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– ¿Qué quiere decir eso?

– Que puede que no haya nada aleatorio en la manera en que escoge a sus víctimas. Me he equivocado al afirmar que se limitaba a encontrar a un niño solo. Los escoge con mucho cuidado. ¿Dijo que el pequeño Alverez dejó su bici y los periódicos junto a una valla, en alguna parte?

– Así es. Ni siquiera había iniciado su ruta de reparto.

– ¿Y no hubo indicios de forcejeo?

– No. Daba la impresión de haber dejado la bici bien aparcada y de haberse largado con el asesino. Por eso pensamos que podía tratarse de alguien conocido. Son niños de provincia, pero saben que no deben subir al vehículo de un desconocido.

– A no ser que creyera que era alguien en quien podía confiar.

Maggie vio cómo la preocupación de Morrelli se intensificaba cada vez más. Reconocía el pánico, la expresión al comprender que el asesino podía ser un miembro de la comunidad.

– ¿Qué quiere decir? ¿Que fingía conocerlo a él o a su madre?

– Tal vez. O que tenía un aspecto oficial, que incluso llevaba un uniforme -Maggie lo había visto docenas de veces. Nadie parecía preguntarse si una persona con uniforme podía ser un impostor.

– ¿Un uniforme militar, como el de su padre? preguntó Nick.

– O una bata blanca de hospital, o el uniforme de un agente de policía.

Timmy resbaló contra la pared hasta quedarse sentado en el suelo, con la mirada clavada en la puerta del baño. Tenía que hacer pis, pero sabía que no debía interrumpir a su madre. Si llamaba, ella insistiría en que entrara e hiciera sus cosas mientras ella terminaba de maquillarse, y ya era demasiado mayor para hacer pis con su madre delante.

La oyó cantar y decidió rehacerse las lazadas de las zapatillas de tenis. La grieta de la suela se había extendido; tendría que pedirle a su madre unas zapatillas nuevas, aunque no pudiera permitírselas. La había oído hablar por teléfono con su padre y sabía que éste no les enviaba el dinero que el juez le había ordenado que les pasara todos los meses.

Era una canción de La sirenita; sí, eso era lo que su madre estaba cantando; no se sabía muy bien la letra, aunque había visto la película casi tantas veces como él había visto La guerra de las galaxias. El teléfono empezó a sonar. Su madre no podría oírlo «bajo el mar», así que se puso en pie a duras penas para descolgar.

– ¿Sí?

– ¿Timmy? Soy la señora Calloway, la madre de Chad. ¿Está por ahí tu madre?

Estuvo a punto de barbotar que Chad le había pegado a él primero. Si Chad afirmaba lo contrario, estaba mintiendo. En cambio, dijo:

– Un momento. Iré a llamarla.

Chad Calloway era un matón, pero si Timmy le hubiera dicho a su madre que Chad le había hecho los cardenales a propósito, lo habría obligado a dejar el fútbol. Según parecía, el matón había mentido sobre sus propios moratones.

Timmy llamó con suavidad a la puerta del baño. Si su madre no contestaba, tendría que decirle a la señora Calloway que no podía ponerse al teléfono en aquellos momentos. Sin embargo, la puerta se abrió, y a Timmy se le cayó el alma a los pies.

– ¿Ha sonado el teléfono? -salió oliendo bien y dejando un rastro de perfume a su paso.

– Es la señora Calloway.

– ¿Quién?

– La señora Calloway, la madre de Chad.

Su madre enarcó las cejas, a la espera de más información.

– No sé por qué llama -Timmy se encogió de hombros y la siguió al teléfono, aunque seguía haciéndose pis, y más que nunca.

– Hola, soy Christine Hamilton. Sí, por supuesto -giró en redondo hacia Timmy-. ¿Calloway? -le preguntó con un movimiento de labios.

– La madre de Chad -susurró Timmy. Su madre nunca lo escuchaba.

– Sí, es la madre de Chad.

Timmy no podía adivinar lo que la señora Calloway le estaba contando a su madre. Ésta daba vueltas, como solía hacer siempre que hablaba por teléfono, asintiendo aunque la otra persona no pudiera verla. Sus respuestas eran breves. Un par de «ajas» y un «sí, claro».

De pronto, se paró en seco y sostuvo el teléfono con fuerza. Ya estaba. Debía preparar sus excusas. Un momento, no necesitaba ninguna excusa. Era Chad el que lo había molido a palos, y por ninguna otra razón salvo la de que le gustaba hacerlo.

– Gracias por llamar, señora Calloway.

Su madre colgó el teléfono y clavó la mirada en la ventana. Timmy no podía saber si estaba enfadada o no, pero ya se disponía a balbucir su defensa cuando ella se dio la vuelta y se adelantó.

– Timmy, ha desaparecido uno de tus compañeros de equipo.

– ¿Qué?

– Matthew Tanner no volvió a casa ayer, después del partido.

¿De modo que no tenía nada que ver con Chad?

– Los padres de tus compañeros de equipo vamos a reunimos en la casa de los Tanner esta mañana para ayudar.

– ¿Le pasa algo a Matthew? ¿Por qué no volvió a casa? -confiaba en no parecer aliviado pero, en realidad, lo estaba.

– No quiero que te preocupes, Timmy, pero ¿te acuerdas de los artículos que he escrito sobre ese niño, Danny Alverez?

Timmy asintió. ¿Cómo no iba a acordarse? El día anterior por la mañana su madre le había encargado que comprara cinco ejemplares más del periódico, aunque podía conseguir tantos como quisiera en la oficina.

– Bueno, todavía no estamos seguros, y no quiero que te asustes, pero el hombre que se llevó a Danny podría haberse llevado a Matthew -su madre parecía preocupada; las arrugas de los labios se le marcaban siempre que fruncía el ceño-. Ve al baño y te llevaré al colegio. Hoy no quiero que vayas andando.

– Está bien -Timmy echó a correr hacia el cuarto de baño. Pobre Matthew, se sorprendió pensando. Lástima que no se hubieran llevado a Chad en lugar de a él.

Christine no daba crédito a su buena suerte, aunque intentaba contener la alegría. Mientras Timmy estaba en el baño, había llamado a Taylor Corby, el redactor jefe del Omaha Journal, su nuevo superior. Habían hablado varias veces por teléfono durante el fin de semana y, aunque no se conocían, Christine sabía perfectamente quién era.

Aquella mañana, al hablarle de Matthew Tanner, Corby había escuchado en silencio.

– Christine, ¿sabes lo que eso significa?

Era fácil comprender por qué había escogido la prensa en lugar de la televisión o la radio. Corby tenía una voz monótona e inexpresiva y, a pesar de la elección de palabras, a veces costaba trabajo reconocer si estaba entusiasmado, aburrido o distraído.

– Si tienes el artículo preparado para la edición de la tarde, nos habremos adelantado a los demás medios de comunicación por tercera vez consecutiva.

– Todavía tengo que convencer a la señora Tanner para que me deje entrevistarla.

– Con entrevista o sin ella, ya tienes suficientes datos para escribir un magnífico reportaje. Lo único que tienes que hacer es cerciorarte de la validez de tus datos.

– Por supuesto.

En aquellos momentos, Christine miraba a su hijo, consciente de que debía de estar preocupado por su amigo. No se había resistido a que lo llevara en coche a clase y había guardado silencio durante casi todo el trayecto. Christine dobló la esquina del colegio y pisó a fondo el freno. La hilera de coches se extendía casi hasta la esquina: padres que dejaban a sus hijos a la puerta. En las aceras, otros progenitores caminaban con sus hijos de la mano.

Sonó un claxon detrás de ellos, y tanto Christine como Timmy se sobresaltaron. Christine dejó rodar un poco más el coche para ponerse a la cola.

– ¿Qué pasa, mamá? -Timmy se quitó el cinturón de seguridad para poder sentarse de rodillas y mirar por encima del salpicadero.

– Los padres se están asegurando de que sus hijos llegan bien al colegio -algunos parecían frenéticos, avanzaban con una mano puesta en el hombro, el brazo o la espalda de su pequeño, como si el contacto les procurara protección adicional.