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– Eso está bien, Lloyd. Muy bien -Nick le dio una pal- madita en la espalda. Había algo más. Lloyd se frotó la mandíbula y miró a O'Dell.

– Algunos estábamos comentando… -prosiguió en voz baja, casi un susurro-. Stan Lubrick creía recordar que Jef- freys tenía un compañero… ya sabes, una especie de… amante, en el momento de su detención. Recuerdo que lo trajimos para interrogarlo, pero no llegó a testificar. Un tal Mark Rydell -dijo, hojeando el bloc lleno de trazos ininteligibles-. Nos preguntábamos si debíamos salir a buscarlo. Comprobar si sigue por aquí.

Los dos miraron a O'Dell, que estaba distraída por el caos. Tenía las manos en los bolsillos de la chaqueta, y miraba a todas partes, observando la conmoción. De pronto, advirtió que los dos hombres estaban esperando a oír su opinión.

– No sabía que Jeffreys fuera gay. ¿Cómo sabe que ese tipo era su amante? -una vez más, hablaba en tono práctico, sin rastro de condescendencia, aunque Nick sabía que era capaz de transformar especulaciones firmes en nociones absurdas.

Lloyd se aflojó la corbata y el cuello de la camisa. Era evidente que el tema lo incomodaba.

– Bueno, estaban viviendo juntos.

– ¿Y eso no los convertiría en compañeros de piso?

O'Dell era tan implacable como hermosa. Lloyd lo miró en busca de ayuda, pero Nick se limitó a encogerse de hombros.

– ¿Sería posible comprobar si Rydell mantuvo contacto con Jeffreys después de la condena? -le preguntó O'Dell a Lloyd, en lugar de descartar su corazonada.

– No sé si iría a verlo alguien a la prisión.

– Podría comprobar qué visitas recibió Jeffreys o con quién se mantuvo en contacto. Averigüe si trabó amistad con otros prisioneros, o incluso guardias.

A Nick le gustaba cómo procesaba la información: rápidamente, sin pasar por alto ni siquiera los detalles más insignificantes. Una pista que Nick habría considerado descabellada se había materializado en algo sólido. Hasta Lloyd, que pertenecía a una generación de hombres deseosos de mantener a las mujeres en su sitio, parecía satisfecho. Se despidió con una inclinación de cabeza y se alejó en busca de un teléfono.

Nick se había quedado nuevamente impresionado. O'Dell lo sorprendió mirándola y se limitó a sonreír.

– ¡Oye, Nick! Esa mujer ha vuelto a llamar -gritó Eddie Gillick desde una mesa, con el teléfono debajo de la barbilla.

– Agente O'Dell, aquí hay un fax de Quantico para usted -Adam Preston le pasó un rollo de papel.

– ¿Qué mujer? -le preguntó Nick a Eddie.

– Sophie Krichek. ¿Te acuerdas? La que aseguró haber visto una vieja camioneta azul en el barrio cuando el pequeño Alverez fue secuestrado.

– Déjame adivinarlo. Ha vuelto a ver la camioneta, esta vez, con otro niño que se parece a Matthew Tanner.

– Espera un momento -lo interrumpió O'Dell, alzando la mirada de la tira de papel de fax que caía hasta el suelo-. ¿Qué te hace pensar que no habla en serio?

– No hace más que llamar -le explicó Nick.

– Nick, aquí tienes tus mensajes -Lucy le pasó el montón de papelitos rosa y esperó delante de él.

– A ver si lo entiendo. ¿No vas a verificar esa pista porque la mujer ha sobrepasado el cupo de llamadas a la autoridad? -O'Dell lo estaba mirando como si creyera que su actitud rayaba en incompetencia, y Nick se preguntó si tendría algo que ver con su leve distracción con el jersey ceñido de Lucy.

– Hace tres semanas llamó para decirnos que había visto a Jesús en su jardín, empujando a una niña en el columpio. Ni siquiera tiene jardín. Vive en un complejo de apartamentos con aparcamiento de cemento. Lucy, ¿han llegado ya las actas de la confesión y el juicio de Jeffreys?

– Max dijo que te las traería lo antes posible -Lucy se balanceó sobre los tacones de aguja, expresamente para él-. Tienen que hacer copias de todo. Max no quiere que los originales salgan del despacho del secretario judicial. Ah, agente O'Dell, un tal Gregory Stewart ha llamado tres o cuatro veces preguntando por usted. Ha dicho que era importante y que usted tiene su número.

– ¿El pesado de tu jefe? -Nick sonrió a O'Dell que, de pronto, parecía turbada.

– No, mi marido. ¿Hay algún teléfono desde el que pueda llamar?

La sonrisa de Nick se desvaneció. Le miró la mano; no llevaba alianza. Sí, estaba convencido de haberlo comprobado antes, sencillamente, por costumbre. O'Dell aguardaba una respuesta.

– Puedes llamar desde mi despacho -le dijo, tratando de parecer indiferente mientras hojeaba el montón de mensajes-. Por el pasillo, la última puerta a la derecha.

– Gracias.

En cuanto se alejó, Eddie Gillick se detuvo junto a Nick de camino al fax.

– ¿Por qué te sorprendes tanto, Nick? Es un buen partido. ¿Por qué no iba a estar casada?

Era absurdo. Aquella mañana, en casa de Michelle Tanner, había estado a punto de estrangularla. De repente, tenía la sensación de haber recibido un puñetazo en el estómago.

El despacho era sencillo y pequeño, con un escritorio gris de metal y mesa de ordenador a juego. En los estantes estaban expuestos diversos trofeos: todos de campeonatos de fútbol de algún tipo. Había varios cuadros en la pared, detrás de la mesa. Maggie se dejó caer en el cómodo sillón de cuero, el único lujo del despacho, y descolgó el teléfono mientras se fijaba en los cuadros.

Había varias fotografías de hombres jóvenes vestidos con camisetas de fútbol rojiblancas. En una de ellas, aparecía un joven Morrelli sudoroso y manchado, junto a un caballero de más edad que, a juzgar por el autógrafo, era el entrenador Osborne. En el rincón, casi ocultos tras un archivador, estaban colgados dos títulos enmarcados cargados de polvo. Uno era de la universidad de Nebraska. El otro, una licenciatura en Derecho de… a Maggie estuvo a punto de caérsele el auricular de la mano. ¡De la universidad de Harvard! Se levantó para estudiarlo de cerca, pero volvió a sentarse, avergonzada por haber pensado, fugazmente, que se trataba de una falsificación, de una broma. Pero era real.

Volvió a contemplar la fotografía del futbolista. El sheriff Nicholas Morrelli era una caja de sorpresas. Cuantas más cosas averiguaba sobre él, más le picaba la curiosidad. Tampoco era de ninguna ayuda que entre ellos saltaran chispas de atracción. Para el donjuán Nick Morrelli era una circunstancia habitual pero no para ella, y le resultaba irritante.

Greg y Maggie siempre habían mantenido una relación cómoda. Ni siquiera al principio se basó tanto en la atracción ni en la química como en la amistad y los objetivos comunes. Objetivos que habían cambiado en el transcurso de los años, y una amistad que había dado paso a la comodidad. Últimamente, Maggie se preguntaba si se habían distanciado o si nunca habían estado realmente unidos.

No importaba. Las personas luchaban por conservar su matrimonio; Maggie lo creía sinceramente. Al menos, Greg la había llamado, había dado el primer paso hacia la reconciliación; debía de ser una buena señal.

Marcó el número de su oficina y esperó pacientemente mientras el timbre sonaba cuatro, cinco, seis veces.

– Brackman, Harvey y Lowe. ¿En qué puedo ayudarlo?

– Querría hablar con Greg Stewart, por favor.

– El señor Stewart está reunido. ¿Quiere dejar un mensaje?

– ¿No podría interrumpirlo? Soy su esposa. Ha estado toda la mañana intentando localizarme.

Se produjo una pausa mientras la recepcionista decidía lo razonable que era la petición.

– Un momento, por favor.

El momento se fue alargando. Por fin, transcurridos cinco minutos, Maggie oyó la voz de Greg.

– Maggie, gracias a Dios que te encuentro -hablaba en tono apremiante, pero no arrepentido. Enseguida, se sintió decepcionada en lugar de alarmada-. ¿Por qué no tienes conectado el móvil? -incluso en aquella urgencia tenía que regañarla.