– ¿Te arrepientes de tus pecados? -susurró el padre Francis, como si estuviera en el confesionario de Santa Margarita.
Se oían pisadas en el pasillo, cada vez más próximas. Había llegado la hora. Jeffreys permanecía petrificado, escuchando el repiqueteo de los tacones que se acercaban.
– ¿Te arrepientes de tus pecados? -repitió el padre Francis con más insistencia, casi como una orden. Señor, le costaba respirar. Los coros del aparcamiento se filtraban por el ventanuco hermético, cada vez más fragorosos.
Jeffreys se puso en pie. Una vez más, sostuvo la mirada del padre Francis. Los cerrojos cedieron, resonaron en las paredes de cemento. Jeffreys se estremeció al oírlos, se dio cuenta y se irguió. ¿Estaría asustado? El padre Francis buscó la respuesta en sus ojos, pero no veía nada más allá del azul acerado.
– ¿Te arrepientes de tus pecados? -intentó una vez más, ya que no podía darle la absolución sin una respuesta. La puerta se abrió, y unos guardias corpulentos bloquearon el umbral.
– Es la hora -dijo uno de ellos.
– Comienza el espectáculo, padre -Jeffreys hizo una mueca con los dientes apretados; los ojos azules eran penetrantes y claros, pero inexpresivos. Se volvió hacia los ttes hombres uniformados y les ofreció las muñecas.
El padre Francis parpadeó cuando las esposas encajaron con un sonoro clic. Después, se quedó escuchando el repiqueteo de los tacones, acompañado por el patético ruido de cadenas, que se alejaban por el pasillo.
Una brisa de aire viciado se filtró por la puerta abierta, le refrescó la piel húmeda y pegajosa y le produjo un escalofrío. Con pequeños jadeos asmáticos, el padre Francis inspiró con avidez. Por fin, el fragor de su pecho se suavizó, dejando a su paso una fuerte opresión.
– Que Dios ayude a Ronald Jeffreys -susurró, sin dirigirse a nadie en particular.
Al menos, Jeffreys había dicho la verdad; no había matado a los tres niños. El padre Francis lo sabía, no porque Jeffreys se lo hubiera dicho sino porque, tres días antes, el monstruo sin rostro que había asesinado a Aaron Harper y a Eric Paltrow se lo había susurrado a través de la rejilla negra del confesionario de Santa Margarita. Y, como era secreto de confesión, no podía revelárselo a nadie.
Ni siquiera a Ronald Jeffreys.
Capítulo 1
A ocho kilómetros de Platte City, Nebraska.
Viernes, 24 de octubre
Nick Morrelli habría preferido que la mujer que tenía debajo llevara menos maquillaje. Sabía que era absurdo. Escuchó sus suaves gemidos… ronroneos, a decir verdad. Como una gata, se frotaba contra él, deslizando los muslos sedosos por los costados de su torso masculino. Estaba más que preparada para él y, aun así, en lo único que Nick podía pensar era en la sombra azul de sus párpados. Incluso con las luces apagadas, permanecía grabada en su mente como pintura fosforescente.
– Cielo, qué fuerte estás… -le ronroneó al oído, arañándole brazos y espalda con sus largas uñas.
Se apartó de ella antes de que descubriera que no todo su cuerpo estaba «fuerte». ¿Qué le pasaba? Debía concentrarse. Le lamió el lóbulo de la oreja y le acarició el cuello con la mejilla; después, bajó la cabeza hacia donde quería estar en realidad. Instintivamente, encontró uno de sus senos con la boca, y lo devoró con besos suaves y húmedos. Ella gimió antes incluso de que le acariciara el pezón con la punta de la lengua.
A Nick le encantaban los ruiditos que hacían las mujeres:los pequeños jadeos, los gemidos roncos. Aguardó a oírlos; después, envolvió el pezón con la lengua y se lo metió en la boca. Ella arqueó la espalda y se estremeció; él apretó su cuerpo contra el de ella para absorber el temblor y sentir la piel tersa y trémula. Normalmente, aquella reacción le bastaba para tener una erección. Aquella noche, nada.
Dios, ¿estaría perdiendo facultades? No, era demasiado joven para padecer ese problema, aún le quedaban cuatro años para cumplir los cuarenta.
¿Desde cuándo tomaba los cuarenta como referencia de edad?
– Aaaah, cariño, no pares…
Ni siquiera se había dado cuenta de que había parado. Ella gimió con impaciencia y empezó a elevar y bajar las caderas con un ritmo sensual. Sí, estaba más que preparada; él, en cambio, no. Por primera vez, deseó que las mujeres lo llamaran por su nombre en lugar de «cielo», «cariño», «campeón», o lo que fuera. ¿Acaso a ellas también las preocupaba equivocarse de nombre?
Ella hundió los dedos en su pelo corto y grueso y tiró con fuerza; el latigazo de dolor lo tomó por sorpresa. Después, le hizo bajar el rostro a sus senos.
¿Qué diablos le ocurría? Una hermosa rubia lo deseaba, ¿por qué no lo excitaban sus jadeos impacientes? Tenía que concentrarse. Todo le resultaba demasiado mecánico, demasiado rutinario. Aun así, volvería a compensarla usando los dedos y la lengua. A fin de cuentas, tenía una reputación que mantener.
Siguió acariciándola hacia abajo, comiéndosela a besos y lametazos. Ella se retorcía; estaba estremeciéndose antes incluso de que él tirara de las braguitas de encaje con los dientes para dejar un rastro de besos en la cara interior de sus muslos. De pronto, un ruido lo detuvo. Aguzó el oído debajo de las sábanas.
– No, por favor, no pares -gimió, y volvió a apretarlo contra ella.
De nuevo, los golpes. Alguien estaba llamando a la puerta.
– Enseguida vuelvo -Nick le retiró las manos con suavidad y se levantó de la cama a trompicones, desenredando las sábanas. Se puso los vaqueros y lanzó una mirada al reloj de la mesilla de noche. Las 22:36 horas.
Incluso a oscuras, conocía todos los crujidos de la escalera de memoria. Se sorprendió avanzando de puntillas, aunque hacía más de cinco años que sus padres no dormían en la vieja granja.
Los golpes eran más fuertes e insistentes.
– ¡Ya voy! -gritó con impaciencia, aún dando gracias por la interrupción.
Cuando abrió la puerta, reconoció al hijo de Hank Ashford, aunque no recordaba su nombre. El muchacho andaba por los dieciséis o diecisiete años, era defensa del equipo de fútbol americano del instituto y tenía la corpulencia necesaria para desplazar a dos o tres jugadores a la vez. Sin embargo, aquella noche, en el porche delantero de la casa de Nick, tenía los hombros encogidos, las manos en los bolsillos, la cara desencajada y pálida. Temblaba de frío a pesar del sudor que le empañaba la frente.
– Sheriff Morrelli, tiene que venir… En la carretera de la Vieja Iglesia… Por favor, tiene que…
– ¿Ha habido un accidente? -sentía los picotazos del aire frío de la noche en la piel desnuda. Resultaba agradable.
– No, no es… No está herido. Dios mío, sheriff, es horrible -el muchacho volvió la cabeza hacia su coche; fue entonces cuando Nick distinguió a la joven en el asiento delantero. A pesar del resplandor de los faros, vio que estaba llorando.
– ¿Qué pasa? -inquirió Nick, pero el chico se limitó a cruzar los brazos y a balancearse sobre los pies, incapaz de hablar.
¿Qué estúpido juego se les habría ocurrido aquella vez? La semana anterior un grupo de chicos había estado jugando a las carreras con dos tractores de Jake Turner. El perdedor se había precipitado en una zanja llena de agua, dejando el morro incrustado bajo la superficie. Había tenido suerte de escapar sólo con alguna costilla rota y el leve castigo de pasarse dos partidos en el banquillo.
– ¿Qué diablos habéis hecho esta vez? -le gritó Nick.
– En la carretera de la Vieja Iglesia… Hemos encontrado… entre la hierba… Dios mío, hemos encontrado un… un cuerpo.
– ¿Un cuerpo? -Nick no sabía si creer al chico-. ¿Quieres decir un cadáver? -¿estaría borracho?
El muchacho asintió, y los ojos se le llenaron de lágrimas; se pasó la manga de la sudadera por la cara y lanzó una mirada a su novia antes de volver a mirar a Nick.