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– Se me ha olvidado cargarlo. Lo tendré listo esta tarde.

– Bueno, no importa -parecía irritado, como si fuera ella quien hubiera sacado el tema-. Se trata de tu madre -su tono cambió automáticamente a la voz compasiva que empleaba con los clientes que acababan de perder el caso. Maggie hundió las uñas en el brazo de cuero y esperó a que continuara-. La han ingresado en el hospital.

Maggie inclinó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y tragó saliva.

– ¿Qué ha hecho ahora?

– Creo que empieza a ir en serio, Maggie. Esta vez ha usado una cuchilla.

Maggie colgó el teléfono y se masajeó las sienes. Le palpitaba la cabeza, el cuello e incluso los hombros. Se había pasado los últimos veinte minutos discutiendo con el médico que estaba atendiendo a su madre. Había sido el primero de su promoción, le había asegurado con arrogancia. Acababa de licenciarse y ya creía saberlo todo. Pues no conocía a su madre; ni siquiera se había molestado en estudiar su historial. Cuando Maggie le recomendó que llamara a la terapeuta de su madre y le dio el número, se mostró aliviado, incluso agradecido.

En lo que sí habían coincidido era en que Maggie no debía subirse al primer avión que saliera para Richmond. Su madre estaba pidiendo atención a gritos, y el que Maggie lo dejara todo para ir a verla sólo serviría para reforzar su comportamiento. Como había ocurrido en las cinco últimas ocasiones. Cielos, pensó Maggie, su madre acabaría acertando, aunque sólo fuera por casualidad. Y aunque estaba de acuerdo con Greg en que las cuchillas eran un serio progreso, los cortes, según el doctor Niño Prodigio, eran paralelos, no transversales.

Maggie reclinó la cabeza en el suave cuero del sillón y cerró los ojos. Había estado cuidando de su madre desde que tenía doce años. ¿Y qué sabía de cuidados una niña de doce años, que acababa de perder a su padre? A veces, tenía la sensación de haber fallado a su madre, hasta que recordaba que era ella la que la había abandonado con sus borracheras.

Oyó un golpe suave de nudillos en el cristal esmerilado de la puerta, y Morrelli asomó la cabeza.

– O'Dell, ¿estás bien?

Se había quedado paralizada en el sillón. De pronto, los brazos, las piernas, todo el cuerpo, le pesaban demasiado.

– Estoy bien -alcanzó a decir, aunque no sonó muy convincente. Vio que Morrelli fruncía el ceño y que sus suaves ojos azules reflejaban preocupación. Vaciló; después, entró en el despacho despacio, con cautela, y le puso una lata de Pepsi Light sobre la mesa, delante de ella.

– Gracias -le dijo, pero seguía sin hacer ademán de moverse.

– Estás hecha unos zorros -le espetó por fin.

– Eres muy amable, Morrelli -repuso Maggie, pero sonrió.

– Oye, ¿podrías hacerme un favor? Llámame Nick. Siempre que me llamas Morrelli o sheriff Morrelli, empiezo a buscar a mi padre con la mirada.

– Está bien, lo intentaré -hasta sentía pesados los párpados. ¿Podría conciliar el sueño si los cerraba?

– Lucy está encargando el almuerzo en Wanda's. ¿Qué te apetece? Los lunes, el plato del día es asado de carne, pero te recomiendo el sandwich de pollo frito y filete.

– No tengo mucha hambre.

– Llevo contigo desde esta mañana y no has comido nada. Tienes que alimentarte, O'Dell. No pienso ser el responsable de que pierdas ese bonito… -se interrumpió, pero demasiado tarde. La vergüenza afloró en su rostro-. Te pediré un sandwich de jamón y queso se dio la vuelta para marcharse.

– ¿Con pan de centeno?

Morrelli volvió la cabeza.

– Está bien.

– ¿Y con mostaza picante?

En aquella ocasión, sonrió, y se le marcaron los hoyuelos.

– Das mucho la lata, O'Dell. ¿Lo sabías?

– Oye, Nick -volvió a detenerlo.

– ¿Qué pasa ahora?

– Llámame Maggie, ¿quieres?

– ¿Te gustan los cromos de béisbol? -la careta le amortiguaba la voz, como si estuviera bajo el agua. Y tenía la sensación de estar sumergido… en sudor.

Matthew se lo quedó mirando desde su pequeña cama del rincón. Estaba sentado sobre las sábanas revueltas y abrazado a una almohada. Tenía los ojos rojos e hinchados, y el pelo aplastado en varios puntos. Se le había arrugado el uniforme de fútbol, y ni siquiera se había quitado las zapatillas para dormir.

La luz se filtraba por las rendijas de la ventana condenada con tablillas de madera. Los cristales rotos vibraban cuando el viento se colaba por entre los listones podridos. Silbaba y ululaba, creando un gemido fantasmal y levantando las esquinas de los pósters que tapaban las grietas de las paredes. Era el único sonido de la habitación; el niño no había dicho ni una sola palabra en toda la mañana.

– ¿Estás cómodo? -le preguntó.

Cuando se acercó, el niño se refugió en el rincón, apretando su cuerpecito contra el yeso medio deshecho. La cadena que unía su tobillo al poste de acero de la cama hizo un ruido metálico. Tenía suficiente longitud para que pudiera alcanzar el centro de la habitación. Aun así, la hamburguesa de queso y las patatas fritas que le había dejado la noche anterior seguían intactas en la bandeja de metal. Hasta el batido triple de chocolate estaba a rebosar.

– ¿No te gustó la cena, o prefieres perritos calientes? ¿O perritos con chile? Puedes pedir lo que quieras.

– Quiero irme a casa -susurró Matthew, mientras estrujaba la almohada con una mano torcida para poder morderse las uñas. Algunas debían de haberle sangrado durante la noche, porque había salpicaduras de sangre seca en la funda de algodón de la almohada. Le costaría mucho trabajo quitarlas.

– ¿Prefieres los tebeos a los cromos de béisbol? Tengo algunos antiguos de Flash Gordon que te gustarán. Te los traeré la próxima vez que venga.

Terminó de vaciar la bolsa de comestibles: tres naranjas, una bolsa de Cheetos, dos chocolatinas, un pack de seis refrescos de cola, dos latas de raviolis con tomate, y dos terrinas de pudin de chocolate. Dispuso cada artículo sobre la vieja caja de botellas de vino que había encontrado en lo que debía de haber sido un almacén. Se había tomado muchas molestias para conseguir la comida favorita de Matthew.

– Esta noche podría hacer frío -dijo mientras desenrollaba la gruesa manta de lana y la extendía sobre la cama-. Siento no poder dejarte una luz. ¿Quieres que te traiga alguna otra cosa?

– Quiero irme a casa -volvió a susurrar el niño.

– Tu madre no tiene tiempo para cuidar de ti, Matthew.

– Quiero ir con mi mamá.

– Nunca está en casa. Y apuesto a que trae a desconocidos por las noches, ¿verdad? Desde que echó a tu padre -mantuvo la voz serena y tranquilizadora.

– Por favor, déjeme ir a casa.

– Y no puedes vivir con tu padre -«sereno y templado», pensó. Debía mantener la calma, aunque ya empezaba a notar la furia cobrando fuerza en su vientre-. Tu padre te pega, ¿verdad, Matthew?

– ¡Quiero irme a casa! -gimió el niño, sin preocuparse ya de no armar jaleo.

– Voy a ayudarte, Matthew. Voy a salvarte. Pero debes tener paciencia. Mira, te he traído tus golosinas favoritas.

Aun así, el niño seguía llorando, un lamento agudo que lo irritaba. Notó la explosión que emergía desde su estómago.

– ¡Quiero irme a casa! -el gemido le ponía los nervios de punta.

– ¡Maldita sea! ¡Cállate, llorón de mierda!

El artículo de Christine de la edición de la tarde llegó a los quioscos del centro de Omaha a las tres y media. A las cuatro, los repartidores ya estaban arrojando el número enrollado del Omaha Journal en los porches y céspedes de Platte City. A las cuatro y diez, los teléfonos empezaron a sonar ininterrumpidamente en la oficina del sheriff.

Nick le encomendó a Phillip Van Dorn la tarea de aumentar las líneas de teléfono, sugiriendo incluso que se adueñara de la oficina del secretario judicial del fondo del pasillo. Aquello era exactamente lo que había intentado evitar. La ola de psicosis había comenzado oficialmente, y Nick ya podía sentir cómo le retorcía las entrañas.