿Empiezo a llevarlos a la oficina para interrogarlos? ¿Puede darme una idea de a quién debería estar buscando? -en uno de sus paseos, lanzó una mirada a los papeles que estaban extendidos sobre la mesa.

– Sheriff Morrelli, ¿por qué no se sienta?

– No, estoy bien.

– Insisto -lo agarró de los hombros y lo empujó con suavidad a una silla que estaba detrás del escritorio. Dio la impresión de querer levantarse otra vez, pero se lo pensó mejor y estiró las piernas.

– ¿Tenía algún sospechoso cuando secuestraron al pequeño Alverez? -preguntó Maggie.

– Sólo uno: su padre. Laura Alverez y su marido estaban divorciados, y a éste le negaron la custodia y los derechos de visita por su adicción a la bebida y su afición a la violencia. No llegamos a localizarlo. Ni siquiera las fuerzas aéreas lo han conseguido. Era comandante de la base, pero desapareció hace dos meses. Huyó con una joven de dieciséis años que conoció por Internet.

Maggie se sorprendió dando vueltas mientras escuchaba. Quizá hubiera sido un error hacerlo sentarse. Ser objeto de toda su atención desmantelaba sus procesos mentales. Se frotó los ojos, consciente de lo cansada que estaba. ¿Cuánto tiempo podía subsistir una persona sin dormir lo suficiente?

– Pero ¿qué relación puede existir entre el padre de Danny y Matthew Tanner? -preguntó Morrelli-. Dudo que los niños se conocieran entre ellos.

– Puede que no exista ninguna relación.

– Entonces, dígame por dónde debo empezar. ¿Ha tenido tiempo de deducir algo sobre el asesino?

Maggie rodeó la mesa y se quedó mirando el montaje de fotos, notas e informes.

– Es meticuloso, dueño de sí. Se toma su tiempo, no sólo con el asesinato sino limpiando a la víctima. Aunque la limpieza no es para ocultar pruebas… es parte del ritual. Creo que puede haberlo hecho antes -hojeó las notas-. No es ni joven ni inmaduro -prosiguió-. Ató a la víctima antes de matarla, así que tiene que ser lo bastante fuerte para cargar con un niño de entre treinta y treinta y cinco kilos durante trescientos o quinientos metros. Sospecho que ronda los cuarenta, mide alrededor de metro ochenta y pesa unos noventa kilos. Es blanco. Es culto e inteligente.

En algún momento de la descripción, Morrelli se irguió en la silla, repentinamente alerta e interesado en el barullo por el que ella se abría paso. Maggie prosiguió.

– En el hospital, después de examinar al pequeño Alverez, ¿recuerda que le dije que podían haberle dado la extremaunción? Eso significaría que el asesino es católico; puede que no practique, pero el sentimiento católico de culpa sigue siendo fuerte. Lo bastante para que lo moleste una me- dalla con forma de cruz y arrancarla. Le da la extremaunción, tal vez para expiar su pecado. Debería mirar si este chico, Matthew Tanner -dijo, y miró a Morrelli para comprobar si había memorizado bien el nombre; cuando éste asintió, prosiguió-, pertenecía a la misma iglesia que el pequeño Alverez.

– De primeras diría que no es probable -repuso Nick-. Danny iba al colegio y a la iglesia que están en las afueras, junto a la base. La casa de los Tanner se encuentra a sólo unas manzanas de Santa Margarita, a no ser que los Tanner no sean católicos.

– Existe la posibilidad de que el asesino ni siquiera conozca a los niños -Maggie empezó a dar vueltas otra vez-. Podría ser que sólo busque víctimas sencillas, niños que andan solos, sin nadie alrededor. Sigo pensando que podría estar relacionado con una iglesia católica y, posiblemente, en esta zona. Por extraño que parezca, estos tipos no suelen alejarse mucho de su territorio.

– Parece un auténtico chiflado. Ha dicho que podría haberlo hecho antes. ¿Es posible que tengamos su historial? ¿Por malos tratos a menores o acoso sexual? ¿Incluso por apalear a un amante gay?

– ¿Da por hecho que es gay o pederasta?

– Un adulto que hace estas cosas a niños pequeños… ¿No es una suposición segura?

– En absoluto. Podría temer serlo, o quizá tenga tendencias homosexuales, pero no, no creo que sea gay, ni que sea pederasta.

– ¿Y puede deducir todo eso de las pruebas que hemos encontrado?

– No, de las que «no» hemos encontrado. La víctima no sufrió abusos sexuales. No había rastros de semen en la boca ni en el recto, aunque podría haberlos lavado. No había indicios de penetración, ni de estimulación sexual. Incluso entre las víctimas de Jeffreys, sólo uno, Bobby Wilson -dijo, mirando sus notas-, había sido sodomizado, y los indicios eran claros: penetración múltiple, desgarrones y cardenales.

– Espere un minuto. Si este tipo está imitando a Jeffreys, ¿cómo podemos estar seguros de que lo que hace es una indicación de cómo es?

– Los imitadores escogen asesinos que hacen realidad sus propias fantasías. En ocasiones, aportan sus toques personales. No encuentro ninguna referencia a que Jeffreys ungiera a sus víctimas con el óleo sagrado, aunque podría haber pasado desapercibido.

– Sé que Jeffreys pidió el sacramento de la confesión antes de ser ejecutado.

– ¿Cómo lo sabe? -bajó la vista hacia él y sólo entonces advirtió que estaba medio sentada en el brazo de la silla, rozándole el brazo con el muslo. Se puso en pie, quizá con demasiada brusquedad. Él no pareció darse cuenta.

– Ya sabrá que mi padre fue el sheriff que arrestó a Jeffreys. Pues bien, tuvo un asiento de primera fila en la ejecución.

– ¿Sería posible hacerle algunas preguntas?

– Mis padres se compraron una caravana hace tiempo; viajan durante todo el año. Se dejan caer por aquí de vez en cuando, pero no sé cómo localizarlos. Estoy seguro de que darán señales de vida en cuanto este asunto llegue a sus oídos, pero quizá tarden un poco.

– ¿Y cree que sería posible localizar al cura?

– Eso es fácil; el padre Francis sigue en Santa Margarita. Aunque dudo que pueda ayudarnos; no querrá revelar la confesión de Jeffreys.

– Aun así, me gustaría hablar con él. Después, será mejor que vayamos a casa de los Tanner. Ya ha hablado con ellos, ¿verdad?

– Con la madre. Los padres de Matthew están divorciados.

Maggie se lo quedó mirando; después, empezó a hurgar entre sus archivos.

– ¿Qué pasa? -Nick se inclinó hacia delante, casi rozándole el costado. Maggie encontró lo que buscaba, pasó las páginas y se detuvo.

– Las tres víctimas de Jeffreys eran hijos de padres divorciados. Estaban al cuidado de sus madres.