– Espera un momento -le dijo. Soltó la puerta mosquitera y regresó al interior de la casa. Debían de haberlo imaginado, o quizá fuera una broma de Halloween un poco temprana. Se puso las botas, prescindiendo de los calcetines, y recogió la camisa del sofá, donde se la habían quitado hacía rato. Lo irritó ver que le temblaban los dedos mientras se abrochaba los botones.
– Nick, ¿qué pasa?
La voz de lo alto de la escalera lo sobresaltó. Se había olvidado de Angie. Recién salida de la cama, tenía la melena rubia alborotada. La sombra de ojos azul apenas se distinguía a aquella distancia, y la camiseta que se había puesto se le transparentaba a la suave luz del pasillo. En aquellos momentos, al mirarla, Nick no entendía por qué había sido un alivio separarse de ella.
– Tengo que salir, es urgente.
– ¿Ha habido un accidente? -parecía más curiosa que preocupada. ¿Estaría interesada únicamente en el chisme, para poder contárselo a los clientes matutinos de la cafetería Wanda's?
– No, no es eso.
– ¿Han encontrado al chico de los Alverez?
Dios, a Nick ni siquiera se le había pasado por la cabeza. El niño había desaparecido el domingo pasado; lo habían raptado antes de que emprendiera su ruta de reparto de prensa.
– Lo dudo -le dijo. Hasta el FBI estaba convencido de que se lo había llevado su padre, a quien seguían tratando de localizar. No era más que una lucha por la custodia del pequeño. Y el problema de aquella noche no era más que unos adolescentes gastándose bromas entre sí-. Tardaré un rato, pero puedes quedarte, si quieres.
Nick recogió las llaves del Jeep y encontró a Ashford sentado en los peldaños del porche, con el rostro enterrado entre las manos.
– En marcha -le dijo, y tiró con suavidad de la sudadera del muchacho para ponerlo en pie-. ¿Por qué no venís conmigo en el Jeep?
Nada más sentarse en el vehículo, Nick lamentó no haber tardado un momento más y haberse puesto unos calzoncillos. La tela vaquera lo raspaba cada vez que cambiaba de marcha. Por si fuera poco, la carretera de la Vieja Iglesia estaba plagada de hoyos, recuerdo de las lluvias de la semana anterior. La grava salpicaba el vehículo mientras él iba sorteando los baches más peliagudos.
– ¿Se puede saber qué hacíais en este cenagal? -nada más decirlo, cayó en la cuenta. No le hacía falta tener diecisiete años para recordar las ventajas que ofrecía una vieja carretera abandonada-. No me lo digáis -añadió antes de que pudieran contestar-. Decidme solamente por dónde es.
– Todavía falta un kilómetro o kilómetro y medio. Nada más pasar el puente. Hay una cañada que va paralela al río.
Advirtió que Ashford había dejado de balbucir; quizá se le estuviera despejando la cabeza. La chica, en cambio, que estaba sentada entre Nick y su novio, no había dicho una palabra.
Nick redujo la velocidad cuando el Jeep cruzó traqueteando el puente de madera. Encontró la cañada incluso antes de que Ashford se la señalara, y avanzaron a trompicones y resbalones por el camino de tierra cenagosa.
– ¿Hasta los árboles? -Nick lanzó una mirada a Ashford, que se limitó a asentir. Cuando se acercaron al recodo resguardado por los arces, la joven ocultó el rostro en la sudadera del muchacho.
Nick frenó, apagó el motor pero dejó encendidos los faros. Se inclinó hacia la guantera para sacar una linterna.
– Esa puerta se atranca -le dijo a Ashford, y vio cómo los dos se miraban a los ojos. Ninguno hizo ademán de apearse del Jeep.
– No dijiste que tendríamos que volver a verlo -le susurró la joven a Ashford mientras se aferraba a su brazo.
Nick dio un portazo, y el golpe reverberó en el silencio. No había nada en muchos kilómetros a la redonda, ni tráfico, ni luces de granjas; hasta los animales nocturnos parecían dormir. Permaneció junto al Jeep, esperando. El chico lo miró a los ojos, pero seguía sin hacer intención de bajarse del asiento. En lugar de insistir, Nick dirigió la linterna a la orilla del río. El haz de luz surcó la hierba alta y se reflejó en el agua; Ashford lo siguió con la mirada. Vaciló, volvió a mirar a Nick y asintió.
La hierba le rozaba las rodillas, camuflaba el lodo que absorbía sus botas. Dios, ¡qué oscuro estaba aquello! Hasta la luna anaranjada se ocultaba tras unas nubéculas. Oyó un crujido de hojas a su espalda; giró en redondo y alumbró los árboles. ¿Se había movido algo? ¿Allí, entre los arbustos? Le había parecido ver una sombra agazapada. ¿O no eran más que alucinaciones?
Nick escudriñó las ramas de los árboles; contuvo el aliento y aguzó el oído. Nada. Debía de haber sido el viento… salvo que no hacía ni una mota de aire. Sintió un escalofrío repentino, y lamentó no haberse puesto la chaqueta. Aquello era una locura; no iba a consentir que unos adolescentes le gastaran una broma pesada. Cuanto antes resolviera aquel asunto, antes podría regresar a su tibia cama.
A medida que se acercaba a la orilla, le costaba más trabajo chapotear en el barro, levantar las piernas y pisar con cuidado para no resbalar. Las botas nuevas quedarían inservibles. Empezaba a notar la humedad en los pies. Sin calcetines, sin calzoncillos, sin chaqueta…
– Maldita sea -masculló-. Será mejor que merezca la pena -montaría en cólera si encontraba a un grupo de adolescentes jugando al escondite.
Vio un destello en el barro, junto al agua. Fijó la mirada en aquel punto y apretó el paso. Ya casi estaba allí, fuera de la hierba. De pronto, tropezó y se precipitó hacia delante, aunque pudo frenar la caída con los codos. La linterna salió volando y se hundió en el agua negra en una espiral de luz.
Nick se puso a cuatro patas en el fango. Detectó un olor rancio distinto al hedor del río. El objeto brillante estaba casi a su alcance, y vio que se trataba de una medalla en forma de cruz; tenía la cadena rota y los eslabones desperdigados sobre el barro.
Volvió la cabeza para ver con qué objeto sólido había tropezado. Esperaba ver un árbol caído pero, a menos de un metro de distancia, había un cuerpecito blanco acurrucado en el barro y en las hojas.
Nick se puso en pie a duras penas; tenía las rodillas de goma y el estómago revuelto. La pestilencia era más intensa, insoportable. Se acercó despacio al cuerpo, como si no quisiera despertar al niño, que parecía dormido a pesar de estar contemplando las estrellas con los ojos muy abiertos. Entonces, vio el cuello rajado y el pecho despedazado, con la piel cortada y levantada. Fue en ese instante cuando tuvo la primera arcada y las rodillas dejaron de sostenerlo.
– Basta con que haya una manzana podrida…-dijo Christine Hamilton en voz baja, al tiempo que tecleaba las palabras. Después, pulsó la tecla de borrado y vio cómo desaparecían. Así no terminaría nunca el artículo. Se recostó en la silla para lanzar una mirada al reloj de pared, la única luz al final de aquel túnel de oscuridad. Ya casi eran las once de la noche. Gracias a Dios, Timmy estaba durmiendo en casa de un amigo.
El portero había vuelto a apagar la luz del pasillo; un recordatorio más de lo importante que era la sección de «Vida Actual» del periódico. Al final del pasillo en sombras, vio la rendija iluminada de la puerta de la redacción. Incluso a aquella distancia, oía el repiqueteo de los teletipos y el zumbido de los faxes. Al otro lado de aquella puerta, había media docena de periodistas y redactores despachando cafés y noticias de última hora, mientras que ella lidiaba con tartas de manzana.
Abrió una carpeta y hojeó las notas y recetas. Más de cien maneras de rebanar, trocear, exprimir y asar manzanas, y no podían traerle más al fresco. Quizá se le hubiera secado la inspiración tras las recetas de tomate de la semana anterior. Sabía que su título de periodismo estaba un poco oxidado, gracias a la obstinación de Bruce y su empeño en ser él quien llevara los pantalones en la familia. Lástima que el muy capullo hubiera tenido tanta prisa por bajárselos.
Cerró la carpeta con violencia y la arrojó sobre el escritorio; vio cómo resbalaba y desperdigaba clips por el suelo resquebrajado de linóleo. ¿Hasta cuándo seguiría amargada? No, la pregunta era: ¿hasta cuándo le seguiría doliendo? ¿Por qué seguía con el corazón destrozado? A fin de cuentas, había pasado más de un año.