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Detestaba el frío, detestaba la nieve. Le recordaba las Navidades en las que desenvolvía en silencio los contados regalos que su madre le había dejado al pie del árbol. Tan en silencio, que podía oírla distrayendo a su padrastro en el dormitorio, a pocos pasos de distancia.

Su padrastro no sospechaba nada, agradecido por su propio regalo matutino. De haberlo descubierto, tanto él como su madre habrían recibido palizas por haber malgastado frivolamente el dinero que a él tanto le costaba ganar. De hecho, fue la paliza de la primera Navidad lo que dio lugar a aquella tradición secreta.

Tomó la carretera de la Vieja Iglesia y condujo a lo largo del río. La orilla era un estallido de rojos, naranjas y amarillos. Miles de espadañas lo saludaban, abriéndose paso entre la hierba alta de color miel. La nieve las echaría a perder, cubriría los luminosos colores de la vida con su manto blanco de muerte.

No faltaba mucho. De pronto, se acordó de los cromos de béisbol. Preso del pánico, se cacheó, palpándose todos los bolsillos de la chaqueta mientras seguía conduciendo con una mano. El coche viró bruscamente a la derecha y tropezó con un bache profundo antes de que él pudiera dar un volantazo y recuperar el control. Por fin, notó el bulto en el bolsillo de atrás de sus vaqueros.

Se desvió de la carretera y dejó el coche en una arboleda de ciruelos cuyas ramas y hojas ocultaban el coche. Volvió a guardar los alimentos en la bolsa y se la metió bajo el brazo. Abrió el maletero. La gruesa manta de lana estaba enrollada y atada con una cuerda. La sacó y se la echó al hombro. Cerró con fuerza el maletero, y el eco resonó en los árboles y en el agua. Había paz y silencio a pesar del murmullo del viento gélido.

Las hojas embarradas ocultaban tan bien la puerta de madera que incluso él tenía que buscar el lugar exacto. La despejó y, después, con las dos manos, tiró de ella hasta que se abrió con un crujido. Una luz nebulosa iluminaba los peldaños mientras descendía a la tierra. Al instante, el olor de moho y descomposición atacó su olfato. En cuanto llegó al final de la escalera, soltó la bolsa y la manta.

Del bolsillo de la chaqueta se sacó la careta de goma. Era mejor que el pasamontañas, menos atemorizante y más apropiado para aquella época del año, aunque él la detestara. Pero detestaba aún más recordar el semblante de Danny al reconocerlo y confiar en él y, después, al mirarlo como si lo hubiera traicionado. Si Danny lo hubiera comprendido… Pero esa mirada y la endiablada cruz que le colgaba del cuello habían estado a punto de desarmarlo. No, no podía correr más riesgos. Se puso la careta. A los pocos segundos, empezó a sudarle la cara.

Como un zombi, con las manos y los brazos estirados, dio pequeños pasos hasta que chocó con el estante de madera. Cerró los dedos en torno a la lámpara y las cerillas. Sintió un roce de pelo en la mano y la retiró con brusquedad, golpeando la linterna, pero la atrapó a ciegas antes de que se cayera al suelo.

– Malditas ratas -masculló.

Levantó el metal oxidado con los dedos. Encendió un fósforo y la mecha a la primera. La oscuridad cobró vida en el resplandor dorado, y eludió mirar a las criaturas nocturnas que se alejaban corriendo. Esperó. En cuestión de segundos encontrarían una nueva oscuridad y todo volvería a estar a salvo y tranquilo.

Empujó el grueso estante de madera con el hombro. La pesada estructura crujió, tembló y empezó a moverse, arañando el suelo, arrastrando tierra a su paso. El sudor le resbalaba por la espalda; la careta le daba mucho calor. Por fin, vio aparecer el pasaje secreto. Gateó por el pequeño agujero, estirando el brazo hacia atrás para arrastrar la bolsa y la manta. Esperaba que a Matthew le gustaran los cromos de béisbol.

La casa de los Tanner se erguía en la esquina de la manzana, en el borde de la ciudad. Por detrás se extendía una amplia pradera en la que máquinas de construcción amarillas engullían el paisaje como monstruos hambrientos que arrancaban árboles de un solo bocado. Era una de las imágenes que Nick más detestaba; el rápido crecimiento de Platte City. Franjas de paisaje cubiertas de rosas silvestres, llameantes gordolobos y ondulante hierba convertidas de improviso en secciones perfectas de césped y acera gris salpicadas de columpios y balancines de plástico.

– ¡Dios! -masculló al ver la cola de vehículos aparcados delante de la casa.

– ¿Tienes a algún hombre aquí, controlando la situación? -preguntó O'Dell, y Nick le lanzó una mirada dentro del Jeep-. Sólo era una pregunta, Morrelli. No hace falta que te pongas a la defensiva.

Tenía razón, no había acusación en su voz; necesitaba recordar que ella estaba de su parte. Así que la puso al corriente de lo que había hecho hasta el momento, detalles que no había tenido tiempo de comentarle de madrugada. La noche anterior, casi al borde del pánico, Hal Langston y él habían organizado un minipuesto de mando en el salón de Michelle Tanner. Aunque le pesara, Nick también había confiado en las lecciones que Bob Weston le había dado durante el caso Alverez. A los pocos minutos de la llamada desesperada de Michelle Tanner, había enviado a Phillip Van Dorn para que le pinchara los teléfonos y organizara la vigilancia en los alrededores de la casa. Antes de la medianoche, Lucy Burton había empezado a convertir la sala de conferencias de la oficina del sheriff en un centro estratégico con mapas, ampliaciones de Matthew y una línea directa para todo lo relativo al caso.

En aquella ocasión, Nick había telefoneado a los jefes de policía de los condados vecinos de Richfield, Staton y Bennet para pedir refuerzos y poder recorrer callejones, prados cercanos e incluso la orilla del río. No quería imaginar lo que ocurriría cuando saliera a la luz la desaparición de Matthew. Sabía que sería imposible evitar la psicosis generalizada, ni tan siquiera contenerla.

La puerta principal de la casa estaba abierta, y el murmullo de voces llegaba al jardín. O'Dell llamó a la puerta mosquitera y esperó; Nick habría llamado y entrado directamente. De pie detrás de ella, advirtió que le sacaba unos quince centímetros de estatura. Se inclinó un poco para olerle el pelo justo cuando una brisa le agitaba los mechones, y éstos acariciaron el mentón de Nick con suavidad.

Maggie se pasó los dedos por el pelo y a punto estuvo de rozarle la barbilla sin querer. Nick retrocedió y vio cómo se recogía un mechón rebelde detrás de la oreja, dejando al descubierto una piel blanca y suave. Aquella mañana llevaba un traje pantalón de color burdeos que hacía que su piel pareciera más tersa, más suave.

La puerta mosquitera chirrió cuando un hombre al que Nick no reconocía la abrió lo justo para observarlos.

– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó con recelo, sin perder el tiempo con buenos modales.

– No pasa nada -Hal Langston apareció por detrás y lo apartó con suavidad. Después, abrió la puerta mosquitera. El hombre lanzó una mirada a Hal, pero se alejó. Hal podía imponer mucho respeto cuando quería. Nick y él habían jugado al fútbol americano juntos en el instituto y, aunque Hal había echado unos cuantos kilos de más, seguía en buena forma.

El salón de los Tanner estaba lleno de ayudantes del she- riff y de agentes de policía a los que Nick no reconocía. Algunos estaban tomando café, otros estudiaban notas o mapas. Nick buscó a Michelle Tanner con la mirada, preguntándose si la reconocería. La noche anterior, con su bata rosa de felpa, los ojos enrojecidos y el moño pelirrojo medio deshecho había dado la impresión de estar ebria y desorientada.

La cocina también estaba atestada de personas.

– ¿Quién diablos es toda esta gente, Hal? -se dio la vuelta y chocó con su ayudante, que le pisaba los talones. O'Dell se había acercado a Phillip Van Dorn y parecía estar sonsacándole todos los secretos sobre la tecnología que había desplegado por la casa.

– Fue idea de ella -se defendió Hal-. Llamó a unos cuantos vecinos, a su madre, a los padres de los compañeros de equipo de su hijo.